En la cima del árbol
Llegaba el día de la cosecha a nuestro pequeño pueblo y cada uno de nuestros obreros se encargaba de la reconstrucción tras la masacre de ayer. Las víctimas en la batalla habían sido de un solo bando: el nuestro. Pocos de los cuerpos fueron recuperados, sin embargo, al caer la noche habría más por recoger. Los caídos eran nombrados campeones por nuestra reina, ya que, si nos hacíamos con la victoria, sería gracias a ellos. Pero de nada importaba la lucha si nuestra reina moría.
Por otro lado, no todos corríamos el mismo riesgo, algunos simplemente se encargaban de la crianza y el cuidado de los bebés, otros, de las necesidades de la reina. Yo, en cambio, junto con unos pocos valientes que me siguieran, éramos los exploradores. Lejos de la guardia real, los exploradores se convertían en blancos fáciles para emboscadas en el exterior, pero éramos imprescindibles. Sin un buen explorador, el pueblo entero moriría.
Cuando yo o unos de los míos hallaba nuevas tierras fértiles o recursos los cuales se pudieran explotar, la camarilla era quien decidía el nivel de peligro para con el trabajo. Si el nivel era muy alto, se descartaba toda opción de saquear aquellos recursos. En cambio, si el peligro era nulo o los recursos valían el riesgo, la camarilla se encargaba de dar las órdenes a los obreros para que se dirijan allí y, en un caso excepcional, también a la reina. Un error de un explorador seguido de uno de la camarilla daba por resultado nuestra situación, guiándonos hacia la extinción.
Por suerte para nosotros, en el momento del ataque la reina y toda la generación futura se ocultaban en lo más profundo, fuera del alcance de invasores enemigos y de monstruos. Pero pronto se acabaría la suerte; nuestros niños nacerían en el caos de una guerra y, si la cosecha no era lo suficientemente grande, todo se perdería.
Cuando volví de mi última exploración le comuniqué mis hallazgos a la camarilla, que aceptaron mi propuesta casi inmediatamente; desesperados. El lugar que hallé solo era comparable con una historia de Lovecraft y la ciudad ficticia de R'lyeh: paredes como murallas, puertas ciclópeas, grandes almacenes repletos de comida y, lo mejor, no había rastros de ningún tipo de invasor.
En secreto, la camarilla comenzó a reunir a los más indispensables antes de que cayera la noche. El pretexto que usaron fue poner a salvo a los niños y al resto que no lucharía para así poder ganar aquella guerra con las menores bajas posibles, pero lo que no sabíamos quienes los seguimos era que el plan de ellos no era ganar la guerra, sino sobrevivir. Si la reina sobrevivía, todos lo hacíamos.
Durante aquella huida disfrazada de valentía, todos observamos como la bestia volvía hacía nuestro antiguo hogar mientras las últimas luces del sol se apagaban. Pasando por nuestro lado durante el descenso, la amorfa criatura escaló el árbol hasta la cima utilizando sus diabólicas garras. Cuando por fin llegó ninguno de nosotros se atrevió a echar la vista hacia atrás, tal vez por vergüenza a que alguno de ellos sobreviviera.
- ¡Mamá! -Gritó un niño en su patio, en un mundo ajeno a esa guerra. -Hay una ardilla en el árbol. ¡Ven, mira! Creo que también tiene problemas con las hormigas.
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