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Reflejo

No sé cuánto tiempo pasó allá adentro, porque la monotonía se encargó de mezclar días y semanas. No sabía si era lunes o jueves, hace cuánto había comido pescado o lavado las sábanas. El tiempo se congeló lo vivido allá adentro fue una pausa de esta vida que corría a mil por hora. Volver era extraño, todo parecía más luminoso, más grande y lleno de oportunidades que ahora sí aprovecharía a concho. Ya nada saldría mal.

La gente parecía más viva, alegre y con más ganas de comunicarse, con un brillo extraño en los ojos por todo ese tiempo en el mismo lugar, pensando en lo que era suyo, su gente y costumbres, aprendiendo a vivir con las diferencias que tenían sin poder escapar de ellas. Yo lo pasé mirándome fijo al espejo de cuerpo completo, como un juego al principio pero un ritual después, odiándome por estar sola, aferrándome con fuerza a mis gatas, insegura de los círculos que tenía e intentaba mantener, y furiosa conmigo misma, con todas esas cosas que notaba en mi reflejo, esos gestos o detalles en la cara y en mi forma de actuar. Miré a esa otra Vera y le dije que la quería, que la odiaba, que envidiaba a quién era y soñaba con otra para después, hasta que llegué al punto de mirarla con miedo, porque estaba demasiado expuesta a su mirada, resaltando mis defectos, ocultando virtudes, masacrando mi autoestima al hacerme ver todo lo que estaba mal en mí. Fue una lucha encarnecida, de miradas y gestos, pero pasaron los días y comprendí para qué servía, y ahora el mundo exterior sería espectadora de ello.

No sacamos nada con prepararnos en exceso porque cualquier cosa podía pasar, tampoco con quedarnos pegados en el pasado que ya no podíamos cambiar, y saltamos tanto entre uno y otro que olvidamos lo que había en medio, ese presente constante donde estábamos parados pero que ignorábamos, esa oportunidad única de decidir y cambiar, de hacer sin pensar. Pasé demasiado tiempo encerrada con mi mente, y sabía que si salía de esa sería por algo nuevo, algo de lo que no me arrepentiría.

Con eso en mente inicio mi nueva vida. Respiro profundo antes de salir del ascensor y pongo mi mejor cara para saludar al conserje.

—Buenos días. Al fin libres, ¿eh?

—Sí, sí, buenos días señorita... —me mira con una mezcla de alegría e incomodidad, seguro porque llevo dos años aquí y no habíamos intercambiado más de un par de palabras.

—Vera. ¿Y usted se llama?

—Jaime

—¡Un gusto Jaime! —saludo con un gesto tonto de la mano que nunca había hecho, pero no me importa.

De la misma forma saludo al guardia del metro, a la persona a mi lado en el asiento, sabiendo que aquellos gestos parten forzados de a poco se hacen parte de la vida. La energía corre por mis venas, no como antes, que con suerte podía llegar al medio día sin dos tazas de café y no podía esperar para volver a casa, ese lugar al que ya no quería llegar.

Mantengo una sonrisa radiante todo mi turno, tanto a las viejas gruñonas como a los clientes indecisos, y es que no me interesa lo que piensen luego, si se fijan en mi chasquilla o les molestan mis cejas. Quizás no las vea nunca más así que no tengo de qué preocuparme, o si lo hacen ahí veo qué pasa. Sigo con lo mío, y hasta mi jefe me reconoce por andar más radiante qué de costumbre. Qué considerado.

Me junto con amigas en la tarde, como habíamos acordado, y verlas en persona se sintió como un balde de agua fría, una lluvia de emociones que nos llenaba a todas por igual. Nos abrazamos largamente y estuvimos horas poniéndonos al día en las cosas de la vida, en las penurias que habíamos pasado y los problemas que habíamos tenido, pero felices de poder retomar la vida pausada y sacarle el mayor provecho. Me siento más cómoda que nunca, sin esas preocupaciones constantes del qué dirán, y sin darme cuenta empiezo a hablar de los miedos que tengo con el exterior, de lo mucho que me reprimo cuando no sé qué hacer y que quiero cambiar desde hoy en adelante. Ellas también sienten que todo cambió, que podemos aprovechar esta situación, y con esa idea en mente vemos una mesa cercana con algunos chicos riendo, y después de unas miradas, alcohol y sonrisas lejanas trago saliva al ponerme de pie.

