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Platos rotos

El supermercado es de esos males necesarios que muestran lo peor de cada uno, con la gente bloqueando pasillos, los niños gritando y un fuego que me sube por la garganta que respiro hondo para controlar. Avanzo los pasillos sacando los yogures sin lactosa y el queso fresco, el agua mineral y la mermelada sin azúcar añadida, el pan pita o de molde junto con las bolsas de basura que se están por acabar, y unos platos bajos que me faltaban, aunque elijo los más baratos. Mi lista es corta y no debería tomar mucho tiempo, y estoy a poco de acercarme a las cajas para hacer la fila eterna cuando suena el celular en el pasillo de los cereales.

—Diego, ¿cómo estás?, ¿cómo te ha ido?, ¿cómo va el trabajo?

Junto las cejas, porque sé que una llamada así de inusual no es para saber cómo estoy —Bien, en el supermercado. Bien… ¿Por qué me llamas?

—Tan cortante como siempre —escucho una risita de fondo que me hace parar en seco— . Oye, ¿te acuerdas de mi prima, la que viste la otra vez cuando nos juntamos a tomar once?

—Sí…— no me gusta esto, y lo noto en los vellos de la nuca. Sé que vio cómo la miraba ese día— ¿Qué tiene?

—Se llama Karina, por si acaso.

—¿Ah? —la carne de gallina me llena los brazos mientras el pecho sube y baja de nuevo, como en una premonición. Miro a todos lados buscando dónde esconderme, porque cortar el teléfono es de mala educación, y no alcanzo a decidirme cuando otra voz suena del otro lado.

—Diego, hola. ¿Cómo estás?

Y así comienza una conversación que no esperaba tener nunca en la vida, en el peor momento y lugar. La lengua se me traba y las palabras apenas salen, mientras me hacen preguntas cotidianas y de fácil respuesta. Trato de echar al carro las cosas que me faltan pero apenas tengo conciencia del pasillo en el que estoy, mientras la garganta se me seca constantemente sin un maldito vaso de agua cerca.

—Sí… jugué tres veces pero, ehm, me salí— estoy completamente seguro que a ella no le interesa mi desempeño en los juegos de cartas ni los torneos a los que fui.

Comencé a hacer la fila mientras comentaba cosas tan triviales como dónde había estudiado o hace cuánto vivía solo. Le devolví algunas preguntas para que ella contara sus cosas, y en momentos así agradecí no estar frente a frente para que no me viera la frente bañada en sudor. Seguí avanzando mientras me enteraba de cosas que no servían para nada, o de otras que no sé si necesitaba, y entre frases a medias saqué las cosas a la cinta para pagar. El empaquetador hizo todo el trabajo de bolsas mientras pagaba la cuenta con el celular en una oreja, pantomima que siguió hasta que ya estaba dentro del auto, y cuando terminó la llamada me di cuenta que me temblaban las manos de una forma inusual. Creo que es primera vez en mi vida que estaba en una llamada de media hora.

Conduje a casa dándole vueltas a todo, recordando a Karina ese día en la casa de Fernanda, con su pelo tomado y los ojos brillantes. No entendía nada, pero a pesar que se me trabó la lengua varias veces pude continuar una conversación como esa. Todo era muy extraño, a pesar de los años que pasaban, pues aún no lograba controlar esa sensación en el pecho al hablar con alguien, especialmente una mujer.

Señalizo, cruzo lento, dejo pasar a alguien y me tocan la bocina, pero voy con ambas manos en el volante y muy atento a los retrovisores, por si acaso. Llego a casa sin apuro con las bolsas a cuestas, pero mientras las abro para guardar las cosas se me van abriendo los ojos de a poco, hasta casi salirse.

—¿Qué mierda? —Busco rápido la boleta y uno a uno aparecen las cosas que tengo sobre la mesa, pero ninguna es mía. Había vienesas, margarina, papas fritas envasadas, chocolates, galletas, tocino y cerveza de distintas marcas que desconocía, toda una sarta de cosas que simplemente no consumía, y de sólo mirarlas juntas me dio dolor de estómago.

¿Qué había pasado?, ¿por qué?, pensaba mientras seguía mirando las cosas y la boleta, recordando la escena junto a sus pasillos ajetreados y la fila eterna. La conversación con Karina, aunque incómoda, había sido lo más emocionante del día, o tal vez del mes, tanto que perdí noción de donde estaba o algo parecido. Pagué sin mirar siquiera, todo porque escuchar su voz realmente era un goce que no esperaba.

¿Qué iba a hacer ahora? Ninguna de esas cosas me servía, algunas no las había probado siquiera, y la voz de mamá comenzó a resonar en la cabeza con sus reglas y cuidados. Que el colesterol me iba a subir, las caries iban a aparecer y mi hígado a explotar eran sólo algunas, impresas con tantas ganas que ya las tenía automatizadas a pesar que ya no vivía con ella. Pero todo esto sobre la mesa me llamaba de formas poco conocidas, como si hubiese encontrado un manantial en el desierto y supiera de antemano que estaba envenenado. En un parpadeo pasaron por mi cabeza todos esos momentos de niño donde mamá me daba fruta, insistía en que mirara a ambos lados aunque la calle fuese en una dirección, que el botón de la camisa o el largo de los calcetines, el pelo bien peinado y no debía hablar mientras comía. Los recreos eran momentos de introspección mirando de lejos al resto, evitando a toda costa interacciones sociales o juegos peligrosos, y mamá siempre me consolaba diciendo que debía cuidarme, que tenía los huesos frágiles y además ellos no eran la compañía que quería en la vida, que me comiera toda la comida o le dolería que la botara, ¿y no querías eso, cierto?, por supuesto que no. Y aquí estaba, casi una vida después, teniendo que afeitarme cada dos semanas y pasando la mayor parte de mi tiempo en casa, con la camisa dentro del pantalón mirando la vida pasar.

