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Rabia

Cada viaje a la facultad transformaba a Juana, mostrándole las diferencias que había afuera para endurecer sus convicciones. Se armaba de valor en el largo trayecto en micro, repitiéndose que tenía que seguir así y cambiar las cosas desde adentro, que sería una gran abogada siempre de parte de la gente, ayudando a los que no tenían nada, a los que el sistema les negaba cosas, a todos ellos que el resto desconocía o simplemente ignoraba.

Llegó con amplias ojeras después de una larga jornada de estudio, de repasar las interminables definiciones para no confundirse de nuevo, porque el siguiente examen sería decisivo para mantener la beca. Necesitaba una nota por sobre el promedio, mantener el nivel en los meses que quedaban y sólo así lo conseguiría. Sólo ahí podría respirar tranquila.

Miró de lejos a sus compañeras, arregladas y radiantes como si nada les importara, despreocupadas como sólo podían estarlo quienes tenían la vida asegurada. Sabía que no eran todas, que más de alguna quería seguir tradiciones y armarse una carrera, pero no podía ignorar verlas tan seguras de sí mismas, sabiendo que si algo salía mal siempre habría otra cosa para ellas, cualquiera.

Pero todo se cortó de un momento a otro cuando la gente dijo basta. En un par de días todo cambió afuera, las miradas se hicieron más rígidas, las conversaciones fueron a otros ámbitos y Juana sintió que todo se congelaba. Los viajes se hicieron mucho más largos, con más problemas para moverse y concentrarse, porque no podía ignorar lo que pasaba afuera y cómo recuerdos terribles de sus papás y abuelos surgían en cada esquina, cómo las noches eran más silenciosas por miedo y la información se acotaba a lo que querían los medios.

Hacerse parte era lo único que podía hacer. Fue a todas las reuniones que pudo en la facultad, poniendo atención a las distintas miradas, a los petitorios internos y también a cómo afrontar lo que pasaba afuera. Estaba segura que su lugar y estudios serían su arma, que el poder de la palabra estaría por sobre el garrote, las ideas por sobre la violencia, y así fue cambiando los repasos por absorber cuanto pudo de entrevistas, documentos y leyes que aún no había visto pero que eran de suma importancia. Cada una de esas cosas reforzó las capas de su interior, dándole herramientas para desenvolverse allá afuera, permitiéndole escuchar atentamente y responder acorde. Era esa la confianza que necesitaba.

Pero los días fueron pasando y nada cambiaba. Fue a cabildos cerca de casa y a reuniones en el centro, donde reconocía sus miedos en otros, que había una fuerza conjunta que remaba para el mismo lado, pero bastaba salir un rato para darse cuenta lo distinto que era. Mucha gente sentía lo mismo y se mostraba descontenta, muchos gritaban como ella y hacían latente su enojo, pero pronto las voces eran calladas con golpes y atropellos, con gases y chorros de agua, y todo partía el día siguiente como si nada. El ciclo comenzaba de nuevo y los comentarios abundaban, las posturas se hacían más claras, los problemas se analizaban a fondo, y Juana se nutría de cada cosa aumentando sus capas, confiada en que sólo pedían lo justo, que había grandes diferencias que tenían que ser revisadas, que por demasiado tiempo se mantuvieron tal cual y nadie había dicho nada.

El desgaste, sin embargo, se hizo cada vez más latente, y en muchos casos los verdaderos rostros se hicieron presentes. La facultad dejó de flexibilizar horarios, los profesores exigieron asistencia y los exámenes mantuvieron sus plazos, y ahí Juana notó cómo rostros comprensivos dejaron de serlo con el tiempo. Sus compañeras habían ignorado la mayoría de llamados, comentado poco y escueto sobre lo que pasaba afuera, y desde entonces se sintió cada vez más alejada de ellas, de la facilidad con la que podían omitir todo y seguir su vida como si nada.

