Un beso pasional

Deslizó las manos por su alma y con sus dedos, la quemó.

Ella subió su camisa con suavidad tomándola de los bordes azules, su torso se abrió camino hacia arriba y se perdió en la infinidad. Llevó sus indulgentes manos a su rostro y rozó con ellas las mejillas frías de él. Sus ojos verdes se agotaron en su propia existencia y se cerraron en un intento de disfrutar el placer.

Pasó luego a su pantalón, que se dejó caer al suelo y se empapó con el líquido que enrojecía la madera; del que su esposo aún no se había percatado; de ello y de lo húmedo que estaba su suéter negro en sus muñecas.

El chico soltó un largo jadeo que vino desde lo más profundo de su garganta y se escapó ruidosamente por su ácida lengua. Habiendo escuchado y visto esto, la chica (pensando que el momento adecuado), tomó el fierro de metal que reposaba aún en la cama, lo alzó en el aire con ambas manos y lo asestó con todas sus fuerzas en su cabeza. La expresión de su esposo fue tan efímera, pero tan jugosa que deseó que durara más.

El fierro se incrustó tan fuerte que su cráneo se hundió formando un agujero de donde salió, a trompicones, una sangre espesa y de un intenso carmín.

Y su muerte sucedió.

Lo besó, sellando de alguna forma aquella etapa. Llevó sus tiernos labios a los secos suyos y pasó su lengua por ellos, humedeciéndolos; dándoles un poco de vida como compasión a la que quitó.

Por último, tomó un encendedor y lo sostuvo debajo de las cortinas. La casa ardió en llamas y ella se sumergió en ellas, tratando de encontrar consuelo en el fuego; su único amante y el único que le fue fiel hasta el final.

Para cuando la policía llegó, en medio de una casa hecha casi en cenizas, encontró tres cuerpos. Eliza, la mujer que parecía a ver matado a los otros dos, su esposo y una mujer desconocida. Todos excepto Eliza, asesinados.

Los periódicos explotaron describiendo cada detalle al límite de lo moral que pudieran capturar, pasó por bocas de la gente exterior como un hecho trágico que perdía valor al repetirlo el día siguiente; las familias lloraron, culparon y excusaron a los, ahora, cadáveres en sus cajas de madera.

Las mentes se enriquecieron por el morbo, el amarillismo lo desgastó y el tiempo consumió: tal y como el fuego lo hizo con Eliza y su poca cordura aún en vida.