—Voy a saludar —les digo apretando los dientes con una mueca y ellas se ríen.

Avanzo sin saber qué hacer porque todo es nuevo. Me acerco y fuerzo nuevamente mi sonrisa, los saludo sin miedo y los invito a compartir mesa, cruzo miradas con el que más me gusta, de pelo castaño, contextura media y bonitas orejas, y luego de mirarse un rato acceden. Vuelvo a la mesa, les cuento sonriendo y al poco rato llegan tres de cuatro, pues el otro se iba. «Qué aguafiestas» comento en voz alta y reímos de la nada. Hablamos de todo y de nada al mismo tiempo, compartimos tragos y nos relajamos mientras las miradas siguieron con Pablo, el chico de las orejas, hasta que antes de irnos compartimos teléfono para hablar en otro momento. Quién te viera y quién te ve, Vera.

Llego a casa respirando profundo para no perder el equilibrio, saludo de mano y de lejos a Jaime aunque no entiendo su gesto levantando una ceja, y en casa las gatas esperan comida y la cama una buena echada, cumpliendo como puedo con lo primero y con ganas lo segundo. Paso de largo por el gran espejo de cuerpo entero de mi pieza y me dejo caer sobre el colchón y sábanas, sin poder quitarme la sonrisa de encima.

Despierto pensando en el contraste entre estos días, en cómo todo se sienten diferente mis actos y sus consecuencias. Un nuevo día, un mar de posibilidades que miraba de lejos y dejaba pasar, pero me prometí no pensar en eso sino que aprovecharlo a concho.

—Buenos días, Jaime, ¿todo bien?

—Sí, buenos días, señorita... —me mira juntando las cejas, confundido.

—Vera

—Sí, sí, claro.

Cierro un poco los ojos, pero no parece estar bromeando. Me acerco y le pregunto cosas triviales como cuánto lleva en el edificio, si vive muy lejos o en qué curso van sus hijos. Se suelta y se muestra preocupado por las notas del hijo menor, de sus problemas en matemáticas, que está repasando fracciones para ayudarlo, y sin darnos cuenta nos reímos de cualquier cosa como si habláramos todos los días. Miro la hora, me despido con grandes sonrisas y nuevos gestos de mano.

El mundo afuera es distinto, y ya no pienso en lo que dirán de mí en el metro, en la fila del supermercado o esas colegas chismosas que se ríen y murmuran después que paso cerca. Luego de largas conversaciones con el espejo a cuerpo completo decidí que era suficiente, que no me definiría por lo que el resto pensara sino por lo que yo quisiera. Ando con poco maquillaje, mostrando mi cuerpo no esbelto sin ningún miedo, sonriendo porque quiero y la vida es buena cuando la fuerzas a serlo. En el trabajo trato a los clientes con mi mejor cara, porque me interesa que tengan una buena experiencia, e incluso a esa vieja gruñona la recibo de buena gana, aunque no acepto que siga refunfuñando por cualquier cosa. Se lo digo y se altera, seguro porque nadie le había dicho que estaba mal lo que hacía, pero no me importa cuando se va tirando humo. Mi jefe me mira de lejos y niega con la cabeza, le alzo los hombros con una sonrisa falsa y continúo sin que nada de eso me afecte.

En el almuerzo me acuerdo del chico guapo del otro día, y no temblé entera como lo habría hecho al sacar el teléfono para mandarle un mensaje. «Esperaba que me hablaras primero, Pablo», le digo junto a una carita de pena, pero a los minutos responde sin saber quién soy. «Vera, del otro día en el bar. Me gustaron tus orejas» Le cuento sobre las risas y tragos, las historias que compartimos y los detalles que me contó de su vida, pero sigue sin acordarse, como si no hubiese pasado. Lo invito a salir más tarde, para que recuerde mis curvas y, quien sabe, conozca mis labios, pero sigue a la defensiva pidiendo que le deje de hablar. «Tú te lo pierdes, tarado», respondo, con un emoji sacando la lengua.

No sé, tal vez está casado y se dio cuenta tarde que no debió darme su número, tal vez no le gusté tanto como lo demostraron sus ojos que me recorrieron entera, o tal vez es de esos que se sienten amenazados cuando una mujer toma la iniciativa. Qué se yo, y qué me importa de todos modos, pues él se pierde la oportunidad de pasarla bien conmigo. Llego a casa tarde, pero sola.

—Buenas noches, Jaime.

—Buenas noches, ehmm... —recorre el mesón y sus papeles como buscando una salida.

—Vera, Vera. Vamos, hablamos en la mañana.

—¿En serio?, lo siento...

Le hago un resumen de nuestra conversación, le repito unos cuantos chistes y le comento sobre los repasos de matemáticas. Me mira agrandando los ojos, tomando ligera distancia, como si le estuviese leyendo las cartas y le acertara. Tiro un salvavidas sobre las cosas que hacer, tomo el ascensor mirándolo fijo hasta que se cierran las puertas, contemplando esa expresión de desconcierto que no esperaba que tuviera.

Tiro la cartera y los zapatos al sillón, haciéndome un trago que me ayude a bajar los humos. ¿Qué les pasaba a todos?, es como si esas cosas no hubiesen pasado. Cierro los ojos, respiro profundo y recuerdo que nada de eso importa, que cada día es una aventura, y esas cosas que prometí debía cumplirlas yo primero. Miro a ese rostro angustiado en el espejo de cuerpo completo, y lo aborrezco. No, me fuerzo a dejar de pensar en ello, descarto la posibilidad de volver a esos momentos. Esta es una nueva oportunidad, un reinicio, y si es así como va a ser entonces le sacaré partido. Asiento y mi reflejo lo hace aunque un poco más lento.

Mientras bajo por el ascensor suelto el aire despacio, pienso en todas las cosas maravillosas que pueden pasar, en todas las oportunidades que están ahí afuera, listas para quien decida tomarlas, y dejo de lado esas dudas tontas a las que estaba acostumbrada.

—Buenos días, Jaime —lo miro un segundo mientras tuerce la cara— Vera, por cierto. Que tengas un gran día y cuidado con esas fracciones, ¿eh?

Salgo antes que pregunte otra cosa, aunque su cara confirma que no entiende nada. Lo ignoro y sigo, saludo a todos en la calle con una amplia sonrisa que no se me quita con nada. Cruzo en amarillo y le muestro el dedo del medio a los conductores, corro media cuadra hasta que me canso y no me importa verme ridícula. Voy al trabajo y saludo de un grito a todos antes de empezar la jornada, me río de las caras raras que ponen los que me conocen y las incómodas de los que no, pero mantengo la compostura y saco una gran sonrisa cuando llega la avalancha de clientes, que trato como reyes. Y pensar que antes no me gustaba lo que hago.

—¿Pasa algo, Vera? —me pregunta Patricia en el descanso— Te ves distinta, como más alegre.

—Me siento distinta —exagero la sonrisa mostrando los dientes— ¿Sabes cuál es el secreto? En realidad todo esto me importa una mierda.

Reímos y le comento sobre el chico de las orejas. Me mira extraño como si no tuviese cómo saberlo, y luego de repetirle lo que pasó ese día junta las cejas.

—No estabas ahí, Vera, nunca vas cuando te invitamos.

—Pero estuve, y nos reímos. Fui a la mesa de esos chicos y los invité a unirse.