—¿No les importa lo que sigue pasando afuera? —les preguntó un día mientras estudiaban en la biblioteca—. No ha cambiado nada.

—Sí, obvio —respondió una de ellas, con una ceja arriba como si hablara otro idioma—, pero ya se arreglará. Tranquila.

Quiso responderles en detalle que podían ayudar allá afuera, que la gente necesitaba comprender lo que pasaba y ellos tenían las herramientas para explicarlo, pero se le trabó la lengua. Podría haberles recordado los desastres de los últimos meses, la forma en la que los abusos continuaban y nadie se hacía cargo, cómo hacían oídos sordos y respondían con evasivas, pero se dio cuenta que ellas también lo hacían. Ellas y quizás cuantos más cuya vida estaba arreglada, que no necesitaban moverse de donde estaban para seguir adelante, seguros que todo lo que la gente gritaba y pedía era innecesario, porque sus vidas seguían perfectamente sin necesidad de ningún cambio.

Le costó cada vez más concentrarse en los textos y tareas, en los repasos de materias antiguas y los trabajos pendientes. Se forzó lo más que pudo para retener la información, para seguir estudiando y mantenerse atenta a lo que pasaba afuera, pero cada vez era más difícil encontrar un equilibrio entre ambas. En los grupos de estudio le preguntaban qué pasaba y sólo agitaba la cabeza, porque aún no encontraba las palabras para decirles todo lo que pensaba, sabiendo además que nunca lo entenderían.

Allá afuera todo empeoraba, con más golpes y palabras vacías. Los pocos ratos que se daba lejos del estudio los dirigía a la prensa, atenta a las respuestas, las propuestas, los intentos de acuerdos de unos y las palabras vacías de otros. Cada día que pasaba notaba la falta de compromiso, la forma como minimizaban las cosas terribles que pasaban, cómo llegaban reportes internacionales sobre abusos y a nadie le importaba, cómo la gente seguía pidiendo y sacrificándose pero nadie los escuchaba, escudándose en la forma en que la gente reaccionaba en vez de preocuparse del problema que tan claramente gritaban. Trató de encontrar una solución pero su mente estaba agotada, y no se dio cuenta cuando se quedó dormida sobre la mesa, entre guías, libros, cuadernos y el celular lleno de noticias.

Despertó tarde, desorientada y enojada en partes iguales. Fue corriendo a tomar la micro, con el corazón martilleando por nervios más que cansancio, y al sentarse trató de recordar lo que más podía para el examen. La cabeza le daba vueltas y todo se mezclaba, pero por más que lo intentaba no lograba quitarse la sensación de asco de encima. Volvió a revisar el celular por inercia, y antes de darse cuenta estaba leyendo más noticias y reacciones, las iniciativas que podrían ayudar en algo y que no prosperaban, los comentarios de los que habían prometido algo y votado otra cosa, y cómo seguían ignorando el origen de tantos problemas que eran evidentes para cualquiera. Recordó a sus compañeras y la forma en la que veían las cosas, y se dio cuenta que ambas escondían el mismo problema.

—Lo saben, pero no les interesa —susurró y le dolió el pecho, como si decirlo lo hiciera más real.

Miró por la ventana y fue consciente de cómo la ciudad cambiaba, cómo las caras largas hacían eco de lo que pasaba, cómo los rayados en las paredes reflejaban lo que todos sabían salvo quienes tenían el poder de cambiarlo. ¿De qué servían tantos esfuerzos entonces?

Se bajó de la micro y sintió el cuerpo extraño, como si se negara al apuro que sentía. Caminó por las cuadras que quedaban, pero por más que lo intentó no pudo dejar de mirar a todos lados. No quedaba muro sin rayado ni semáforo funcionando, y supo que muchos tomaban eso como excusa para justificar su rechazo a los cambios. Apretó los dientes y siguió, pero a pesar que los minutos pasaban rápido sus pasos eran cada vez más lentos. Subió los escalones y entró a la facultad, sabiendo que afuera se armaban grupos con banderas y pancartas, que caminaban juntos al punto de reunión más cercano.

