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Migajas y platos rotos


Cuando conocemos a alguien nuevo, es como abrir las puertas de nuestra cocina y encender los fogones por primera vez en mucho tiempo. Con ilusión y esperanza, comenzamos a preparar un banquete de amor para esa persona, con la intención de que ambos puedan sentarse juntos en la misma mesa. Cada platillo que servimos está impregnado de afecto, cuidado y deseo de compartir. Son más que simples comidas: son gestos, momentos y detalles que revelan lo que sentimos. Al principio, los primeros platillos suelen ser sencillos, tímidos quizá, pero a medida que pasa el tiempo y la conexión se fortalece, las recetas se vuelven más elaboradas y el banquete más abundante.

Con cada día que compartimos, la mesa se va llenando de nuevos platillos. Algunos son inesperados, otros tradicionales, pero todos llevan el toque especial de quienes los preparan. Después de cada comida, los platos deben lavarse y cuidarse. Es un proceso inevitable: el esfuerzo por mantener limpia la mesa simboliza la dedicación constante que requiere cualquier relación. Si un plato se rompe por accidente, se intenta reparar. El acto de pegar los pedazos refleja la disposición de ambos comensales a mantener vivo el festín, a remendar lo que se ha dañado para que el banquete continúe.

Sin embargo, ningún banquete es eterno. Llega un momento en el que ambos comensales sienten que han disfrutado lo suficiente, que el festín ha concluido. En ese instante, es tiempo de levantarse de la mesa, lavar la loza una vez más y buscar nuevos ingredientes para futuros encuentros. Cada uno parte con el corazón lleno de las experiencias vividas, sabiendo que, aunque ese banquete haya terminado, habrá otros en el futuro, con nuevos comensales y nuevas recetas por descubrir.

A veces, sin embargo, uno de los comensales termina antes que el otro. Puede que uno sienta que ya ha comido suficiente, mientras el otro aún tenga hambre de más momentos, más platos compartidos. En esas situaciones, la decisión es difícil: el comensal que ha terminado puede optar por quedarse un poco más, esperando que el otro también sacie su apetito, o puede recoger su loza, despedirse con gratitud y marcharse. Ambas opciones son válidas, porque cada comensal es libre de decidir cuándo ha llegado su momento de partir.

También puede haber pausas en el banquete. Tal vez uno de los comensales necesita un respiro antes de continuar, y la mesa queda en espera, con los platos intactos. En esos casos, es importante respetar los ritmos de cada uno y entender que los festines no siempre son fluidos. Sin embargo, si ambos comensales llegan a un punto en el que sienten que ya no tienen espacio para más, incluso si aún quedan platos llenos en la mesa, tienen la libertad de retirarse. El amor no siempre se mide por la cantidad de platillos servidos, sino por el respeto hacia el momento en que uno siente que es suficiente.

Cuando yo la conocí preparé un enorme banquete, Quería que todo fuera perfecto, así que me esmeré en cada detalle. Compré platos nuevos y elegantes, los mejores que encontré, porque quería que todo tuviera un toque especial. Me pasé horas en el mercado eligiendo ingredientes frescos y de calidad, sin escatimar en nada. Mi cocina pronto se convirtió en un caos delicioso: sacos de harina, hierbas aromáticas, especias, frutas coloridas y carnes de todo tipo llenaban cada rincón. No dejé espacio para el vacío; si podía poner algo más, lo hacía.

Estaba tan emocionada, tan ilusionada, que casi podía imaginarla sentada a la mesa, disfrutando cada plato que preparé con tanto cariño. Quería que esta comida transmitiera lo que sentía: entusiasmo, afecto, tal vez una promesa de algo más profundo. Al hacerlo, también alimentaba una esperanza: esperaba, en el fondo, que el día de sentarnos en la mesa ella hubiera preparado para mí un banquete igual, con la misma dedicación y amor.

Pero cuando finalmente me senté a la mesa, la escena que encontré fue desconcertante y dolorosa. En lugar de la armonía y cuidado que esperaba, había un caos silencioso y frío. Los platos que ella ofrecía  estaban rotos en pedazos, esparcidos sin orden por toda la mesa y el suelo. Entre ellos, se veían migajas desperdigadas, como restos de una celebración que nunca ya había acabado. Un par de platos con comida a medio comer me aguardaban con una especie de tristeza inerte, como si las sobras hubieran sido abandonadas sin ningún aprecio. Parecían testigos mudos de una presencia fugaz, como si alguien hubiera pasado por allí solo para tomar lo que necesitaba, sin reparar en el esfuerzo detrás.

Al otro lado de la mesa, en cambio, el banquete que preparé seguía intacto, como un desfile de color, sabor y texturas. Cada plato aún brillaba con la promesa de lo que podía ofrecer: guisos perfumados, ensaladas frescas, panes crujientes y postres dulces. Era un espectáculo de abundancia y variedad, una celebración que parecía esperar ansiosa por ser disfrutada.  