No, esas cosas tenían que irse. Tenía que volver allá y cambiarlas, hacer algo al respecto para que me devuelvan todo y comprar de nuevo. Sí, eso tenía que hacer sin duda, porque de otro modo estas cosas se pudrirían aunque las guardara, ¿cierto? Pero todas las veces que alguien me había ofrecido una cerveza había negado con cortesía, con una sonrisa en los labios diciendo que no bebía, ignorando sus comentarios sin preguntarme nada. Mis dientes estaban limpios y blancos, porque me pasaba hilo dental todos los días, y como mamá prometió los sentía sanos a diferencia del resto, que con sus ingestas de tabaco y otras basuras ya estaban amarillentos. Ya tenía todo resuelto, eso estaba claro, no sé por qué estas cosas me miraban extraño, como si quisieran que les diera otra oportunidad prometiendo que ahora sería distinto, que las gozaría más, que viviría distinto y sin tantas preocupaciones absurdas. Vamos, me decían, estamos aquí en frente y devolverse es demasiado aburrido, muy costoso, ¿por qué no te saltas esas trabas una vez? Una vez. No sonaba tan terrible después de todo, ¿cierto?

Los sabores explotaron en mi boca mientras miraba a todos lados, como si temiera que alguien me espiara. Sabía que estaba mal pero lo novedoso de todo era reconfortante. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que probé estas cosas?, toda una vida sin duda, cuando niño y antes de dejarlas por siempre, cuando me recalcaban que me harían mal y que debía dejarlas. Hice caso y con el paso del tiempo lo fui olvidando, hasta que dejaron de ser un problema y quedaron fuera de mi rutina. La cerveza era amarga y muy extraña al paladar, como si burbujeara, con algo más fuerte al final que me dejó la boca extraña. La dejé un momento de lado pero pronto volví, porque algo inexplicable tenía que me hacía volver por ella. No le estaba haciendo daño a nadie.

Así mismo con las golosinas, que mientras miraba televisión se fueron acabando casi sin notarlo. Entre las muelas sentía el dulzor recorriendo el paladar, las ganas de hacer más cosas mezcladas con un peso en el estómago que no recordaba haber sentido antes. La bebida, sin embargo, me pareció tan dulce como el almíbar, y no pude darle más de dos sorbos antes de dejarla de lado. Pero a pesar de todas esas cosas, buenas y malas, lo que más sentía eran ganas de probar otras. ¿Es esta la adicción a la azúcar de la que tanto hablan?

Con los días fui probando las otras cosas, con cautela, y una tarde estaba intentando acostumbrarme a la sensación extraña de la cerveza cuando casi me caigo del sillón por el timbre. Miré a todos lados sin saber qué pasaba y cuando respondí el citófono recién entendí. Era miércoles en la tarde, y lo había olvidado por completo.

—¿Qué pasa, Diego?, estás raro —Marco me miraba frunciendo el ceño, como si no me hubiese visto todas las semanas por diez años.

Fernanda puso su típica cara gatuna mirándome como si compartiéramos un secreto —Debe haber sido por Karina.

—¿Cómo?, no, nada, estoy bien.

—Sí, claro. Vamos, cuéntanos, ¿se van a juntar?

—No… no sé —recién recordé esa conversación y me di cuenta que eso había provocado todo lo demás— , mañana, sí, un café.

Miré al suelo buscando dónde esconderme mientras los dos hacían ruidos de sorpresa. Había olvidado la conversación y los acuerdos, como si la semana hubiese pasado en un abrir y cerrar de ojos, pero a diferencia de ese día no sentía la falta de aire ni el sudor en la nuca, y tal vez la botella en la cocina tenía algo que ver con eso. La miré buscando que me diera explicaciones, pero en vez de eso el resto que quedaba pareció llamarme.

—Hey, ¿se le quedó a alguien? —Diego parecía divertido con la escena, mientras preparaba el tablero en la mesa del comedor.

—No, es… es mía —apenas las palabras salieron de mi boca sentí como si las dijera otra persona, y de seguro ellos notaron lo mismo— ¿quieren una?

Se miraron como si hablara en otro idioma, como si fuese el primer contacto de un extraterrestre y no sabían si venía en son de paz o con buscando raptarlos para llevarlos a mi planeta.

—¿Desde cuándo tomas? —Fernanda dejó las cosas en la mesa y sonó ofendida.

—¿Y eso qué importa?

—Bueno, es que somos tus amigos, y nos acabamos de enterar. Pero tú no tomabas, entonces, bueno, es raro.

—¿Por qué, no puedo hacerlo acaso?

—Sí, obvio, tranquilo —Marco se puso a un lado con las manos hacia adelante. Ahí me di cuenta que tenía los puños apretados y los solté, extrañado.

—Bueno, ¿quieren o no?, creo que tengo un par en el refrigerador.

