Pequeño trayecto
Sin un impulso externo Raúl no llegaría al final del día, y después del cuarto correo enviado fue corriendo por el suyo en forma de cafeína, que si de él dependiera se lo inyectaría directo a la vena. Volvió a su puesto para aclarar dudas de clientes confusos y bajar de la nube a los demasiado soñadores, avanzar con sus propias tareas mientras coordinaba los pendientes y concertaba las reuniones que faltaban para que el proyecto terminara a tiempo, de aquí para allá sin un minuto de descanso, y sólo el dolor creciente en la coronilla le mostró lo tarde que era. Así tomó sus cosas y con un largo suspiró se fue esperando que nada se incendiara al menos hasta el otro día.
En casa lo esperaba el ajetreo usual, la limpieza y orden de las habitaciones, las tareas de los niños, el paseo de los perros, la cena a la hora que correspondía y, si tenían suerte, los pocos minutos que le robaban al día para estar juntos con Ana después que los niños se fueran a dormir. Ver un rato los resúmenes del tenis y conversar con una copa de vino eran su único con consuelo, para mantener la cordura en esa vida que se le escurría de las manos cada día.
«¿Y yo qué?», era un pensamiento que no se atrevía a decir en voz alta mientras iba camino al metro, recordando la juventud donde podía estar horas mirando el techo. El tiempo había pasado arrollando todo y dejándolo como estaba, ocupando cada segundo de su vida en una tarea destinada al resto, para entregarles a los suyos lo que merecían. Porque si el resto estaba bien él sería feliz, o eso es lo que se repetía al espejo en las mañanas, sin importar que cada día se sintiera más lento y gordo, más cansado de los trajes y reuniones, de los perros que tiraban demasiado las correas y los muros que nuevamente había que limpiar de rayones. Todo eso pasaba por sobre él mientras le buscaba el lado bueno, tratando de convencerse que era por un bien mayor.
Y en esos pensamientos sombríos no alcanzó a ver el desnivel del suelo y puso el pie donde no debía, doblándose el tobillo izquierdo y alcanzando poner las manos para no caer de cara al suelo. El dolor llegó rápido y palpitante mientras trataba de ponerse de pie, afirmándose de un pilar cercano para recuperar el aliento. Les aseguró que estaba bien a gente que pasaba preguntando, comprobando que podía pisar pero no sin un cojeo, y avanzó mucho más lento con destino al metro, sabiendo que tenía que llegar pronto para continuar con la otra mitad de su vida.
Pero entonces el ritmo de su paso le hizo notar unas casas antiguas que nunca antes había visto, con rejas de metal y puertas de madera, balcones con enredaderas y moho en las esquinas, y una viejecita que al salir caminaba lento paseando a su perro, tan viejo como ella. Más allá vio al predicador que siempre estaba en mitad de la vereda entregando la fórmula para encontrar la luz en la vida, pero que después de varios intentos fallidos volvía a ser una persona como cualquiera, cansada y frustrada de sus problemas del día a día. En el paradero, el inspector del Transantiago tenía las largas horas de trabajo marcadas en la cara, sacando fuerzas de alguna parte para enfrentarse a cada embiste de buses, con personas luchando por subirse o bajarse y correr al siguiente destino, y él ahí en medio, tratando de ordenarlo todo, recibiendo una paga mínima por su esfuerzo.
Logró llegar al metro y subirse entre el cardumen de gente, con mínimo espacio para respirar y ni hablar de acomodarse, pero en vez de mirar un punto fijo pidiendo que la tortura terminara se percató de las caras de la gente, encontrando la misma angustia y ansiedad que él casi siempre tenía. ¿En serio tenía todo eso a mano y simplemente no lo veía?
Llegó a casa preocupado por su atraso, pero a los niños no parecía importarles ya que lo recibieron con un fuerte abrazo, las ganas que les contara qué había pasado mientras los perros corrían de un lado a otro con energía infinita. Ana lo miraba con una ligera sonrisa y pequeñas bolsas bajo los ojos, tanto por el trabajo como por las tareas de la casa que ya había empezado, y la ayudó como bien pudo, con el tobillo ya mejorando y un golpe de energía que no sentía hace tiempo, que lo hizo acostarse sin sueño y mirar largo rato al techo.