Y mientras se acercaba a la sala del examen su mente se llenó de imágenes diversas, lejos de los contenidos y ejemplos repasados. Vio a los grandes grupos que se juntaban y gritaban al mismo tiempo, que avanzaban sin otra alternativa, preocupados por lo que podría pasar más adelante. Vio a la gente corriendo asustada cuando los carros llegaban con gases y agua, sobre todo esos grupos que no estaban haciendo nada, y después la forma en que en las pantallas mostraban sólo las piedras como si eso lo justificara. Se acordó de las cartas en los diarios, de las comparaciones absurdas y cómo creían a ojos cerrados que el problema era otro, como si los indicadores macroeconómicos fuesen lo único que importaba. Escuchó de nuevo las declaraciones de gente al mando, cómo insistían que todo estaba bien, que había que adecuarse a las circunstancias, que no pensaron que había problemas reales y ahora la gente actuaba violenta sin razón alguna. Y ante cada recuerdo apretó más los dientes y se le aceleró el pecho, hasta que estuvo a pasos de la sala que ahora se veía tan distinta. ¿Cuál era su lugar allá adentro?, ¿qué lograría después de todo?

—Juana, llegas tarde —escuchó adelante y alzó la mirada asustada, como si la cara de la profesora apareciera de la nada.

—Lo siento —respondió Juana sin pensarlo.

—Está bien, sé que tu viaje es largo. Seguro los tontitos cortaron las calles de nuevo, ¿no? —alzó los hombros como quitándole importancia—. Pasa rápido, te quedan cuarenta minutos.

Su cuerpo avanzó por inercia antes que su mente pensara en ello, pero al llegar al marco de la puerta y ver a sus compañeros con sus exámenes se detuvo en seco.

—No —vio cómo algunos se sobresaltaban y giraban a mirarla, pero ya no le importaba.

—¿Perdón? —dijo la profesora, ahora a su espalda—. Juana, ve a sentarte. Te estoy haciendo un favor.

—¡No! —alzó la voz sin darse cuenta, girando a encararla— Afuera están luchando por lo que es justo y los están golpeando, los están matando pero sólo les importan las calles cortadas, ¿no?

Por segundos el silencio era tenso y nauseabundo, como si nadie respirara. «Comunista», dijo alguien simulando un estornudo, seguido de algunas risas. Juana volteó con los ojos muy abiertos y la mierda hirviendo adentro, y estuvo a punto de llenarlos de insultos que seguro se merecían, pero sabía que no haría ninguna diferencia, que para ellos era sólo un juego, una anécdota de la que se reirían en la siguiente fiesta.

—Debería darles vergüenza. Váyanse a la mierda.

No esperó respuestas y recorrió los pasillos de vuelta, esta vez con toda la fuerza en las piernas. Salió de la facultad a paso firme, enfrentando nuevamente la calle que ahora parecía más viva, con más gente caminando hacia un mismo lugar a pesar del sol incesante. Comenzó a seguirlos respirando profundo mientras su cabeza era un mar enajenado, notando cómo cada cosa en la que creía se destruía. Una a una las capas de su mente fueron cayendo, los llamados a la prudencia y la confianza en la palabra, el valor del discurso y los intentos por hacerle ver al resto que podían cambiar algo, por convencerlos que podían avanzar juntos hacia un acuerdo. Mientras se acercaba a los tumultos fue entendiendo que en verdad estaban solos, que sólo entre ellos se podrían apoyar hasta que su voz sea escuchada, pero que ya no había palabras posibles que lo lograran.

Apretó los puños tan fuerte que se enterró las uñas, y entre la cacofonía del entorno supo que su única opción era gritar más fuerte, pues las capas de lógica y palabras adentro se habían destruido y sólo quedaba la rabia como única arma.

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