—No, estoy bien —Fernanda desvió la mirada y volvió a la mesa, terminando de juntar las cosas y revisando su celular quitándole importancia a todo. Al rato Marco hizo lo mismo, y después de servirse un vaso de jugo se sentó a su lado.

Así continuó la jornada de juegos de los miércoles, con comentarios sueltos pero sin mucho de qué hablar. Entre un turno y el siguiente los miraba y notaba sus caras raras, las pocas bromas pesadas que solíamos tirarnos y las historias inventadas que siempre hacíamos sobre cualquier cosa. Fue una jornada fría y sin mucha gracia, como si ninguno estuviese de ánimo y sólo manteníamos la tradición, y cuando se fueron nos despedimos casi con la formalidad de un evento social en vez de los abrazos efusivos de quienes se conocían de toda la vida. ¿Había sido siempre así o era algo nuevo?, no lo sabía, pero después de guardar todo me terminé la siguiente cerveza y saqué el último paquete de ramitas que quedaba en la despensa. El estómago seguía pesado pero lo dejaba pasar, y más que eso me preguntaba cuándo iría a reponer de nuevo estas cosas que empezaba a disfrutar.

Todo era extraño a mi alrededor, desde mi habitación a los adornos al lado del televisor. De pronto cada cosa se veía más opaca, como sin vida, mientras trataba de recordar dónde la había adquirido y por qué. Todo era extraño, como más viejo, y parecía ser producto de una rutina más que un gusto en particular. Aparte del juego del año o los diseños renovados en poleras no veía cosas recientes a mi alrededor, sólo las que mantenía desde hace tiempo y que fui renovando. La música que escuchaba eran grupos que disfrutaba cuando estaba en el colegio, lo mismo con las comidas, y en esos mismos años Fernanda y Marco eran los únicos amigos que tenía, con quienes íbamos a todos lados y nos preguntábamos qué nos depararía el siguiente día, el otro año o en diez más. Ahora, con todo ese tiempo detrás, la única diferencia era mi trabajo en el banco y la máquina de afeitar en el baño. ¿Cómo había pasado tanto tiempo así?

El día siguiente el trabajo fue una porquería, con las mismas caras largas y los ojos sin vida, los mismos pensamientos de dejar pasar el tiempo hasta que fuese hora de irse. Allá adentro nada nuevo pasaba, nada interesante cambiaba la rutina, y si bien es cierto varias veces se lo comentaba a mis amigos con resignación ya no me parecía tan divertido. ¿Por qué seguía en este lugar si no tenía nada que me llenara, nada interesante más que el pago a fin de mes? Ninguno de mis colegas parecía preocuparle el tema, pues sus rostros sin vida hacían juego con la monotonía, con las nulas ganas de hacer algo más que lo estrictamente necesario, de pensar cómo mejorar la situación, cómo facilitar las cosas ni sacarle mayor partido a la oportunidad. No había nada, y cada uno parecía estar de acuerdo con esto. Con razón apenas llega la hora todos se van a la carrera, y yo también.

—¿Diego?, hola, disculpa la demora —me sorprendió la voz a un lado y recién caí en cuenta que había pasado un largo rato desde que salí y me paré afuera de la cafetería, mirando los techos y árboles como si fuese algo nuevo. Me asustó verla ahí pero no hice ánimo de alejarme, como siempre hacía cerca de mujeres sin saber qué hacer, sino que me quedé parado, forzando una sonrisa.

Me sentía en otro cuerpo, lejos de las cosas que normalmente me asustaban, como si hubiese una barrera que me protegía de las cosas malas, esas que siempre había evitado en la vida. Ella hacía comentarios vagos sobre su día en la oficina, mientras yo hacía lo mismo como si nada importara. Pedí un café grande con salsa de caramelo y crema acompañado de un trozo de torta, y cuando llegó ella lo miró alzando las cejas.

—La Feña me dijo que no comías estas cosas —dijo mientras le servían su recatada porción de galletas.

—No lo hacía, pero no sé por qué —la vi fruncir el ceño y decidí que sería buena idea probar mis pensamientos con ella— ¿Te has preguntado por qué haces las cosas que haces?, ¿por qué te gusta lo que te gusta?

Le dio un sorbo a su café con tanta sutileza que me dejó embobado —¿Dices, por qué me gusta el café?

—Sí, pero también lo que no te gusta. ¿Has probado esta torta, por ejemplo?

—No, ¿me das un poco? —sus ojos se iluminaron de pronto y ahí me di cuenta que estaba en una cita. Sentí las mejillas calurosas mientras ella sacaba un poco con su cuchara —Sabroso.

Tragué saliva tratando de controlar la respiración —Bueno, yo tampoco, ¿pero por qué?, no lo sé, no lo había pensado. Siempre había pasado por fuera de este lugar y nunca había entrado.

—Está bien, ser o no ser. Nunca habías entrado pero ahora lo hiciste, ¿y eso cómo te hace sentir?