El contraste entre las sobras descuidadas y el festín impecable era casi irónico, como si la alegría y el cariño que vertí en cada preparación hubieran quedado suspendidos en el aire, sin encontrar un destinatario que los apreciara.

Ella se disculpó por lo precario que había dejado en la mesa, alegando que pronto prepararía algo mejor, algo digno de compartir. Sus palabras sonaban sinceras, y en su voz había una promesa que quise creer. Decidí esperar, darle tiempo, como quien espera una cosecha después de plantar con paciencia. Mientras tanto, me ocupé de reparar los platos rotos que había dejado atrás. Recogí cada trozo disperso y cada migaja que quedaba sobre la mesa, queriendo devolver el orden a ese caos que me había encontrado. Pero mientras yo limpiaba y reconstruía, ella se deleitaba con cada uno de los platillos que había preparado con amor. Sus manos recorrían mis creaciones con hambre voraz, y uno a uno, los iba devorando sin reservas, como si fueran manjares irrepetibles.

De vez en cuando, nuevas recetas aparecían frente a ella desde mi cocina. Eran intentos improvisados, promesas en forma de platillos que nunca llegaban a completarse del todo tratando de recuperar la esencia de los primeros platillos. Mientras tanto, su antiguo comensal regresaba una y otra vez. Lo veía entrar con la misma familiaridad con la que había abandonado la mesa antes, recogiendo los platillos a medio comer que había dejado allí, como si las sobras aún tuvieran algún valor para él. Luego, en un ciclo repetitivo y cruel, volvía a romper más platos, dejándome con nuevas fracturas que atender.

Mis manos se llenaban de cortes mientras intentaba pegar los pedazos de losa con cuidado, pero los fragmentos eran afilados y no tenían compasión. Cada grieta abierta en la cerámica encontraba una grieta nueva en mi piel. Sentía el dolor punzante de las heridas mientras recogía las migajas esparcidas por la mesa, pequeñas e insuficientes para llenar el hambre que me consumía. Algunas noches, cuando el vacío se volvía insoportable, me encontraba comiendo las sobras de mi propia comida: los restos fríos de aquello que una vez preparé con ilusión, intentando encontrar en ellos algún consuelo, aunque supiera que nunca sería suficiente.

Con el tiempo, comencé a notar un cambio silencioso pero inevitable. La abundancia del banquete que había preparado con tanto esmero empezó a menguar. Al principio, eran pequeños detalles: porciones más pequeñas, platillos que antes desbordaban de sabor ahora aparecían con menos brillo, como si la esencia se estuviera disipando lentamente. Lo que antes era un desfile constante de nuevas creaciones ahora se volvía esporádico. Los platillos que llegaban a la mesa comenzaron a espaciarse, cada vez más raros, como si las ideas y el entusiasmo que me habían impulsado se estuvieran agotando. Había días en los que ninguna nueva receta llegaba, y la mesa, que alguna vez fue un festín vibrante, empezaba a parecer desolada.

A ese declive se sumaron otros signos de desgaste: algunos platos que con tanto cariño había elegido y reparado comenzaron a mostrar pequeñas grietas en los bordes. Una vez elegantes y perfectos, ahora estaban despostillados, con esquinas ásperas que raspaban los dedos al tocarlos. No pasaba mucho tiempo antes de que uno que otro plato terminara rompiéndose por completo, sin posibilidad de arreglo. Era como si toda la dedicación que había puesto en mantenerlo todo en pie ya no fuera suficiente para sostenerlo.

Esa mesa que había imaginado llena de vida y alegría ahora se iba vaciando sin ruido, de manera casi imperceptible. La energía que antes sentía al cocinar y servir comenzaba a desvanecerse, dejándome con una mezcla de frustración y resignación. Sabía que algo se estaba perdiendo, pero no podía detenerlo. Cada plato roto y cada ausencia en la mesa eran como pequeños recordatorios de que, por más que intentara, mi entrega no bastaba para mantener intacto lo que alguna vez fue tan prometedor.

Finalmente, después de todo ese tiempo de espera, un platillo nuevo fue colocado frente a mí. Era algo preparado especialmente para mí, al menos en apariencia, pero cuando lo vi y acerqué las manos, el dolor fue inmediato. Mis dedos estaban llenos de cortes y cicatrices abiertas; cada movimiento, cada roce con los cubiertos, hacía que el dolor punzara como si se clavaran espinas en mi piel. A pesar de la necesidad que sentía, de la urgencia del hambre que me consumía por dentro, me resultaba casi imposible sostener la comida sin que me doliera. El platillo estaba allí, al alcance, pero mis manos heridas ya no podían disfrutarlo, y el deseo de comer se desvanecía entre el dolor y el agotamiento.

