Por una crema menos
Adela corrió con su cartera en mano, manteniendo la compostura con los tacos, llegando en metro al trabajo mientras repasaba los puntos a tratar en la reunión a la que iba justa de tiempo. Paró, respiró profundo y entró con la amplia sonrisa de siempre, saludando a todos con el ánimo en los cielos para tener un buen día. Y así fue, mostrando con confianza sus análisis y conclusiones, recibiendo miradas atentas de vuelta y llegando a acuerdos sobre los pasos a seguir. Su jefe levantó un poco una ceja pero no le dijo nada, y cuando salió la secretaría le preguntó si estaba todo bien. Claro que sí, respondió ella, sólo que la reunión la había preocupado un poco pero ya estaba todo bien.
Fue al gimnasio a botar estrés, a fortalecer el cuerpo y recargar baterías, y llegó a casa a tomarse una de sus largas duchas reponedoras. Salió y con la bata encima se miró largo rato al espejo, enfrentándose a su reflejo calmado y seguro de sí misma. Estaba lista para enfrentar nuevos desafíos, para conseguir ese ascenso que tanto quería y merecía, pero luego de sonreír ante la idea se dio cuenta que en el lavamanos había una de las cremas que usaba todos los días, de las que siempre llevaba en la cartera y que se le había quedado en la mañana.
Parecía un detalle pero no para ella, que se mantenía firme en sus rituales, preocupada de hacer todo lo que debía, de encontrar los espacios para el ejercicio y las amigas, para rendir lo mejor posible en el trabajo y así lograr sus objetivos. Pero había olvidado la crema y tal vez por eso su jefe y la secretaría la miraron extraño, aunque aparte de eso no notó diferencia alguna. A pesar que corrió de un lado al otro se sintió con la misma energía, y en su reflejo se notaba tranquila con esa amplia sonrisa que le entregaba a todos, pero lo que pareció una simple anécdota se le quedó pegado en la cabeza, y mientras disfrutaba una copita de vino mirando la tele se fijó en cómo todas tenían un cutis perfecto, casi sin líneas de expresión, con sonrisas amplias y dientes blancos. Pero esas no eran las mujeres de todos los días, no representaban a la trabajadora que se mueve en metro con dolor de pies por los tacos, que se cansa de tanta cosa junta, que olvida una crema en las mañanas y se da cuenta recién en la noche. No, porque ellas eran perfectas.
A la mañana siguiente miró el frasco como un bicho raro, como una alternativa que siempre pensó era parte fundamental de su día, y luego de pensarlo un rato alzó los hombros y la dejó a un lado, repasó la base y los ojos, los dientes y el pelo, salió con toda la gracia que la caracterizaba saludando a todo el mundo, con la sonrisa y el ánimo de quien se esfuerza para alegrarle la vida al resto.
Por algún motivo se sentía más cómoda, como si ese pequeño detalle le quitara un peso de encima. El trato del resto fue el mismo, salvo la secretaria que nuevamente la miró extraño, pero al llegar a casa se aseguró que no tenía mayores cambios, y que realmente no importaba. Con ese espíritu miró el resto de su arsenal de belleza, las otras cremas que usaba como hueso santo, los labiales y delineadores de grandes marcas, la selección de colores para el rubor y sombra adecuados, cuestionándolos. Intentó acordarse desde cuándo las tenía y por qué las usaba, y los recuerdos databan desde tan chica que no encontraba el primero, imitando a su madre y su abuela cuando se miraban con esmero al espejo, conversando con amigas, las peticiones para cumpleaños, la emoción de adquirir los propios con su sueldo, y todo parecía de lo más normal de ese modo porque estaba en todos lados. Pero sus labios no eran así de rojos, sus pestañas no se veían tan largas y gruesas, sus mejillas no cambiaban de tono de forma pareja sino que era todo un molde que había armado con detenimiento, un diseño propio que se adecuara a sus anhelos de toda una vida.