De pronto la vi como algo más que una cara bonita y un enigma interior. Tenía miedo, seguro, pero a la vez sentía la necesidad de sacarme las dudas que habían comenzado a surgir. Tal vez era la azúcar en mi sangre. Le hablé de las cosas que había hecho de niño, que seguía haciendo, de los gustos y las otras cosas que había omitido, de la vida que seguía igual que hace años y parecía no querer cambiar. Mientras su cara mutaba de genuino interés a incomodidad yo seguía sacando afuera las ideas raras que tenía, la poca importancia que le di a mi entorno por todo el tiempo, los años que pasaron entre los estudios y que apenas recordaba, las dudas que me generaba no haber hecho tantas cosas mientras el resto aprovechaba, y cómo a esta altura sentía que el tiempo se me iba. De a poco fue importando poco quién estaba al otro lado de la mesa siempre y cuando escuchara, y aunque ella pidió algo más junto con la cuenta quise seguir insistiendo. Le preguntaba cosas porque yo quería responderlas luego, contarle que no sabía por qué había pasado tanto tiempo sin dudar de todo, y cuando comenzó a mirar la hora más seguido me di cuenta que el lugar estaba por cerrar, que habían pasado unas cuantas horas en un abrir y cerrar de ojos.

Se disculpó pero tenía que irse, recordando cosas que tenía que hacer después, y no alcancé a preguntarle si quería que nos viéramos de nuevo pues caminó a paso firme en la otra dirección. La miré alejarse sin entender qué pasaba, con el corazón agitado pero por las preguntas que seguían rondando adentro, y me devolví caminando y dudando de todo lo que hacía, de la ropa que usaba y la música que escuchaba. Maldición, tenía muchas ganas de comer papas fritas y tomarme otra cerveza, como tantas veces veía a los otros y yo siempre negaba con alguna excusa tonta.

Cuando llegué a casa comencé a ordenar, y entre tanto pensar se me soltó un plato y se trizó en un costado. Lo miré largo rato, esperando un ataque de ansiedad como los de antes, pero en vez de eso sentí unas ganas enormes de desquitarme. Lo tomé de nuevo y lo azoté en el borde de la mesa, y mientras los pedazos caían no pude evitar una risa. Era sólo un plato, maldición.

Desde ese día me abastecí con cosas que no había probado antes, embutidos que siempre miré de lejos pero que en el fondo me preguntaba qué tal sabían. Estuve largos minutos mirando todas las marcas de cerveza, pensando en todas las posibilidades de cada una, en las horas que les pude haber entregado pero no lo hacía por desconocimiento. Las llevé y fui probando de a una, ya acostumbrado a la sensación en la garganta que me empezaba a gustar, mirando cualquier cosa en la pantalla como un acompañamiento que no esperaba tener. Era muy reconfortante. Al trabajo llevé bolsas de ramitas, doritos, chocolates y cosas parecidas, que fueron acompañando las aburridas jornadas y dándoles un gusto especial. Le ofrecí a algunos con quienes nunca había hablado, que comencé a saludar en las mañanas por si acaso, y aunque pasaba largo rato con los dedos grasosos dejé de ponerle atención, cosa que hasta hace poco me habría vuelto loco.

—Oye, Ramitas, tenemos partido mañana, ¿te unes? —me preguntó uno de ellos un día, cuyo nombre no había alcanzado a recordar.

—Claro —respondí sin pensar, y acordamos los detalles como si fuese lo más normal del mundo, incluido ese sobrenombre del que me acababa de enterar. Después me di cuenta que no sabía nada de fútbol, a pesar que más de una vez veía al resto pegados frente a la pantalla haciendo comentarios y arreglando las jugadas, mientras que yo no jugaba desde niño, cuando mamá me prohibió salir después de caerme.

Jugué horriblemente, como era de esperarse, pero a nadie parecía importarle ya que ninguno era realmente bueno. Me di cuenta que había vida detrás de esas miradas vacías de antes, que afuera se transformaban y se largaban bromas, reían y se molestaban. Los miraba desde lejos, como el recién llegando que era, e hice lo que pude por reírme de las bromas y pensar cómo responder algunas otras. Al terminar el partido comenzó el tercer tiempo, como lo llamaban, que consistía principalmente en comida chatarra y cervezas en lata, y entonces conocí otra faceta más de mis colegas que probablemente existió siempre pero que yo recién notaba.

Volví a casa con el estómago revuelto y algo mareado, pero con la sensación de haber pasado uno de los días más relajados en mucho tiempo. Saqué una bolsa de papas fritas antes de echarme en el sillón, y casi me atraganto con una al revisar el celular, notando las llamadas perdidas y decenas de mensajes del grupo donde estábamos con Marco y Francisca. Era miércoles, y sin querer me había perdido el ritual que llevábamos haciendo por años cambiando el lugar en cada vuelta, pero no podía sentirme tan mal después de todo, pues al final había sido por una buena causa. Les dejé un «Perdón» en el grupo y me dormí en el sillón, con el ruido de los programas de fondo.

La resaca es una mierda, sobre todo cuando la descubres tan tarde en la vida, cuando el cuerpo no entiende qué le pasa y necesita silencio junto a litros de café. Se burlaron de mi cara en el trabajo con palmadas en la espalda y promesas de mejora, contándome de las distintas técnicas que usaban para evitarla o disminuir los efectos, prometiendo que mejoraba con el tiempo. Les creí, por supuesto, porque no tenía otro referente y no veía razón para que me mintieran, y al rato uno de ellos volvió invitándome a unos tragos el viernes, otra de las tradiciones de oficina que desconocía pero que preferí dejar para la semana siguiente.

El fin de semana lo pasé mirando videos de fútbol, tratando de entender estrategias y pensando cómo aplicarlas en el siguiente partido, mientras lo comparaba con los juegos de mesa y otras actividades que llevaba haciendo toda la vida. Eran muy distintas, de eso no había duda, pero me había alejado de los deportes hace tanto tiempo que una opción parecía mucho más interesante que la otra, aunque fuese por la novedad. Ya tendría tiempo para ponerme al día con lo otro, pensaba, sabiendo que mis amigos lo entenderían.