El trabajo y la familia era donde se le iba la vida, ambas cosas necesarias y que quería de distinta forma, pero no se le ocurría la forma de elegir una de las dos, o de disminuir su carga, si ambas le entregaban el cariño y crecimiento personal que necesitaba. ¿Qué más podía pedir?, se repetía haciendo caso omiso a la sensación que le oprimía el pecho, a las ganas de ser y hacer más pero sin encontrar la forma. Pero no podía vacilar, pues era su labor cuidar a los suyos y velar porque no les faltara nada. Era quien tenía que estar ahí cada vez que lo necesitaran, siempre fuerte y dispuesto, preparado para afrontar los problemas que la vida le pusiera encima con tal de salir adelante.
Pero a pesar de los pensamientos oscuros de siempre no sentía esa falta de aire que le acompañaba. Era como si lo que vio y sintió en ese trayecto le hubiesen calmado el alma de algún modo. Tal vez al percatarse de la vida que lo rodeaba, de los detalles que sobresalían de pronto le hicieron sentirse acompañado, o el darse cuenta que el resto también vivía su propio calvario hizo que el suyo no fuese tan absoluto. Necesitaba algo así si quería seguir en una pieza, para poder estar atento a lo que faltara, dejando las dudas de lado.
Un día se miró al espejo más de lo normal creyendo que había encontrado una respuesta, aunque no sabía cómo obtenerla. Caminó y tomó el metro barajando opciones en la cabeza, trabajando como mejor pudo con aquel germen gestándose adentro. Miraba constantemente hacia afuera por la ventana entre un correo y otro que enviaba, con perlas de sudor en la frente a pesar que en la oficina estaba templado. Se saltó la comida para no perder tiempo, engullendo un sandwhich frente al computador mientras aclaraba dudas con dedos grasientos, y cuando llegó la hora de irse casi se le cae el maletín por el temblor en las manos.
Su cuerpo lo impulsó por las calles de siempre por inercia, y Raúl se dejó llevar un tiempo mientras trataba de encontrar una salida. Pero cuando escuchó los llamados de iluminación del predicador se dio cuenta de lo equivocado que estaba, de lo cerca que tenía la oportunidad que quería, y se paró en seco a pesar de los gestos de disgusto de quienes venían justo detrás.
Parado en medio del gentío que no le daba respiro a la ciudad se sintió solo, como si de pronto dejara de formar parte del grupo que pasaba de una estación a la siguiente sin cuestionarse nada. Estaba al borde de la cuneta junto al semáforo en rojo, y cerró los ojos para entender realmente lo que aquellas voces en su mente intentaban decirle. Los sonidos parecieron opacarse, la sensación de frío en la nuca se disipaba, y sus latidos fueron recuperando su ritmo normal mientras una sorpresiva conclusión, tan simple y evidente, se fue materializando en su mente.
«Es ahora o nunca», susurró con la seguridad de la juventud que ya no tenía, y a la vez que abría los ojos dio un paso hacia adelante sin una pizca de vacilación, en el momento justo en que varios autos llegaban con toda la intención de continuar.
Los frenos chirriaron y se le unieron los bocinazos e insultos que no se hicieron esperar, y por un instante todo se congeló con él siendo el centro de todas las miradas.
Con el corazón en la mano y los ojos abiertos como platos siguió hasta la otra orilla pidiéndole disculpas a todo el mundo, que al poco tiempo pareció olvidarse del incidente y volvió a su estado normal. Raúl, sin embargo, tuvo que bajar el ritmo para calmarse, pues su cuerpo estaba agitado como si hubiese corrido una maratón, pero entonces su entorno pareció iluminarse de nuevo, y como por arte de magia aquellas cosas que vio antes surgieron. Ahí estaba el inspector del Transantiago con las arrugas marcadas y bolsas bajo los ojos, la viejecita y su perro caminando tan lento que parecía imposible seguirles el ritmo, los vendedores ambulantes que a veces olvidaban la mercancía para quedarse observando al resto con ojos tristes y cansados, y antes de llegar al metro se dio cuenta que sonreía.