El día siguiente dejó el rimel en casa, y las miradas extrañadas se extendieron a unas cuantas colegas. Había duda y preocupación que hacía innecesarias las palabras, y a veces le hacían pensar que tenía algo roto y no se había dado cuenta. «Son sólo pestañas», se repetía, y ya al medio día se dio cuenta que las miradas eran demasiadas, que el trato ya no era el mismo, que quizás asumían que estaba enferma o lo había olvidado como el otro día. Terminó el trabajo como correspondía, pero el camino a casa lo hizo con una nube negra encima, dudando de sus pestañas, de su cara, de sus decisiones, buscando alguna excusa y pensando que había hecho algo mal. Pero todo parecía en orden salvo sus pestañas, y le dio raba al darse cuenta cómo le afectaba. ¿Es que acaso no tenía control de lo que se ponía encima?
No se delineó al día siguiente y se dio cuenta que era una preocupación menos, pero en el trabajo parecía como si hubiese pasado algo grave por las miradas de lejos. Les devolvió una risa burlona, como retándoles que le dijeran algo, que explicaran por qué le pedían las cosas con más cuidado como si estuviese enferma.
—¿Todo bien, linda? —le dijo la secretaria cuando fue a pedirle una corchetera.
—Mejor que nunca —respondió Adela, entregándole la sonrisa más amplia que tenía en su arsenal.
Después le tocó al labial, al otro día a la base, y antes que se diera cuenta salía más rápido en las mañanas, sentía los pómulos más frescos cuando sonreía, manteniendo siempre la alegría que la caracterizaba, la que antes transmitía a todo el mundo pero ahora llegaba a medias. Seguía cumpliendo los plazos al pie de la letra, pero por extraño que pareciera su jefe se paseaba más seguido por su puesto a preguntarle si todo iba bien, si tendría los informes a tiempo, si no había olvidado la reunión, como si la falta de colores fuertes en la boca la hicieran olvidadiza. Pero Adela sólo le sonreía, porque sabía bien adentro que no estaba haciendo nada malo.
Pero cuando miró su guardarropa con una ceja arriba se detuvo más de lo normal, como si recién fuera consciente de lo que tenía y significaba. ¿Cuántas prendas de ahí realmente le acomodaban?, ¿cuántas le encantaba usar por la forma de la caída, por los pliegues en la cintura, por la comodidad en los hombros, y cuántas mantenía porque se veían bien con la cartera más cara que tenía, porque había sido la tendencia de la temporada, porque a su último novio le gustaba por cómo le marcaba la cintura? De pronto los recuerdos de compras y las conversaciones sobre catálogos se sintieron lejanos, como si fuese otra quien los vivía. ¿Por qué algunas cosas le hacían sentir más bonita a pesar que le incomodaban?, ¿qué era eso de ser femenina?
Entre trozos de pizza sus amigas le recalcaron las diferencias, le dijeron que se veía rara, que no era normal en ella, pero cuando les preguntó ninguna le dio una buena respuesta. Le decían que era parte de la vida, que la mujer se arreglaba para verse bonita, que desde niña aprendían qué combinaba con qué, cuánto echarse de qué cosa y que luego se iba adecuando a las circunstancias. Había normas intrínsecas que todas sabían, cosas que no podía ponerse para una reunión y otras que sólo eran admitidas en las salidas de fin de semana, peinados que desafiaban las reglas no escritas de la oficina y sonrisas que era mejor resaltar para que todos la notaran. Adela las miraba extrañada, como si esas respuestas ya no fuesen suficientes, y a pesar que cambiaron de tema ella siguió pensando en ello, porque pareciera que a nadie más le molestaba.
Una semana sin mucho maquillaje fue suficiente para que se le acercaran a preguntarle si tenía algún problema, como si la falta de rimel significara que algo andaba mal en casa, que se sentía sola y no quería cuidarse, ofreciéndole consejos o incluso su propio maquillaje, pero Adela les aseguró que estaba todo bien junto a una cálida sonrisa. Pasó algo parecido cuando repitió atuendo dos veces en la semana, cuando se puso pantalones más cómodos pero que combinaban menos y cuando cambió los tacos altos por unos más escuetos. La miraban de arriba a abajo, como si los centímetros menos bajaran también su estátus, y le dio rabia fijarse que algunos colegas la miraban de lejos, porque sabía que todos la juzgaban en silencio, en los pasillos, en las pausas después de un saludo, en las miradas indiscretas y las sonrisas forzadas esperando el ascensor.
