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Una breve historia del sol

Palabras: 556

Veamos... ¿Qué hay de nuevo a mi alrededor? Nada nuevo, desolación elevándose sobre desolación, a excepción de las pequeñas máquinas de los fastidiosos humanos, que siempre andan viéndome desde lejos como si yo no me pudiera dar cuenta, ¡ja! Aunque es gracioso ver cómo se enojan cuando les envío mis tormentas solares. Ah, claro, también están los tontos planetas en torno a mí que no hablan o será que no pueden hacerlo, quien sabe.

Comienza mi día y lo primero que oigo siempre es: «otra mañana calurosa», son bien desagradecidos, no dudan en mirar al cielo y tirarme un montón de improperios como si no los oyera, pero sin mí el frío los consumiría; cuando llega el invierno, ahí si me echan de menos. Sería divertido que ellos me escucharan hablar, así podría decirles uno que otro verbo negro mientras los castigo con más de mi calor.

En Egipto están acostumbrados a mi presencia, ya que soy parte diaria del lugar desde tiempos remotos. Desde las primeras dinastías faraónicas, hasta la última, siempre he sido el dominador del corazón del desierto, quemando labios y entumeciendo las venas como el beso de la fiebre. Aquí si me trataron como debe de tratarse a un rey; un faraón impuso un culto a hacia mí, y me alababan como Atón.

Qué buenos tiempos.

Dentro de todo, hay otras cosas que me alegran cada día, como olfatear el aroma de las flores, bueno si tal cosa fuese posible, eso es algo que el viento puede sentir, pero puedo observarlas, que no es algo despreciable. Aunque las flores son tan mudas y extrañas, ellas se alegran cuando llego, y a pesar de que tampoco puedan oírme, sé que me sienten. Así como las iguanas. ¡Vaya criaturas más interesantes! Todas son altivas, silenciosas y no sienten ni el más mínimo temor al sol. Puedo estar horas y horas irradiando a más no poder, y las muy osadas ni se molestan, por lo que llegué a la conclusión de que les agrado.

Si la tierra estuviera dominada por reptiles en vez de humanos, creo que sería más agradable.

De todos los sitios a los que llego, el mar es uno de los que más curiosidad me da. No sé si es porque mis rayos tempraneros llenan el mar de reflejos grises y plateados, aunque solemnes, haciendo que la inmensidad de las aguas se tiñan de una forma misteriosa, o que debajo de sus cúmulos de espuma pareciera que algo se estuviese sacudiendo en las profundidades. Pero amo-odio el mar, pues a pesar de que mis destellos iluminan todo, nunca he podido ver qué hay más allá de la oscuridad de sus entrañas. Es un fascinante enigma impenetrable.

Más allá de todo, de la soledad que significa ser el sol, de los dramáticos humanos, de los cultos por todo el mundo que poseo, y de la infinita variedad de pequeños e interesantes sucesos cotidianos del mundo, el atardecer es cuando estoy en calma. Incluso me embriaga cierta nostalgia cuando mis brillos atraviesan los troncos de los árboles. Los últimos minutos de mi existencia, cada día, son una danza de calma y dignidad en la pálida luz del atardecer; y después, desde mi cúpula dorada, observo en silencio los oscuros dominios de la noche hasta el día siguiente, como desde eones pasados.

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