—Hijo, te ves cansado —dijo mi madre apenas me vio el domingo, que es el día que iba a verla sagradamente desde que me fui de la casa. Me recibió con su típico delantal y un aura de cansancio que ya conocía.

—Estoy bien, mamá, no te preocupes —mentí, mientras miraba con otros ojos esa casa donde me había criado.

Ayudé a ordenar y hacer el almuerzo, cortando las verduras y echándolas a la olla, pero sentía su mirada en la espalda de forma constante, como si no nos viéramos en mucho tiempo y quisiera comprobar que seguía ahí. Terminamos la cazuela juntos, como siempre hacíamos, y comimos con la radio de fondo, manteniendo ese escenario encapsulado en el tiempo donde sólo estábamos los dos en el mundo, aunque su mirada había cambiado.

—¿Estás bien? —le dije mientras comíamos el postre.

—Sí, hijo —jugaba con el tenedor sin ponerle atención al plato— ¿Y tú?

—Bien, ma, sólo un poco cansado.

—Sí… —comió un poco más, tomándose un té que a esa altura ya debe estar tibio, y al dejar con cuidado la taza me miró de nuevo, después de inspirar con más fuerza— Hijo, el otro día me llamó Francisca y me dijo que estabas raro.

—¿Raro? —quedé a medio camino después del sorbo de té.

—Dice que ya no compartes con ellos, que te ven poco y andas más… descuidado.

Notaba sus arrugas al lado de los ojos, la boca apretada y el pelo más reseco que la última vez. Ahí noté que la burbuja se había roto, y que esa imagen inmaculada que tenía en la cabeza se estaba borrando de a poco. Podía notar los años que habían pasado, los esfuerzos de quien cría sola, pero junto a eso un sentimiento comenzó a hervir adentro al recordar algunas escenas, pequeños detalles que me fueron alejando de la normalidad que no llegué a tener.

—Mamá, no ha pasado nada, sólo me he dado cuenta que estuve perdiendo el tiempo.

—¿El tiempo?

—Sí. ¿Sabes lo que hice el otro día?, comí completos en la calle, llenos de ketchup. También sopaipillas en la mañana, bebida en la tarde, y tengo una herida en el hombro por una caída.

—¡Pero hijo! —dijo abriendo los ojos más de lo normal.

—¿Qué me vas a decir, mamá, que no lo debí haber hecho?

—Pero… —miró a todos lados, buscando las palabras que no llegaban, y noté que esta conversación nunca la habíamos tenido— pero hijo, esas cosas te hacen mal. Son tan…

—¿Mal?, mamá, es algo de todos los días, lo más normal. Me di cuenta que nunca lo había hecho, que no había probado nada, ¿pero cuál es el problema? —la miré un rato buscando sus ojos, y cuando los encontré me vi sonriendo— ¡Es lo más normal del mundo! El otro día desperté con resaca, mamá, resaca. Es horrible la sensación, sí, pero a nadie le importaba, todo estaba bien.

—¿Estuviste tomando? —pareció encontrar la fuerza que estaba buscando, como si algo desencadenara sentimientos dormidos adentro— te lo prohíbo, Diego.

—Mamá, tengo veintiocho años, no puedes…

—¡No! —las tazas sonaron cuando golpeó la mesa con los puños— no te he criado así. Tú no haces eso, hijo, tu eres un hombre de bien, no como tu padre.

De pronto recordé todas las otras veces que lo mencionaba, sólo cuando hacía algo mal. Cuando probaba cosas que no debía o tenía malas notas en el colegio. Siempre era el mismo discurso, el mismo reto, y fue tan insistente que terminé haciéndolo mío, imaginando una figura terrible que nunca llegué a conocer bien. Ahora era yo quien tenía los puños apretados, estrangulando un tenedor.

—¿Qué tiene que ver? Mamá, él se fue hace mucho.

—No vas a ser como él.

—¿Cómo es eso mamá?, ¿cómo era él, tomaba, comía cosas que no debía? —la sola mención me sacó una risa— Mamá, él se fue y no importa.

—Sí importa. Son vicios que te hacen mal.

—Es una estupidez.

—Tú no lo entiendes, hijo, sólo te pido que…

—¡No! —golpeé de nuevo la mesa, esta vez pasando a llevar la taza y botando lo poco que le quedaba— Mamá, voy a hacer lo que yo quiera, te guste o no.

Me puse de pie haciendo sonar la silla, como sabía que le enojaba, y después de limpiar con una servilleta tomé mis cosas y me fui. Caminé agitado, sin mirar atrás, enfurecido por algo tan simple que me daba más rabia. Nada tenía sentido.

Llegué a casa y rompí adrede un par de platos, notando que con los pedazos mi rabia se concentraba hasta el punto de ser terapéutico. Agarré una botella y luego la siguiente, por gusto y por rabia, y pasamos juntos el resto de la tarde sin que nadie nos molestara. No le estaba haciendo daño a nadie.

La siguiente semana la dediqué a aprovechar los tiempos libres para conocer esos límites que había aprendido a detectar. Caminé sin rumbo por las calles, corriendo una cuadra y sintiendo que se me salía el corazón por la boca. Compré más golosinas y las fui comiendo de a puñados para probar que no tenía nada malo en el estómago, que estaba bien y todo eran mentiras de ella. En un rato libre bajamos a comprar y un colega me ofreció un cigarrillo que acepté, porque nunca lo había probado. Las primeras caladas fueron horribles, las siguientes también, y tosí tanto que ellos hasta se llegaron a preocupar, pero no, no tenía nada malo en los pulmones y eran sólo exageraciones. No me importaban los dientes tornándose amarillentos ni la panza que comenzaba a asomarse por sobre el cinturón, pues sabía que eran demostraciones de una vida que había omitido por demasiado tiempo como para que me importara ahora. Les confirmé a mis amigos de antemano que no podría juntarme de nuevo el miércoles, porque nuevamente había partido, y si bien mejoré un poco el esfuerzo seguía pareciéndome demasiado. Reposaba en las bancas para volver al rato, tomando isotónica para darme el impulso que necesitaba, y al final tuvimos el clásico tercer tiempo donde le eché más aderezos que de costumbre a la comida, disfrutando cómo la sal de las papas fritas se combinaba con el ketchup con un dulzor que no había probado en ninguna otra parte. Las cervezas, lo mismo, con su sabor ya mimetizado en la garganta dándome una mayor facilidad para consumirla. Nada malo, la verdad.

Mi desempeño en el trabajo fue variando, de la extrema puntualidad de antes a un descenso considerable a veces, pero que lograba complementar con la disciplina que no había olvidado después de todo. Entre medio recibía mensajes de Marco que me hablaba preocupado, y mientras trataba de disuadirlo de darle más vueltas al asunto le prometía que pronto nos veríamos, algún otro día para que habláramos, aunque lo hacía más por él que por mí. Al final, nuestra relación se basaba en la rutina que habíamos armado con los años, haciendo prácticamente lo mismo todas las veces y comentando las mismas cosas, con pequeñas excepciones como un noviazgo, y eso era algo que ya no me llamaba tanto la atención. Había toda una vida distinta allá a fuera, un universo de posibilidades que no había considerado, de cosas que no había degustado, bebido o experimentado, y ellos dos eran un claro reflejo del estancamiento que había tenido todo este tiempo. Sí, los quería por todo lo que habíamos pasado juntos, pero algo adentro pedía un poco más.

Al final accedí a esa salida del viernes en la tarde, como una peregrinación que -ahora notaba- hacían varios grupos de oficinistas a los distintos bares que estaban estratégicamente cerca. Ahí donde a veces íbamos a almorzar ahora se había dispuesto mesas más pequeñas, con otro ambiente y todo concentrado en la barra, con un escenario pequeño en una esquina donde tenían preparadas las pantallas para el karaoke. Me senté en un lado y los tragos fueron llegando de a poco, la mayoría gustosos de verme ahí y usándome de excusa para un brindis. Vasos más pequeños con cosas más fuertes, copas con líquidos de colores y algunos adornados en los bordes, además de la clásica cerveza fueron la tónica de la noche, mientras los ánimos aumentaban junto a los decibeles. A esa altura ya parecía una jungla.

Les conté sobre mis juntas de los miércoles y nos reímos un poco de eso, mientras les contaba lo extraño que habían sido todos esos años de vivir en una burbuja donde no había descubierto las bondades del alcohol, donde veía a todos los presentes como autómatas en vez de lo que eran, un grupo de personas normales liberando estrés de la forma que podían. Les agradecía, a medida que los párpados me pesaban, por darme el espacio para conocerlos y que, a esa altura, ya los quería. El tiempo, por supuesto, fue algo que se fue perdiendo en esa jornada, y a nadie le importaba.

No sé por qué a ella le molestaba que hiciera esto si estaba tan contento. Me sentía tan dispuesto a hacer cualquier cosa que odiaba con más intensidad al Diego de hace tan poco, porque lo más probable es que a esa altura estaría en casa leyendo algo, dibujando, repasando algún curso online o cualquier otra cosa más aburrida de lo que estaba haciendo. Qué desperdicio.

Salimos cuando cerraron el local, ya con las risas a flor de piel por cualquier cosa, creyendo que pasarían semanas hasta volver al trabajo, mandando todo al carajo. Un par se fue a sus casas antes que los echaran de menos, y como yo vivía solo decidí quedarme un poco más, para sacarle el jugo a la jornada. Fuimos a otro lugar que un par conocía, donde cerraban más tarde y se notaba la poca limpieza pero el gran corazón para servir a sus clientes, y después de comer alguna cosa para que, según mis compañeros, el trago no se nos subiese a la cabeza, continuamos la celebración de la vida, de la juventud eterna y las posibilidades infinitas.

La cabeza me daba vueltas hace bastante y las lagunas comenzaron a aparecer. Me aseguraron que era normal pero que nada malo pasaría, porque uno de nosotros tenía resistencia de hierro y se encargaría que llegáramos en una pieza a casa, aunque nunca supe a quién se referían. Entonces se me revolvió el estómago y creo que alcancé a llegar al baño a vomitar, cosa que no hacía desde niño cuando me daba una infección. El gusto amargo lo pasé con una bebida, mientras les contaba a mis colegas cómo mi madre creía que me transformaría en mi desaparecido padre, y cuando alguien preguntó si se refería a ser más divertido nos largamos a reír con ganas, pidiendo otra ronda para celebrar.

