Fiesta del Conuco Nuevo
Pronto emprendieron el camino hasta la Casa Comunal. Al llegar Quirón encendió su filmadora y comenzó a realizar las primeras tomas. Las palmas que antes viera pintar estaban adornando el espacio donde se efectuaría la ceremonia. Los hombres, con su piel coloreada con múltiples tatuajes y ataviados con collares, cintillos y falderines hechos de la misma palma iban llegando al lugar. La bebida curtida estaba depositada en una canoa extravagantemente decorada con colores y palmas.
Cuando todo estuvo dispuesto, el Kahitana, jefe de la comunidad local, inició con leves cánticos la ceremonia. Muchos jóvenes adolescentes acompañados de los hombres de la tribu aparecieron en una suerte de procesión desde el conuco hasta la casa. Allí enlazando sus brazos izquierdos formaban un círculo mientras que en sus manos derechas sujetaban una especie de flautín; iniciarían el ritual y cumplirían las pruebas que lo llevarían a la adquisición de la sabiduría del hombre verdadero.
El Kahitana danzaba en medio del círculo entonando cánticos de protección y desafío para enfrentar las duras pruebas. El espíritu de aquellos jóvenes iniciados debía fortalecerse por medio de la intervención de las fuerzas supremas que regían el watunna.
Durante esa noche los hombres se embriagaban para realizar las pruebas de picadas de hormigas, enfrentamientos con demonios, mordeduras de serpientes. Era una avasallante y aturdidora entrega por parte de los hombres; mientras que las mujeres sólo ayudaban en la repartición de la comida y la bebida y actuaban como meras espectadoras.
Quirón, sin perder el interés que perseguía, se unió a la celebración con cierta prudencia. No quería beber en exceso para no perder la cordura y seguir paso a paso los acontecimientos. De vez en cuando, apagaba su filmadora y tomaba notas en su libreta. Abstraído y seducido presenciaba fenómenos que desde el punto de vista mitológico explicaban la cosmogonía de aquella estirpe opuesta a la suya. A veces Moroni se le acercaba para conversar. Él indagaba y ella muy espontáneamente explicaba. La inteligencia de la muchacha lo sorprendía; no sólo hablaba con mucha propiedad de la cultura de su pueblo sino que también asumía diferentes posturas frente a las cosas: frente a unas se mostraba irreverente, en otras cuestionadora y muchas las aceptaba con asombrosa convicción.
Al segundo día de celebración Quirón tenía acumulado en gran parte su material fílmico. Los hombres ya estaban en completo estado de embriaguez pero aún así no perdían el seguimiento del proceso. Los espíritus acudían al llamado para fortalecer a los jóvenes que enfrentaban con dignidad y valentía el dolor y el sacrificio. La transmutación poco a poco se producía. Mente y alma de los iniciados absorbían la sabiduría con la cual enfrentarían las diversas circunstancias que debían vivir al ser hombres.
En la tercera y última noche de celebración casi todos los hombres se encontraban extenuados por la falta de sueño, el exceso de licor y el desgaste espiritual al que se exponían. A las mujeres se les permitía beber pero no en la misma medida. Sin embargo, Moroní, en su condición de elegida de los Dioses debía mantenerse incólume por lo que su participación era más de observadora y estar atenta por si con su fuerza espiritual podía ayudar al Kahitana.
Entrada la media noche Moroní se acercó a Quirón que se notaba también un poco cansado; él como no intervenía en el ritual pudo descansar un poco durante esos días. Mientras conversaban a la luz de la luna, en medio de tantos cánticos y danzas, Quirón observaba más bella a Moroní. El reflejo plateado de la luna convertía su pelo en un velo de azabache aterciopelado que resbalaba hasta sus hombros y esos ojos musulmanes que lo cautivaban le ofrecían la profundidad de los más hermosos sentimientos que ella albergaba.
Atendiendo al llamado de su corazón invitó a la muchacha a caminar un poco. Hablaron de ellos, del ritual, del adelanto del trabajo. Cuando sobraron las palabras y las estrellas lanzaron tiernos suspiros, Quirón temiendo un rechazo, se acercó a Moroní y la estrechó suavemente contra su pecho. Sintió en el temblor de la muchacha la genuina emoción de la primera vez. El olor de su pelo lo embriagaba y su piel, en ese estremecimiento tierno-intenso, provocaba en el hombre una mezcla de sentimientos nunca antes vividos. Moroní se sentía desvanecida, diminuta entre los fuertes brazos que la rodeaban. No temía, al contrario, sentía seguridad y plenitud en aquella caricia; como si en ese abrazo se fundiera la emoción de una espera postergada por siglos.
El ambiente se hacía cómplice de la vehemencia con la que ellos asumían ese primer contacto de pieles. La luna sonreía y les ofrecía la brillantez de su luz para cobijar la agitación que convulsionaba dentro de sus corazones. En un tibio roce sus labios se fundieron en un beso acariciante. La ternura que brotaba como manantial del cuerpo de Moroní se convertía en un torrente que ahogaba el ser de aquel hombre. Como nunca antes, él, que había besado tanto, sentía en ese acariciante beso la armonía perfecta de sus bocas. Era como si siempre hubiera besado aquella boca, aquellos labios dulces y suaves lo aturdían y a la vez le hacían sentirse pleno.
Moroní, aunque temblando como un cervatillo, vivió con la más auténtica entrega esa primera caricia. Su boca, que nunca había besado respondía con la impetuosidad de su sangre y con la certeza de que ese era el inicio de un mágico encuentro entre lunas.
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