Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Pensamiento marchito

A primera hora de la mañana Samuel fue a desenrollar la manguera, moverla al centro, dar el agua y sólo cuando la apuntó a todos lados se sintió más tranquilo, soltando un «buenos días» al viento a pesar que no había nadie con él. Su pecho subía y bajaba tranquilo mientras el agua bañaba la tierra, limpiaba las hojas dejándoles pequeñas burbujas en las puntas y los colores se iluminaban. Con la mente en blanco se empinó para llegar a los maceteros altos, y cuando terminó de enrollar la manguera se detuvo en la entrada para apreciar aquel lugar, con un largo suspiro, satisfecho por su trabajo y listo para enfrentar un nuevo día sin ella.

Fue donde unos amigos como siempre hacía, para conversar de la vida, comentar el partido y discutir una vez más sobre cualquier cosa que no entendían. Lo acompañaron cervezas, café y galletas, llenando los vacíos con alguna anécdota que leyeron en el diario, una historia de juventud o preguntas tontas que les hacían soñar por un rato. ¿Con quién estarías si tuvieras veinticinco?, preguntó uno, riendo un buen rato al pensar en las vecinas y actrices del momento, pero Samuel no se decidía por ninguna, pues algo adentro se lo impedía.

Volvió bien entrada la tarde y frunció el ceño al ver de lejos el jardín, pues por más temprano que se despertara y más agua que echara la tierra siempre se secaba. El pasto tenía tonos castaños y las hojas caían tristes hacia los lados, los pétalos se notaban delgados y débiles, mientras los pequeños botones seguían sin dar señales de vida. Apretó el puño con la rabia hirviendo de a poco y los dientes apretados. «¿Por qué nada servía?», se preguntaba mientras cruzaba el empedrado hasta la puerta. «¿Cómo lo hacía ella?»

Pero a la mañana siguiente despertó con el pecho apretado, bajando de inmediato las pantuflas puestas, tan viejas como él. «Sandra, Sandra, ¿estás allá afuera?», se repetía en la cabeza mientras cruzaba la pieza y el pasillo atiborrado de cuadros sucios, pero cuando abrió la puerta hacia el patio se quedó de piedra. El pasto era un mar castaño sin señales de vida, las hojas arrugadas y oscuras cubrían los maceteros, y sólo al fondo, en la esquina se notaban destellos de color que le hicieron saltar el corazón. Se acercó lo más rápido que pudo ignorando el resto, y se hincó en el pasto seco para apreciar las matas de pensamientos que aún luchaban por sobrevivir.

«Sigues ahí, Sandra», les dijo con una sonrisa a las flores favoritas de su mujer, que plantó con esmero un día y se mantuvieron más frescas y brillantes que cualquier otra. Eran las únicas sobrevivientes del tiempo y la nostalgia, que seguían acompañándolo después de quien sabe cuánto tiempo. Samuel se puso de pie con dificultad para ir a buscar la manguera, regando con cuidado y abundante agua la mata, las hojas y pétalos. No se atrevió a tocarlas por miedo a que se rompieran, pero prometió que no se daría por vencido, que las mantendría con él por siempre porque las necesitaba.

Tragó saliva varias veces sin quitarle los ojos de encima a los pétalos rojos y lilas que adornaban las matas. Tenía que hacer algo pronto si no quería perderlas, pero no sabía dónde, no sabía cómo. Ese nunca fue su fuerte, era la pasión de ella, pero no quería imaginar despertar un día y no verlas. Recordó entonces cuando Sandra salía y volvía con diversas bolsas, las conversaciones posteriores sobre qué tan necesario era, lo excesivo de los gastos pero lo necesario para ella, y esa necesidad corrió por sus venas ahora, buscando viejos recibos y respirando profundo al encontrar alguno, sabiendo el largo camino que venía.

Viajó largo rato en bus y metro, llegando casi al otro lado de la ciudad mientras lentamente sus convicciones flaqueaban. Apenas conocía el mundo allá afuera, con otros ritmos, otras costumbres y gustos, sintiéndose fuera de lugar con sus zapatos negros y pantalones de pana de toda la vida. Llegó a los barrios altos, espaciosos, limpios y hermosos, sintiéndose en otro mundo con las construcciones tan raras y la forma como todos hablaban. Encontró finalmente la tienda que varias veces había mencionado, con logos verdosos y flores por doquier, llena de olores mezclados sin poder reconocer ninguno.

Gastó ahorros que no tenía, llevando cosas que apenas reconocía pero que le aseguraban su efectividad. Trató de no pensar en el gasto excesivo, en los lujos de ese estilo, porque sabía que ella los necesitaba y esa discusión la habían tenido demasiadas veces antes. Pidió una bolsa negra para que nadie lo viera, y la llevó escondida detrás de las piernas en el bus, el metro y casi arrastrándola camino a casa.