No supe en qué momento salieron las drogas ni de qué tipo eran, pero entre las lagunas recuerdo haberme puesto de pie y ofrecido puños a alguien de una mesa contigua, por razones que desconozco. Me tomaron de los brazos y fuimos a otro lado, o nos cambiamos de mesa, no lo sé, pero en un momento alguien estaba llorando porque la vida era injusta y al siguiente reíamos abrazados, prometiendo hacer lo mismo todos los viernes.

Caminé, reí, hasta lloré, y entre medio me sentía más vivo que nunca, con ganas de abrazar a todo el mundo y prometerle que todo estaría bien, que no serían como sus padres si no querían, que ya bastaba de hacerle caso a otras personas y que debíamos seguir nuestros instintos, creer en nosotros mismos y dejarnos llevar, pues nada malo pasaría. Y pensar que hasta hace poco evitaba a toda costa hablarle a desconocidos.

Recuerdo el sonido de un vaso quebrarse y el vómito salir, pero no sé si era un recuerdo de antes u otro incidente como ese. No lo sé, pero a esa altura de la noche ya nada importaba. Sólo recuerdo que de alguna forma encajé la llave en la cerradura, y que con los zapatos puestos me metí entre las sábanas sin un segundo para pensar en lo que estaba pasando antes de caer inconsciente.

Escuché sonidos lejanos e ininteligibles, pero me pesaba tanto el cuerpo y la mente que no podía haber reaccionado si quisiera. En el siguiente instante sentí más calor en la cara, como si alguien hubiese abierto la cortina dejando el sol entrar, y mi nombre sonaba repetidas veces, en distintos tonos. Parecía importante o tal vez era un sueño, no sé, pero en un punto crucé las manos sobre la cara para no tener que escuchar. Sólo quería descansar un poco más.

—Diego, Dieguito, despierta —la voz se fue materializando y adquiriendo sentido, aumentando en preocupación con el paso del tiempo. Intenté agitarme para que se fuera pero no lo hizo, y después de un largo rato pude sentir la lengua medio dormida.

—¿Qué, qué? —los párpados pesaban una tonelada y sentía el cuerpo como papilla. No quería mover un músculo más de lo necesario.

—Hijo, despierta —la voz de mi madre sonaba extraña, como entrecortada, triste.

Abrí los ojos y estaba a unos pasos, con una taza humeante en las manos y bolsas bajo los ojos. Hice grandes esfuerzos para incorporarme.

—¿Qué, qué pasa? —cerraba los ojos con fuerza sintiendo cómo todo daba vueltas con facilidad. Maldición, la cabeza me dolía como nunca.

—Te hice una sopa.

—Gracias, pero no quiero nada —levanté las cejas ante cada palabra, pues la cabeza me retumbaba demasiado.

—Hijo, tenemos que hablar.

—No quiero hablar ahora, ándate por favor —intenté masajearme las sienes mientras se acercaba de a poco.

—Te veo mal, hijo, tómate un poco de…

—¡No quiero nada! —tiré un manotazo que dio justo en la taza, cayendo al suelo en un estruendo humeante que por fortuna no le llegó a ninguno de los dos. Maldición, la cabeza dolía demasiado —No, no ahora, otro día, ándate por favor.

Junté fuerzas que apenas tenía y me levanté por el otro lado de la cama. Fui a la cocina afirmándome de las paredes y me serví un vaso de agua. Nunca había tenido la garganta tan seca.

Ella se acercó a paso lento con los ojos fijos en mí, mientras me tomaba un segundo vaso. Se tapó la boca con las manos al verme de lejos —Dios mío, estás igual que él.

—¡Mierda! —la cabeza me dolía demasiado como para escuchar todo de nuevo, el mismo discurso de siempre en forma de amenaza. Tenía toda la fuerza puesta en el vaso— ¡No soy como él, por la cresta! Él se fue, ¡se fue!, ¿por qué me comparas con él si nunca estuvo?, ¿por qué me amenazas de esa forma si apenas lo vi?

Cada palabra era como un golpe en la cabeza, retumbando y haciéndome perder los nervios. No quería hablar ahora, sólo quería descansar, ¿por qué no lo entendía?

Ella se quedó de pie a mitad de camino. —Hijo, escúchame un momento.

—No, hoy no, y si dices una vez más que me parezco a él…

—Escúchame, él no…

—¡No! —y tiré el vaso sin pensar, con tanta rabia que apenas alcancé a verlo volar. La habitación daba vueltas demasiado rápido como para entenderlo, los recuerdos se mezclaban de tal forma que no sabía cuánto había dormido ni qué día era, pero sólo alcancé a verla agachada cubriéndose la cabeza, mientras los restos de vidrio llenaban el muro tan cerca de ella que se me puso la piel de gallina.

—Él no se fue —la alcancé a escuchar antes que se largara a llorar.

Los minutos pasaron demasiado lentos mientras me acercaba tiritando a ella. Apenas sentía el piso debajo, los dientes castañeando y el martilleo en las sienes que no me dejaba tranquilo. Llegué junto a ella y la abracé por un costado, y nos quedamos ahí largo rato, porque no había palabras posibles que arreglaran las cosas.