Llegó a casa sintiéndose ligero y fresco, como nunca, recibiendo a todos con ojos rebosantes de energía, dejando que los perros corrieran con libertad y sin preocuparse de los calcetines mordidos, las paredes rayadas, la loza sucia o la mesa coja. Los vio a la distancia y se dio cuenta que nada más le importaba en la vida, que por sus venas corría una energía que había olvidado que tenía, e hizo todas las cosas con una eficiencia envidiable y una paciencia infinita. Abrazó a su mujer con tanta ternura que ambos olvidaron todas las peleas, y se besuquearon a escondidas como hace años no hacían. Los niños se durmieron después de un par de cuentos de hadas y magos, de caballos veloces y jinetes valerosos, y al cerrar la puerta con cuidado volvió a los brazos de Ana, que lo esperaba con ansias para revivir las llamas de su amor con abrazos, besos y caricias.
Así los días de altos y bajos se arreglaban con golpes de adrenalina, que estaba seguro que lo rejuvenecían, haciéndole sentir más servicial y dispuesto a mirar la vida como algo bueno, con desafíos que ahora estaba seguro que podría alcanzar si se lo proponía. A veces tomaba distintos caminos para ver otras caras de la misma ciudad, percatarse de detalles que estuvieron siempre al alcance de la mano pero que no sabía que existían. Las bocinas seguían sonando y los insultos llegando, pero parecía ser un pequeño precio que pagar por la oportunidad de ver todo eso de nuevo, de darle un nuevo significado a su vida. A veces esas aventuras le hacían llegar tarde a sus compromisos, cosa que hace poco consideraba inaceptable, pero notó que pocas veces le importaba al resto, que todo el supuesto malestar ocurría en su mente junto con tantas otras trabas que esperaba quitarse de encima. Así iba derribando creencias que por casi toda su vida creyó grabadas en piedra.
El tiempo se convirtió en un ir y venir de diversas experiencias, con más risas que llantos, mejores acuerdos que pérdidas, y su trabajo también fue sintiéndose más llevadero a pesar que su lista de pendientes era igual de extensa, aunque el estrés seguía siendo una parte importante de su vida.
Con esa actitud las vacaciones llegaron y no parecieron un respiro de un infierno sino que una oportunidad de reforzar sus convicciones, de premiarse y a su familia por los sacrificios de todo el año con tal de renovar fuerzas. Los preparativos no dejaron de ser estresantes a pesar de todo, con la casa revoloteada buscando trajes de baño y algún bloqueador extra, revisando de nuevo el itinerario y validando que las reservas del hotel estaban bien hechas, dejando los perros con un cuidador y procurando dar aviso a los vecinos para que le echaran un ojo a la casa, por si acaso. Raúl cambió sus botas de compromisos por sandalias del descanso, y el viaje a la playa partió con vitoreos acompañados de grandes expectativas.
Pero la playa pasó a ser otro escenario de responsabilidades, con los tacos en el trayecto, el peaje y la bencina, la llegada al hospedaje más tarde de lo esperado, el sol quemando arriba y el bloqueador que se volvía a perder en las maletas. Raúl se bajó del auto con la espalda agarrotada y sólo buscando descansar, pero los niños querían bajar pronto a la playa y no era quién para negárselos. Mientras bajaba las cosas y ordenaba todo en el nuevo lugar sentía el peso del compromiso, siendo el responsable de que los suyos tuviesen la mejor experiencia, con la única diferencia que ahora andaba de shorts y polera.
«Te ves agotado», le dijo Ana un día con las cejas enarcadas mientras él intentaba tomar sol en la playa, y a pesar de asegurarle que no era nada omitió el cosquilleo en los dedos no lo dejaban tranquilo. Parecía que las ojeras no se irían ni con todo el descanso del mundo, con la frescura del agua de mar en los pies, los castillos de arena que hacían sus hijos ni las palmeras llenando de migas la polera. Su cabeza seguía dando vueltas siendo que debería estar relajada como las vacaciones prometían, pero le bastó con mirar alrededor para darse cuenta cómo el resto lo vivía.