Levantó una ceja y leyó muchas veces instrucciones que apenas entendía, tratando de darle sentido a esas pelotitas de colores que costaban una fortuna, a ese frasco con bichos afuera, a la bolsa que para él era tierra cualquiera pero tenía muchos sobrenombres que nunca había escuchado.

Echó cuanto decían los envases, regó lo justo y preciso, pero al día siguiente el resultado era el mismo. Aquellos pétalos lilas seguían igual de débiles, las hojas apenas mantenían la forma y el tallo por cedía ante el peso, pero al menos seguían vivas. Miró el resto del jardín y extrañamente no le importó que pareciera muerto, que el pasto fuese una sombra de lo que una vez fue y que los matorrales de las esquinas fuesen ramas delgadas. Volteó a ver los pensamientos y se acercó más de la cuenta, esperando captar algún aroma, ver algún detalle distinto que no aparecía.

«Vamos, Sandra, tú puedes», les dijo.

En las reuniones con amigos parecía distante, y sólo cuando le decían que parecía una señora los miraba de vuelta. Agitaba la cabeza y se forzaba a los viejos chistes, a ponerse al día con historias y tratar de dejar de lado eso que le impedía respirar profundo. Forzó risas, dio apretones sueltos, prometió llevar otras cervezas para la próxima y se fue lo más rápido que sus viejas piernas le permitían.

Esa noche soñó que su cama era de ramas, que la almohada eran matorrales y las sábanas estaban hechas de pétalos de rosa. Diversos olores le llegaban de todos lados, pero esta vez no se alejó enseguida sino que se quedó quieto, contemplando el techo, respirando profundo. Volteó y ella dormía, tan hermosa como siempre, tan sencilla pero con las cejas siempre arregladas, tan única como jamás creyó que encontraría. Su aliento era exquisito, sus ojos se movían de un lado para otro sin parar, y Samuel sintió muy al fondo que podría morir en ese momento, que dejaría todo sin dudarlo, pero cuando las bolsas bajo los ojos le anticiparon las lágrimas sacudió la cabeza con fuerza. Poco después despertó, y nada olía como su sueño.

Filtró el agua y se atrevió a tocar las hojas que seguían flácidas, pero seguían igual. Hizo el largo viaje de nuevo a preguntar qué pasaba, preguntando con mala cara por qué no crecía como debía si habían pasado varios días, y luego de evasivas le dieron algunas alternativas, cosas tan raras que apenas creía, pero sin otra alternativa volvió y acercó una vieja radio para ponerles música. Al día siguiente se acercó temprano, y después de agarrar el diario en la entrada fue a mirar las flores. Se sintió un tonto haciendo un show sin sentido, pero tenía que probar todas las alternativas.

«Hola, flor bonita, te quiero», repitió la extraña instrucción, mirando a todos lados para asegurarse que no había nadie. Se arrodilló por si acaso. «Todo va a estar bien, eres una buena planta y crecerás fuerte y sana» Hizo lo que pudo para no pensar demasiado, pero en vez de vergüenza sintió una extraña satisfacción. Recordó otros momentos, cuando la miraba de lejos con sus guantes verdes cortando hojas secas, tarareando canciones o hablando sola, pero ahora era él en un patio destruido, hablándole a una planta.

Podía jurar que la mañana siguiente las flores estaban un poco más firmes. Les habló de nuevo, más largo y con más cariño, contándoles su día y repitiéndoles cuánto las quería. Pero cuando vio a lo lejos un vecino acercarse se puso de pie enseguida, caminando de vuelta a la casa dándole la espalda al jardín, con las mejillas hirviendo.

Al otro día la flor volvió a estar igual que antes, con pocas señales de vida. Cortó hojas secas, regó con un rociador y revisó una vez más si faltaban más pelotitas, y nada. Les puso de nuevo música, les habló lo mejor que pudo, pero los días siguieron sin señales de mejora.

Miró a todos lados sintiéndose más cansado que nunca, en medio de aquel jardín muerto, fuera de una casa maltrecha y en una ciudad que apenas conocía. «Ella sabría qué hacer», murmuró, y miró de nuevo los pensamientos, recordando su sonrisa y lo tranquilo que lo hacía sentir, cómo los años los habían acercado tanto haciéndolos cómplices, ayudándose mutuamente a enfrentar el mundo que cambiaba afuera. Apretó los puños y los dientes, sin saber qué hacer ni a quién acudir, enojado por ser tan inútil, por no escucharla cuando debió, por seguir esas ideas tontas donde cada uno hacía sus cosas, seguro que estaba todo bien. Se hincó de nuevo sabiendo que se arrepentiría después, y tomándose las rodillas miró con impotencia a esas flores, las últimas que quedaban, y seguro que no serviría de nada le pidió a su mujer que le ayudara, que se acercara porque él no podía, no sabía qué hacer sin ella más que esperar a acompañarla.