—Tu padre está preso, Dieguito —comenzó diciendo al rato, ya sentados y más calmados con un té cada uno. Ella hablaba sin mirarme a la cara, y no la culpo —. Se perdió en la bebida y llegaba día por medio borracho, hablando cosas que no entendía, pero siempre enojado. Tú tenías meses, así que no te acuerdas, qué bueno. Discutíamos mucho, y él siempre decía que no quería dejar de hacer sus cosas, que no podía hacer nada ahora que estábamos los tres. Lo hablamos muchas veces, y siempre que estaba sobrio prometía comportarse, sabiendo que tenía una responsabilidad con los dos, contigo.

—¿Y qué pasó? —No quería interrumpirla pero no podía evitarlo. Todo era demasiado extraño, y empeoraba con el dolor de cabeza que no me dejaba tranquilo. No tenía cara para mirarla.

—Poco después que cumplieras un año siguió igual, iba y volvía, prometía y se emborrachaba, hasta que un día le pedí que te cuidara para hacer unos encargos, pero se enfureció. Él no estaba bien, me dijo que no era su responsabilidad, que estaba cansado de tanto trabajar para más encima tener que quedarse en la casa, y discutimos muy fuerte. Me, me… —se puso la mano en la mejilla y se me partió el alma de sólo mirarla— Se fue de un portazo después de eso. Según los testigos fue al bar más cercano y se peleó con gente afuera, y en el forcejeo empujó a uno a la calle justo cuando venía un bus y…

Miraba la taza como si ahí estuviesen las respuestas, y cuando me agarró la mano con fuerza noté que también temblaba.

—Fue un accidente, después de todo, pero apenas se sostenía en pie de lo borracho que estaba. Cuando me interrogaron no pude aguantar y les conté lo que había pasado en la casa, y eso sumó faltas. Lleva preso desde entonces.

Apreté los dientes con fuerza entendiendo más cosas de las que esperaba. Los recuerdos de niño pasaron a tener más sentido, las rabias que había pasado conmigo y la forma en la que intentaba calmarme, la preocupación por mi estado y lo enojada que se ponía cuando me peleaba en el colegio. Las caras que ponía cuando llegaba con alguna herida se transformaron de extrema preocupación a un miedo latente, y el paso del tiempo fue reafirmando esos temores de un comportamiento que se esforzó por corregir desde siempre.

—Pero han pasado tantos años, ¿sigue…? —pregunté pensando en voz alta, siendo que en realidad no importaba.

—Mala conducta. Se peleaba a veces con otros y lo mantenían ahí. Ataques de ira, le dicen.

Mis propias acciones cayeron como un balde de agua fría, y el miedo de ella fue tan entendible que me sentí un estúpido sin remedio.

—Perdóname, mamá.

—Perdóname tú, hijo —dijo mirándome con ojos llorosos— Tienes razón, no debí compararte, pero tenía miedo. No quería que sufrieras, que te pasara algo malo. No quería que crecieras y reaccionaras, bueno…

—Como ahora —terminé su frase sintiéndome una mierda.

—No sé qué hacer.

Me puse a su lado y esta vez nos abrazamos de frente, sintiendo su frente en mi hombro. —No es tu culpa mamá, nunca lo fue. Lo siento, yo… no sabía, siempre creí que era otra cosa. Pero tenías razón…

—Debí contarte esto antes, pero no supe cómo. Y eras tan bueno que pensé que estaba bien, que no te iba a pasar lo mismo. Lo siento, hijo.

—Mamá, no te disculpes. Yo… debí contarte, debí hacerte caso.

¿Cómo iba a saber que reaccionaría así, que no podría controlar mis impulsos y explotaría de esa forma? Ella me había protegido de todo eso por tanto tiempo que parecía que todo iba a salir bien, pero no consideró que esto pasaría, tampoco yo. Pero la vida me había puesto una trampa que ninguno de los dos vio venir, y desencadenó todo esto. Le pedí perdón un millón de veces más, y juntos ordenamos el desastre que había dejado en el departamento. Hablamos largo rato mientras me contaba historias que no sabía, cómo se habían conocido y lo bien que se llevaron por un tiempo, lo bonito que fue todo hasta que aparecí entre medio. Sentí una espina en el pecho al pensar que llegué a arruinarlo todo, pero ella me repitió hasta el cansancio que no era así, que él tenía problemas y no debió reaccionar de esa forma, que yo era lo mejor que le había pasado.

Fueron semanas intensas, recogiendo los pedazos desparramados de mi vida. Busqué a alguien con quien hablar, un profesional que me ayudara a tratar esos arranques de rabia que en menor medida siempre estuvieron ahí, pero que serían desastrosos si seguían, y mi madre hizo lo suyo para quitarse la culpa además de pedir los consejos que nunca recibió en su momento. Ambos teníamos nuestros propios problemas que tratar, y de algún modo eso nos unió más, ahora más abiertos a comunicar lo que realmente nos pasaba.

Sabía que mis colegas no tenían la culpa de mis excesos, pero aún así me negué de juntarme unas cuantas semanas poniéndole paños fríos a la situación, aunque sin contarles lo que había pasado en realidad.

Había obrado mal pero no podía culpar al resto, así que fui con el rabo entre las piernas a pedirles disculpas a mis amigos, prometiéndoles que no los volvería a dejar de lado por caprichos, y que los necesitaba para mantenerme en una pieza. Nos juntamos a comer y les confesé lo que pasó con mi padre, porque necesitaba que supieran la historia completa y no quería perderlos. Por suerte lo entendieron, aunque no sin prometerles que obedecería cuando me pidieran que parara. Ese día pedí una cerveza, porque el sabor ya lo toleraba, pero fue sólo una.

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