Abrí la puerta y allí estaba ella. Me miró con sus ojos enrojecidos por el llanto y sin preguntarle nada la abracé.
El tiempo se detuvo entonces, sus lágrimas fluyeron y absorví todo el dolor que fui capaz, aliviando así su alma y condenando la mía.
No recuerdo cuánto tiempo estuvimos abrazadas, pero juré que nadie le volvería a hacer daño.
Cuando consiguió serenarse me explicó lo que ya sabía...
Él estaba muerto, le había pegado por primera vez hacía una semana, la noche anterior salió a beber y alguien lo había acuchillado mientras estaba ebrio. La dejé en la sala mientras preparaba un café y, de paso, escondía el cuchillo manchado de sangre.
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