Pero a pesar de toda esa rabia que crecía no podía ignorar que en el espejo era la misma. Saliendo de la ducha era Adela, sólo Adela, y podía sonreír de la misma forma porque quería, porque estaba bien a pesar que según el resto algo le pasaba. Frunció el ceño y el espejo le devolvió el gesto, pero le hizo ver que esa rabia no era suya sino que venía de afuera, algo que no dependía de ella pero que aún así le dolía. Quiso ponerse lo primero que encontrara y salir corriendo, seguir sin preocuparse de ninguna mirada, hacer su vida ignorando lo que opinaran, pero por más que lo intentaba no podía, porque esa gente que la miraba como un perrito dañado sí le importaba.
Por eso el día siguiente cayó como un balde de agua fría. Mantuvo su sonrisa de siempre, le preguntó a todos cómo estaban, y después de trabajar un largo rato sin despegarse de la pantalla la interrumpieron unos bullicios de lejos. Era su jefe llamando a todos al centro de la sala, presentando con entusiasmo a quien iba a tomar el puesto al que había postulado. Lo conocía de antes, lo había visto en otra área, y luego de un escueto discurso lo siguió con la mirada mientras entraba a su nueva oficina, la que ella merecía usar. El resto siguió como si nada, comentando lo bien que les caía la noticia, y luego de preguntar a varios sobre su historial tuvo que aguantarse las granas de gritar ahí mismo. Volvió a su puesto con el pecho agitado, enterrándose las uñas sin pintar en las palmas, y de pronto los gráficos que estaba armando se vieron completamente innecesarios. Miró a todos lados y se sintió como una extraña, como si el lugar hubiese cambiado y perdiera la comodidad que le daba, pero cerró los ojos un momento para respirar profundo, tratando por todos los medios de no dejarse llevar por esos instintos. La Adela de hace unos meses habría agachado el moño sin chistar, segura que algo le faltaba y necesitaba esforzarse más, pero la nueva no pudo hacerlo, sabía que no era justo, sentía cómo la sangre hervía por sus venas y no podía dejarlo pasar. Se puso de pie lento y avanzó hasta la oficina de su jefe sin preocuparse de las miradas del resto, pues había tenido suficiente de ellas.
—Quería saber si tenías alguna queja sobre mi trabajo —le dijo después de incómodos saludos y soportar su mirada, que se detenía en cada cosa distinta que tenía.
—Ninguna, Adela, eres de las mejores en la oficina.
—Genial —respondió y le entregó una de sus sonrisas más cálidas, con los labios ampliamente extendidos, los ojos cerrados y la jovialidad irradiando por todos lados. Lo volvió a mirar manteniendo esa intensidad en las mejillas—. ¿Algún mal trato, alguna queja por mi desempeño, una mala cara o algo?
—No, no, al contrario —ordenó algunos papeles en el escritorio, miró la pantalla, algunos cuadros, el sillón del fondo y finalmente a ella.
—¿Entonces por qué le diste el cargo a ese tipo? —Tensó la mandíbula y bajó las cejas castañas a la altura precisa para demostrar su seriedad— Llevo más de cuatro años en esta empresa, tomando riesgos, resolviendo problemas, permitiendo que sigamos creciendo y que el resto se sienta cómodo. Tengo la convicción, la trayectoria y el conocimiento para nuevos desafíos, y lo sabes. ¿Entonces por qué?
Dejó la pregunta en el aire satisfecha de su tono, su postura y la convicción clara que no se rebajaría en algo que era justo. Pero los ojos de su jefe parecieron confundidos, y pudo sentir cómo se fijaban en cada cosa que antes tenía, en cada detalle de su rostro y su ropa que se mostraba diferente. Podía sentir cómo los prejuicios le quemaban la piel, cómo se expandían por la oficina, por los muros, por el techo y la habitación entera. Mientras los segundos corrían el ambiente fue mutando hasta ser una masa donde costaba hasta respirar.
—Julián es un gran candidato, es de otra área pero aún así...