Y entonces lloró. Tembló completo sin poder controlarlo, dejando de lado esas trabas tontas que se imponía, olvidando los comentarios que podían hacer sus amigos, mandándolo todo a la cresta. Jadeó con la respiración cortada, apretando los ojos en vano, pero de a poco su pecho se fue calmando y notó que nada malo pasaba, que esa sensación tan desconocida no lo destruía todo, que la garganta se liberaba y el pecho le seguía. No le importó que pasara alguien afuera y viera a ese viejo hincado en un patio reseco, que sintieran lástima por él o se riera.

Pero entonces sintió algo en la nuca que lo hizo reaccionar. Se dio cuenta que había apoyado la cabeza en el suelo, entre las manos, y mientras se incorporaba vio cómo los tallos retomaban un color perdido, cómo las hojas ya no estaban arrugadas y, al final, cómo aquellos pétalos tomaron colores vivos, unos lila y otros rojos, unas con el centro más oscuro con un borde blanco y las otras con líneas negras del centro hacia afuera. Abrió mucho los ojos apreciando y sintiendo su aroma, y al cabo de unos minutos supo que había una sola explicación posible.

«Sandra», dijo entre otra corrida de sollozos.

Les confesó a sus amigos lo mucho que la extrañaba, los errores que habían cometido y lo tarde que se había fijado. Ellos se burlaron un rato, como solían hacer, pero después de algunos tragos parecieron entenderlo, de a poco hablando de sus propias pérdidas, de cómo la vida no había sido fácil para ninguno, de lo que extrañaban y anhelaban aunque los hiciera vulnerables. Habían pasado tanto tiempo entre conversaciones mundanas y comentarios al vuelo que Samuel apenas los reconocía, pero aún así sentía que no había sido tarde para dar ese paso, abrirse y recibir comprensión del otro lado. Esos amigos de toda la vida habían estado ahí desde siempre.

Cada vez que llegaba a casa o salía pasaba a ver las flores. Acariciaba con cuidado cada pensamiento que de a poco agarraba fuerza, que sacaba nuevas hojas y parecía no importarle el frío de algunos días. Samuel les hablaba cada vez que podía, les deseaba que crezcan fuertes y hermosas, que mantengan su aroma y las llamaba Sandra. Hizo lo que pudo con el resto del jardín, tratando de recuperar la tierra seca y el pasto que apenas quedaba, pero aunque era un proceso lento estaba dispuesto a esperar.

Así se sintió más pleno, recuperando vitalidad perdida, ganas de hacer cosas y salir a caminar a veces. Cuando lo hacía, sin embargo, sentía ese silencio que llega de a poco, que venía de una brisa o un ladrido a lo lejos, y trataba de volver más rápido para llenarlo con sus pasos, para acercarse al jardín y sus pensamientos. Agitado llegaba y les hablaba, seguro que escuchaban atentas, que le respondían incluso, y las miraba con una ligera sonrisa sabiendo que mientras siguieran ahí estaría todo bien, que ella estaba a su lado siempre.

«Te quiero, Sandra», le dijo a las flores, pero por un pequeño instante el silencio volvió a cubrirlo pues nada ni nadie le respondía. Abrió mucho los ojos repitiendo su nombre, pero los pétalos seguían igual de coloridos, las hojas agarrando más fuerza y los tallos más firmeza. Ninguna voz le respondió, ninguna señal externa le indicaba que seguía ahí, y aunque preguntó de nuevo obtenía el mismo resultado. Ella había vuelto a él, lo sabía, pero ya no quería hablarle. Respiró más rápido sin saber dónde más buscar, seguro que había pasado algo, que tal vez la tierra estaba muy seca, que necesitaba repeler algunos bichos, pero todo parecía estar bien y aún así no cambiaba nada. Sandra, que le acompañó por tantos años, cómplice de toda una vida, prometiendo seguir juntos por siempre a pesar de todo. Sandra, que con una sonrisa lo calmaba y le ayudaba a seguir adelante, que le rompió el corazón con su partida, que la tenía ahí en frente pero silenciosa.

«No», se dijo entonces, dando un paso atrás, dejando que nuevas lágrimas le llenaran las mejillas. Volvió a casa y trató de no pensar en ello, de dejar que el tiempo pasara, y con los días los colores se fueron yendo y las hojas arrugando, el verde brillante se tornó marrón y de a poco todo fue cayendo. Miraba desde la ventana, luchando con esas ansias de correr a cuidarlas, a regarlas y hablarle cosas, ponerles música y limpiarlas, pero no podía hacerlo. El corazón le latía con fuerza dejando que los pétalos cayeran de a poco, como despidiéndose.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro