NIEVE
Partí desde el refugio a las 11 de la noche, me acompañaron dos guías. La altura era considerable, el frío intenso y la emoción sublime. Camino despacio y me falta el aliento mientras voy subiendo tras una hilera de luces que se pierden. Necesito realizar una respiración por cada paso. Me mareo pero me niego a abandonar, paro un momento, froto mis manos enfundadas en los guantes para activar la circulación y observo a personas fuertes, en buena forma, que deben regresar... Maldito el mal de altura. Las piernas duelen y en medio de la oscuridad echo de menos a mi esposo, que quedó atrás. Por él sigo ascendiendo. No puedo pensar con claridad pues nos acercamos a la cima y hay poco oxígeno, el camino, cada vez más abrupto, pone a prueba mi resistencia, las rocas se interponen y mis rodillas gritan en mi mente, «deténte, ríndete, ya no podemos más » . No les hago caso, sigo forzando... De pronto, quizás sea un sueño, pero veo un letrero y me dicen que he llegado. Lágrimas de emoción escapan. La respiración caótica, el dolor de mis articulaciones... Todo queda olvidado ante la imagen que veo ante mí: Las nieves eternas del Kilimanjaro.
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