—Aún así conoce poco el negocio —cortó Adela, sorprendida de su propio atrevimiento—, tiene menos experiencia en la empresa, menos capacidades para liderar equipos, y aún así lo eliges a él.
Entonces las cejas de su jefe comenzaron a juntarse y su mandíbula a tensarse— Hay muchos factores...
—¿Es esto, verdad? —dijo Adela apuntando a su rostro, sabiendo lo riesgoso de su ataque, lo fácil que era desmantelar su argumento. La incredulidad en los ojos de su jefe parecía hasta ensayada—. Es porque no estoy haciendo lo mismo que todos, ¿verdad?
La voz de su jefe negaba problemas mientras los ojos decían lo contrario. Pero Adela no podía basarse en miradas y sensaciones aunque su certeza era completa. Conocía perfectamente esas miradas que se preguntaban qué pasaba, por qué andaba distinta, qué problemas tenía en casa y si era sensato confiar en alguien así. Lo sabía, lo sentía desde la secretaria en el primer día, lo percibía en los saludos de cortesía y las miradas de lejos. Su jefe lo negó, por supuesto, y poco a poco fueron saliendo más temas a la luz, confirmaciones de su desempeño, retribuciones no entregadas, afirmaciones de su buen comportamiento pero con un pequeño cambio entre medio, y pudo sentir cómo las miradas de todos en la oficina se dirigían a donde estaba cuando subió el volumen y las aletas de la nariz se agrandaron. Fue mirando a su jefe cada vez con más rabia, segura que todo era una injusticia, que merecía más de lo que tenía y ahora se daba cuenta, y antes que alguien pudiera detenerla apretó los puños y negó con la cabeza, su jefe se puso de pie y ambas voces crecieron. Confianzas quebradas, decepciones anunciadas, todo un cóctel de palabras que traían un juicio por dentro, y que terminaron con ella volviendo a su puesto con las cejas juntas y la mandíbula apretada.
La antigua Adela se habría callado, habría aceptado todo y prometido esforzarse el doble, pero la nueva sabía que eso era una gran mentira, que siempre querrían más de ella, que no importaba lo esforzada que fuera, lo eficiente de su trabajo, el buen trato que le daba a todo el mundo si ellos esperaban además detalles que ella no les daría. Miró a todos lados y no pudo sacar la sonrisa de siempre por más que lo intentó, pero se dio cuenta que no tenía por qué obligarse a eso, a seguir dándoles la falsa imagen de una persona amena y fácil de tratar, que tenía problemas como todos, convicciones mayores, y que merecía más cosas de las que le darían ahí.
—¿Estás bien, cielo? —preguntó la secretaria con cuidado, cuando Adela pasó con la cartera llena de papeles y una bolsa con las cosas de su escritorio.
—Perfectamente —respondió ella, y esbozó una ligera sonrisa que era lo mejor que podía hacer, porque esta vez era genuina.
Los números del ascensor bajaron deprisa, y con cada piso la tensión fue disminuyendo adentro hasta llegar a una extraña calma en medio de la tormenta. Salió y avanzó por las ajetreadas calles de la ciudad a media tarde, recuperando su postura erguida como si la hubiese perdido antes. Miró a todos lados con la rabia aún colándose por su cuerpo, pero se dio cuenta que ya no era su problema. La antigua Adela habría llorado de rabia, pero la nueva tenía una llama adentro que no se apagaba, una convicción renovada por las cosas que sí había elegido para ella. Se sentó en una banca dejando que el tiempo pasara, y pareció que el aire que salía de sus pulmones le quitaba más peso del que creía que tenía. Se miró en el espejito redondo que llevaba en la cartera y su reflejo fue el de una mujer pálida, con líneas de expresión en los ojos y mejillas, alguien que seguía sus propias ideas aunque fuese distinto a lo que el resto quería. Se sintió a gusto con lo imperfecto de su rostro, con sus ojos y su nariz con pecas, y mientras se echaba del labial que tenía guardado se dio cuenta que era una decisión tan consciente como cualquiera, que no tenía por qué hacerlo sino que simplemente lo deseaba. Su reflejo de labios rojos la miró con decisión, con la certeza que todo sería distinto, pero que nadie le diría cómo debía verse o actuar para ello.
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