—¿Cómo sabes eso? —tragó saliva— Fue... Tamy, ella los invitó, sí, pero tú no estabas. ¿Nos espiaste de lejos?

—Ja, ja, muy graciosa. Olvídalo —la dejo ahí parada y voy por un café, o lo que sea que me saque de ahí.

Respiro profundo, agitando los pensamientos y dejando ir las preocupaciones. Qué importa. Casi al final del turno atiendo a un tipo que no entiende cómo usar sus beneficios, qué ocurre con los porcentajes y dónde es mejor atenderse. Le explico todo de nuevo, le marco el detalle en los papeles, y cuando el reloj marca la hora de salida lo miro ahí sentado, sin querer entender nada. «En fin, buena suerte con eso, imbécil», le suelto mientras tomo mis cosas. Me despido del resto, marco salida y salgo sin mirar atrás.

Llego a casa y le doy las buenas noches a Jaime, le tiro un beso de lejos antes que se cierren las puertas del ascensor y cambie de nuevo la cara, esa que ya me tiene acostumbrada. Cierro mi puerta y suelto el aire como si estuviese atrapado todo el día, lo veo irse lento de mi cuerpo y cubrir todos los muros, bajando el ritmo del mundo y mi pecho. Destapo una cerveza y me siento a ver la tele, pasando canales que no importan hasta que agarro una buena película. La miro pero no la veo, porque mi mente va de un lado al otro, tratando de encontrarle sentido y a la vez de quitárselo. Cierro los ojos por largos segundos y respiro profundo, alejando las cosas malas y quedándome con las otras, con el mundo que está bajo mi control.

El día siguiente compruebo que no pasa nada, o más bien no pasó, o no importó, o lo que sea. El conserje no se sabe mi nombre, mis colegas no hacen ningún comentario sobre mis gestos, Patricia me habla como si nunca la hubiese acompañado después de la oficina, y así es que mis acciones poco le importan al resto, mi nombre es sólo un susurro en sus cabezas, una bruma que pasa y se aleja. Me río más fuerte, hago comentarios obscenos o me quedo callada todo el día, no importa porque nada se queda, es casi como si no pasara salvo que yo sí lo entiendo, sí lo vivo y disfruto sus caras sorprendidas, sus excusas extrañas, sus reacciones apresuradas ante cosas que no esperaban.

Salgo y tomo, me río, cortejo, me excedo y al otro día despierto con un hacha en la cabeza que nadie sabe cómo llegó ahí. Pruebo pilates y yoga, me caigo y no me doblo lo suficiente, pero con los días mejoro y ellos ni se enteran. Cocino y se quema todo, sigo intentando y no tanto, hasta que un día logro una tartaleta lo suficientemente buena como para compartirla en el trabajo, y todos comentan los sorprendidos de mis habilidades culinarias, el talento innato que tengo. Me quedo en casa unos días mandando a la mierda a mi jefe, porque estoy enferma o algo así, y al otro día vuelvo como si nada pasara, pues así lo entienden. Me sobo las manos como mosca con un plan maléfico en curso, y es que es cosa de salir una tarde para darme cuenta que puedo hacer lo que quiera, que soy libre y no hay repercusiones.

Salí una tarde con colegas, perdí adrede en varios juegos de borrachos, y el ron se me subió a la cabeza más rápido de lo que esperaba. Piropeé al mesero bordeando la decencia, y cuando se hartó de nosotros nos reímos fuerte, pidiendo disculpas que en verdad no sentía.

—Estoy sorprendida —dijo Patricia, alzando su copa—. No esperaba que fueses tan divertida.

—No tienes idea —le guiño un ojo, pensando en alguna travesura—. Tú también te ves muy bien.

—¿Disculpa?

Le acaricio el brazo con un dedo, le digo que estoy sola, que los hombres son todos idiotas, que no escuchan, que no aman, y que ella en cambio es hermosa, libre de hacer lo que quiera, una flor a punto de abrirse. Tal vez juntas podríamos pasarla bien, entendernos y probar cosas nuevas ¿Cuál es el problema? Se para indignada, toma sus cosas, se despide y me dice «perra» en un susurro. La apunto con mi vaso, le lanzo un beso y lo tomo de un trago. Mañana tal vez, o quién sabe.

