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¿Y si te abrazo?

El yeti suspiraba mientras a su alrededor los niños, los jóvenes, los adultos, le miraban embobados.

Allí, en su jaula, con una piel de yak por cama, en un rincón una piedra con un trozo de carne y unas bayas.

Detrás de unas cortinas, oculto a los visitantes, un agujero en el suelo donde hacía sus necesidades.

—Es enorme —comentaba asombrado un niño.
Y no era para menos: una mole de músculos que se adivinaba debajo de su pelaje gris.

—¿Es macho o hembra? —susurraba una señora en voz baja, un  poco sonrojada, pues el pelaje impedía distinguir ningún atributo sexual.
—Será macho, no se le notan pechos —contestó también bajito su acompañante, mientras la señora asentía.

El yeti se tumbó en su piel de yak.
No esperaba esto cuando decidió bajar de la montaña, huir de su soledad y contactar con estos seres arropados con vivos colores, que emitían ruidos alegres y se agarraban unos a otros.
De todos los animales eran los más parecidos a él, pero cuando se acercó a un grupo huyeron gritando, ante su desconcierto y tristeza.

Pero unas lunas más tarde volvieron muchos, le clavaron algo y se durmió sin darse cuenta; cuando despertó estaba atado; durante no sabía cuánto tiempo le habían vuelto a pinchar y a meter en cuevas pequeñas, frías y brillantes. A veces con ruidos, otras con luces que le cegaban.

Después le llevaron ahí, un lugar en el que no notaba el paso de las estaciones, pero que reproducía su cueva hasta el mínimo detalle.
Sabía cuando era de noche porque ya no iban visitas, y todo se quedaba iluminado con unas luces mortecinas. El silencio le molestaba. Ni viento, ni insectos: nada.
Una lágrima rodó por su rostro.

—¿Está... está  llorando? —preguntó el niño asombrado de su tamaño.
—¿Cómo va a llorar? Es un animal —desdeñó su padre—, anda, vámonos que te tengo que llevar con tu madre.
Y cogiéndole de la mano le arrastró.

Pero durante días el niño no dejaba de pensar en el yeti ¡se le veía tan triste!
Y decidió pasar a la acción, engañó a su padre y a su madre, diciendo que dormiría en casa del otro, fue fácil porque apenas se comunicaban.
Se encaminó al laboratorio–museo, y se escondió en un cuarto de avituallamiento que apenas se usaba.
Cuando todos se fueron salió y se encaminó hasta el yeti, sentado, tan triste como siempre.
—Psssh.
El yeti alzó su rostro y se asombró de esa visita a deshoras.
Vio como el pequeño ser le hacía un gesto con la mano.
Y despacio, pues no quería asustarle, se acercó avanzando de rodillas.
El chico sacó un plátano y se lo dio.
—No sé si te gustan —dijo un poco avergonzado.
El yeti hizo una mueca, al niño le pareció una sonrisa, y con cuidado cogió la banana, dándole un mordisco con cáscara y todo.
El amargor de fuera le resultó desagradable, pero lo de dentro era blando y dulce, así que desechó la cáscara.
El niño rió.
—Claro, hay que pelarlo hombre. Ahora me tengo que ir.
Volveré.

Ninguno de los dos sabía que una cámara de seguridad grabó el encuentro.
Uno de los antropólogos que le estudiaba, al ver la grabación decidió interactuar con el espécimen, pero dejó al niño que le ayudará.

No sabía por que dieron por hecho que no sería capaz de comunicarse.
Poco a poco le enseñó el lenguaje de signos, y un día, el yeti
cruzó sus brazos sobre el pecho.
—¿Qué dice? —preguntó el niño.
—Que le abraces.

                                    595 Palabras

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