Los vendedores de churros gritaban a viva voz mientras los niños corrían tirando arena, los fumadores tiraban las colillas junto a las latas de cerveza vacías sin pudor mientras todo el resto vivía en su propio mundo ignorando al vecino. Vio con claridad que la situación era la misma, que cada uno tenía sus razones para alejarse de los problemas citadinos pero no buscaban un cambio real en el proceso. Al final, esas vacaciones no eran un verdadero descanso sino que una pausa al día a día, que continuaría igual apenas pusieran un pie nuevamente en el conocido terreno de sus casas. Y él no era la excepción.
El sudor frío volvió de pronto junto a un dolor de cabeza cercano a la insolación. Los ojos le pesaron mientras el velo autoimpuesto de la brisa marina y las gaviotas se fue alejando. Era la misma persona que en un principio, con infinitas tareas que hacer sin tiempo para el resto. Apretó los dientes al pensar en los días que llevaban ahí, en la ilusión que había sido salir juntos a disfrutar pensando que con ello se arreglaría todo, pero sabiendo que si no encontraba algo real que mejorara su situación se sentiría vacío. Tenía que hacer algo al respecto.
«Voy y vuelvo», dijo forzando las cejas arriba, y luego de recorrer la playa un momento se dio vuelta para mirar a su familia, a los niños llevando arena en baldes y Ana atenta con una sonrisa. Tenía que estar bien para ellos, encontrar la forma de mejorar su situación para poder proveer y cumplir con sus obligaciones, para ser el padre y esposo que debía ser, sabiendo que si se quedaba ahí más tiempo se iría consumiendo en su propia amargura, pues la burbuja del descanso había explotado y no había forma de recomponerla.
Salió de la arena y caminó entre los locales de churros, los juguetes baratos, los imanes mal impresos y las baratijas desechables hasta que llegó a la avenida donde la ciudad se llenaba de asfalto y edificios a lo lejos. Pensó en lo que estaría haciendo a esa hora en la oficina, con la corbata acechando con estrangularlo y las tareas yendo y viniendo sin piedad, pero una parte de él añoró la seguridad de esos momentos, el control que tenía de las cosas que pasaban o al menos el orden en las que podían hacerse. Ahí, en cambio, cada hora era un misterio.
Se esforzó para que el pecho dejara de subir y bajar con tanta fuerza, para que el aire más limpio y fresco le ayudara a pensar con claridad. Cerró los ojos, recordando y entendiendo sus motivaciones, buscando a toda costa aquella luz que le había iluminado el camino antes, y cuando los abrió las arrugas en la cara parecieron menos notorias, los hombros más bajos y las manos se dejaron caer a cada lado sin ninguna presión. Se dejó llevar, como pocas veces hacía, para que sus pies le indicaran el camino guiados sólo por su instinto.
La tarde iluminaba las casas y departamentos, reflejando algo de luz de los ventanales y haciendo notar los arreglos en las terrazas. Sonrió mientras sonidos lejanos de gaviotas le recordaban ligeramente dónde estaba, aunque cada vez importaba menos, pues de a poco ya no estaba la gente caminando, los perros solitarios olfateándolo todo, los ruidos del viento en las hojas, la frescura de la brisa marina en la piel ni el sol quemándole los brazos al mismo tiempo. Sólo estaba él envuelto en una nube de tranquilidad, en la liberación de sus sentidos y la calma de su espíritu, como había deseado hace mucho pero no sabía cómo conseguir. Y todo era hermoso.
Su mente había dejado de ponerle atención al mundo, y su cuerpo no llegó a avisarle de los sonidos de metales crujiendo, el ruido sordo de los golpes ni las bocinas aullando. No escuchó los gritos de aviso ni los posteriores de terror, las sirenas llegando ni los intentos por buscar una reacción. No alcanzó a escuchar a su familia llegando, gritando e implorando que nada fuese real, que había un error, que no podía ser él, ni nada de lo que vino después.Porque a pesar de todo encontró lo que buscaba al liberarse de los problemas, los compromisos que lo abrumaban y los constantes miedos que sentía. Dio un pasó después de otro, como la única opción que tenía, con la confianza que da la ignorancia y la emoción que se siente cuando el mañana es un misterio y está lleno de sorpresas, cuando detenerse un momento a observar saca a la luz las maravillas que han estado ahí todo el tiempo, como único consuelo a una vida aprisionada.
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