Hasta yo olvidé lo que siguió. Hay un martillo hidráulico en mi cabeza, y sumado a la garganta seca tengo una mezcla horrible de hambre y asco que me confunde. Armo las piezas de a poco entre las sábanas sucias, el baño con manchas de vómito y el maquillaje corrido, pero a pesar de las oportunidades afuera el cuerpo no quiere seguirme. Después del tercer vaso de agua recupero un poco la compostura, y al pasar por el espejo de cuerpo completo veo mi reflejo más encorvado de lo que me siento.

—¿Y tú qué miras? —le digo forzando una sonrisa que me estira las mejillas y hace que las sienes lancen choques eléctricos. Reconozco mi pelo castaño ondulado, mis curvas que se sienten fuera de lugar, mis ojos acaramelados que desentonan con las cejas más anchas que el resto, y de igual forma siento una nube encima, un peso invisible que cae sobre mis hombros, unas ojeras de mal sueño y la mirada perdida, como si la vida no fuese como la quería.

Siento el pecho apretado mientras los ojos se clavan en el otro lado, y por un instante el esfuerzo para desviar la mirada es demasiado grande. El pecho sube y baja con fuerza, trago abundante saliva, y la sensación de estar fuera de lugar me cubre del pecho a los brazos, subiendo por el cuello como un golpe frío que me lleva.

Aprieto los dientes y logro moverme, y apenas lo hago tomo bocanadas de aire como si saliera de la piscina. La pasadez en el pecho se va diluyendo y con ella las preocupaciones, pero no puedo evitar pensar en cómo las cosas pueden ser peores que antes, cómo la opinión del resto volvió a ser importante por un instante, cómo las dudas eran mayores que las certezas y la sensación de estar atrapada en una prisión se quedó un poco más que el resto. Demasiados tragos, me digo, dejándome caer en la cama sin decoro alguno.

Lunes y todo como siempre, Patricia me saluda con la condescendencia de siempre, el conserje no se sabe mi nombre y el chico de las orejas sencillamente dejó de responderme. Salgo a caminar y armo un pequeño escándalo, pateando basureros y asustando gente en las bancas para hacer algo, y después de algunos recados paso a tomarme algo al bar más cercano. Tomo a pequeños sorbos, para que dure antes que el estómago comience a rugir, y veo a lo lejos un grupo conversando animadamente, con esa sonrisa corrida que delata la cantidad de tragos en el cuerpo. Giro los hielos en el vaso, pensando si gastarles una broma, confesarles amor eterno o hacerles una escena de celos copiada de la tele, pero descarto las ideas por el trabajo extra que conllevan. Sólo quiero tomarme otro trago tranquila sin que nadie me moleste, y se lo digo al mesero que con manos hábiles limpia, mezcla y sirve.

—¿Cómo te llamas, mesero?

—Sergio —comenta sin mucho interés.

—Vera, un gusto —tomo un pequeño sorbo que me quema la garganta mientras baja lentamente.

—¿Todo bien, preciosa?

—Sí, y gracias, eres muy amable —le fuerzo una sonrisa que no me sale bien—. No, la verdad es que no, pero qué saco con contarte si lo olvidarás mañana.

Me levanta una ceja como si fuese el comentario más raro que ha escuchado en el día, así que le cuento con lujo de detalles mi emocionante historia. La vida como un mar de posibilidades, el mañana sin grandes consecuencias, y poco a poco va decantando en largos silencios y una que otra nueva anécdota. Le doy una generosa propina que espero disfrute, y camino tambaleando con las manos en los bolsillos del abrigo, el mentón tiritando un poco y la cabeza repitiendo aventuras que ya no parecen tan fascinantes.