Ella notó mi malestar e intentó compensarlo. Comenzó a traer más platos apresuradamente, aunque eran pocos y la calidad no se comparaba con la de los que yo le había servido antes. Había un esfuerzo en cada uno, pero no era suficiente. La comida estaba allí, frente a mí, en porciones más pequeñas y menos cuidadas, como si tratara de redimirse, aunque ya no hubiera tiempo. Sin embargo, mi hambre había dejado de ser sólo física; era un vacío más profundo, uno que no podía llenarse con esos platillos, por más que lo intentara. Por primera vez, incluso con tanta comida para mí, no podía comer. Las ganas se habían marchitado junto con el entusiasmo y la esperanza que alguna vez tuve.

De repente, noté que en su lado de la mesa quedaba sólo un plato servido. Los demás estaban vacíos, como si el festín al que había estado acostumbrada también hubiera llegado a su fin. Ella me miró, y en sus ojos encontré súplica, como si esperara que todo esto fuera sólo una pausa, un momento pasajero. Quería que aceptara su comida, que la probara y, sobre todo, que volviera a servirle más de los platillos que yo había preparado para ella en el pasado. Pero esa espera era en vano. Algo dentro de mí se había roto, igual que los platos que intenté recomponer tantas veces.

Sin decir nada, me levanté de la mesa. Con calma recogí los pedazos de mi losa, guardando lo que quedaba de lo que alguna vez fue un banquete para ella. Antes de irme, tomé el último de mis platillos que quedaba sobre la mesa frente a ella, el único que no había tocado. Fue en ese momento cuando intentó detenerme, sus manos se alzaron en un gesto desesperado, como si quisiera retenerme antes de que me marchara para siempre. Pero ya era demasiado tarde. El vínculo que nos unía se había desgastado más allá de cualquier reparación posible.

La tristeza me envolvía mientras daba el último paso fuera de esa mesa que había construido con tanto esfuerzo y cariño. Sabía que no había vuelta atrás. Me fui con el corazón pesado, no porque hubiera fracasado, sino porque entendí que había llegado el momento de dejar de alimentar a alguien que no supo saciarme a mí.

Al verme recoger mi plato y darme la vuelta, ella se quedó paralizada por un momento, como si no pudiera aceptar lo que estaba ocurriendo. La tristeza en su rostro se transformó rápidamente en frustración, y antes de que pudiera detenerse, jaló el mantel con fuerza, en un gesto desesperado. El tirón fue violento y caótico: la comida que quedaba en la mesa voló por los aires y cayó al suelo con un sonido sordo. Los platos, algunos ya desportillados, se estrellaron contra el piso, rompiéndose en pedazos irrecuperables. Todo el banquete que había preparado para mí se convirtió en un desastre de migajas, salsas derramadas y losas rotas esparcidas por el suelo. Era como si, en su dolor, quisiera destruir lo poco que quedaba, incapaz de afrontar la pérdida sin hacerlo pedazos.

Yo no dije nada. La escena, aunque triste, ya no me sorprendía. Había visto demasiadas veces esos mismos platos rotos, esas mismas migajas, como si cada ciclo de abandono y frustración se repitiera sin fin. Sin mirar atrás, me dirigí a la cocina. Tomé los platos que aún me pertenecían, aquellos que había logrado salvar del caos, y comencé a lavarlos uno por uno. El agua fría se sentía como un alivio tenue sobre las heridas abiertas en mis manos. Mientras frotaba la cerámica con cuidado, empecé también a reparar las grietas que se habían formado con el tiempo, aunque ya no con el mismo esmero de antes. No podía evitar sentir que algo en mí se había apagado: el entusiasmo con el que solía preparar cada banquete ya no estaba allí. Aun así, me obligué a continuar. Sabía que tenía que comprar nuevos ingredientes y volver a cocinar, pero esta vez, lo haría con menos ilusión. Me prepararía para un nuevo comensal, aunque la esperanza ya no me acompañaba como antes.

Mientras yo me ocupaba de mi cocina, la vi desde la distancia recogiendo su propia mesa, arrodillada entre los restos de platos rotos y comida desperdiciada. Estaba recogiendo las migajas con las mismas manos que antes tomaron mis platillos sin vacilar. Parecía atrapada en su propio desastre, tratando de juntar los pedazos como si aún hubiera algo que rescatar. Fue en ese momento cuando apareció alguien más. Un nuevo comensal se acercó a su mesa, con una sonrisa confiada y un banquete ya listo, dispuesto a servírselo sin pedir nada a cambio. Era como si, de repente, todo lo que yo había ofrecido se volviera irrelevante. Mientras ella seguía atrapada entre migajas y fragmentos rotos, este nuevo comensal llegaba con una mesa impecable, preparado para darle lo que yo ya no podía ni quería ofrecerle.

No me detuve a mirar más. Sabía que esta historia ya no era mía. Seguí lavando y reparando mis platos, en silencio, pensando que esta vez no haría promesas ni banquetes desbordantes. Me prepararía para recibir a alguien nuevo, pero lo haría con cuidado, sin regalar tanto de mí que luego no pudiera recuperar.

17/10/2024

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