Sí, podría haber hecho un montón de cosas distintas, reído de buena gana con ese par de borrachos, saliendo a bailar apretado y quizás algo más, quién sabe, romper unas cuantas botellas por el sólo hecho de hacerlo, pero una ligera parte de mí prefería el abrigo y seguridad de las sábanas. ¿De qué servían las aventuras si después se perdían?, ¿con quién las comentaría más allá de la anécdota? Poco a poco parecían recuerdos remotos, no muy distintas a invenciones, con testigos amnésicos y pobres evidencias. Historias que podría escribir, anécdotas que alegrarían una buena tarde pero no más que eso, porque allá afuera las miradas eran las mismas, los comentarios partían desde el mismo punto, como un reinicio constante de actividades cada vez más tediosas. Pronto dejé de saludar a Jaime porque no tenía sentido, los colegas mantuvieron su desdén salvo algunas excepciones, y aunque supiera mucho más de sus vidas se sentía extraño sacarlas a la luz, porque siempre se ponían en duda. Patricia comentaba salidas a las que sí había ido, pero no sacaba nada con corregirla, y de la misma forma las salidas nocturnas terminaron siendo una ventana de oportunidades que lentamente se disolvían. Muchas veces prefería volver a casa y descansar. ¿De qué servía entonces?

Pasé frente al gran espejo de cuerpo completo y su mirada caída rayaba en lo absurdo, con una expresión tan ida que parecía salida de un funeral.

—A ti te importa, ¿cierto? —por supuesto que no respondió, aunque no pude evitar notar un brillo distinto en la mirada— Tú lo vives todos los días, lo temes, lo esperas, dudas y después sales, pero yo no, ¡yo no!

Me quedo de pie con las manos a los costados, como un vaquero en un duelo esperando desenfundar sus armas. Fuerzo la sonrisa que pongo afuera, la del goce constante en el día a día, pero el reflejo la muestra con una luz tan apagada que me aprieta el pecho.

—Puedo salir allá afuera y hacer lo que quiera, vivir sin esas tontas preocupaciones, sin ese qué dirán que te carcome. ¿Estás feliz?, ¿ah?, porque yo lo soy, y mucho.

El reflejo se queda ahí, expectante, mientras trago saliva y suena por todos lados. Mi respiración se siente fría, mis ojos están cansados, y no puedo concentrarme en otra cosa que en sus gestos, eso que cualquiera tomaría como tristeza pero que yo no sentía, que no permitía que saliera.

Estoy a punto de sacarle en cara más diferencias, como si hubiese atacado y nivelado las cosas, pero algo me lo impide que no logro identificarlo. Todo es tan absurdo como estar ahí parada, como salir y desordenar el mundo, como seguir el día a día sin mayores consecuencias. La vida parece seguir su curso a otro ritmo, obedecer otros códigos que desconozco, y cada segundo que pasa me siento más tonta ahí parada frente a un espejo y mi reflejo.

—¿Eres tú, verdad? —le suelto sin muchas fuerzas, como si las alternativas ya no importaran salvo esa— ¿Lo harías distinto acaso?

Silencio, una respuesta que duele más que cualquier palabra.

Doy un paso al frente y mi reflejo hace lo mismo, doy otro aunque no tenga sentido, pero no choco con el vidrio sino que estoy donde mismo, aunque todo se siente distinto. Me miro las manos y son más claras, siento mi piel más fresca, mi cuerpo revitalizado, como después de largas horas de sueño y un baño de tina. En el espejo la veo con los mismos gestos sombríos, pero con un brillo especial en los ojos cuando mira a todos lados, insegura. Alzo los hombros quitándole importancia, pero ella lo hace con resignación. Ella sale y yo me quedo.

Podría decirle muchas cosas que encontrará allá afuera, pero en el último instante me arrepiento, porque nada saco con mostrar un mundo que no existe, una realidad que no tiene más valor y una interacción que podría no ocurrir jamás. Es una de las posibilidades, claro, pero ya no es la mía.

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