Patillas de lana
Me doy ánimos ante el espejo, convenciéndome que soy el mismo de antes y todo va estar bien, que la piel muerta que tiré al basurero no será más necesaria. Suspiro más fuerte antes de ir a las escaleras, con el pecho agitado en cada escalón, como si estuviese fuera de lugar en mi propia casa.
«Diego, apúrate, que vas a llegar tarde a clases», escucho desde la cocina sintiendo un golpe en el pecho que lucho por ignorar, y luego de besarle la frente me siento a su lado, con la mejor sonrisa que puedo emular. Me mira con las cejas juntas y tomando su té, y sé que en su interior se pregunta cómo crecí tan rápido. Le respondo que está bien, que hay tiempo, y como noto que el rostro se calma respiro tranquilo, o lo intento. Desayunamos en silencio y al rato me despido con otro beso. Ella sonríe y me desea un buen día, esperando que aprenda mucho. Pero salgo apurado con mi bolso al hombro, apretando la mandíbula hasta que cruzo la reja y ya no estoy en su línea de visión, para que las lágrimas salgan limpiamente.
Cada día cuesta, cada uno es distinto, por la cresta. Camino tratando de no pensar, de llegar al paradero, tomar la micro y llegar al trabajo para que la mente se entretenga de alguna forma, como lo ha hecho por casi diez años.
A la hora de almuerzo le cuento a Francisca lo que pasó, pero ya pasamos esa etapa en la que había algo que decir, en que había una nueva posibilidad en vez de tener que aguantar. «Ya pasará, Gabriel» me prometió, y aunque mi mente no lo entendía siempre le termino creyendo. Sin embargo, esa noche me mostró uno artículos y videos que encontró, y no pude evitar un nudo en la garganta ante la posibilidad, con esa esperanza que después de tanto tiempo seguía intacta, aunque doliera.
Sabía que después de tanto tiempo sólo nos hacíamos daño con la esperanza, que su mente se iba deteriorando cada vez más y no podíamos evitarlo. Pero no podía quedarme de brazos cruzados y tirar la toalla, dejar que el tiempo pasara y verla caer cada vez más en la prisión de su mente, porque la necesitaba. Su mirada compasiva, su alegría y fortaleza fueron lo que me ayudó a salir adelante, siempre escuchando y dando algún consejo, siempre dispuesta a ayudar con una sonrisa a pesar de todo, y cuando papá se fue para no volver siguió ahí en una pieza, sin jamás mostrar flaqueza. Era mi apoyo, mi fuerza para avanzar como lo hice, y no podía soportar el vacío que dejaba su ausencia.
Me acerqué y le hablé con ternura mientras ella me llamaba Fermín, como su hermano menor que murió en un accidente hace ocho años. Le dije que todo estaba bien, que la quería ayudar, pero sólo cuando le dije "hermanita" accedió con una sonrisa. Tragué saliva sin poder evitar el temblor de mi barbilla, y le puse los auriculares que había traído, con el alma en un hilo. La música comenzó a sonar mientras mantenía el ceño fruncido, mirando a todos lados, pero a los pocos segundos ahogué un suspiro al ver que cerraba los ojos, soltando las cejas. Comenzó a tararear la canción, como cuando pasaba el paño de sacudir en la repisa del living mientras yo jugaba en el suelo.
«La incomparable», dijo sonriendo, y se me apretó el pecho mientras me contaba lo que había cocinado ese día, que una tía iría a vernos más tarde y quería dejar todo listo antes de que llegara. Era cierto, también lo había olvidado, pero pude imaginar la escena completa con Cecilia de fondo y ella limpiando apurada. Era ella, sin duda alguna, y había logrado salir por un rato de la neblina de su mente, y aunque pronto volvió a ella supe que no todo estaba perdido.
Le conté a Francisca y nos abrazamos largo rato, mientras las lágrimas me quemaban las mejillas pero de felicidad.
Así corrieron las semanas, y aunque seguía viéndonos como familiares o amigos de hace años ya no dolía tanto, pues la emoción de verla reaccionar ante la música me daba alguna esperanza de tenerla cerca, al menos por un tiempo.
La vida parecía menos oscura aunque la rutina se mantenía, con un peso en los hombros que disminuyó un poco, aunque aún se mantenía. Pude concentrarme más en el trabajo, actuar menos malhumorado ante los problemas, y aunque mis colegas lo notaron evité comentarles demasiado por miedo a causar demasiadas expectativas. No todo estaba arreglado, para nada, pero al menos había algo distinto que me tranquilizaba.
Francisca me esperó en una cafetería, y de lejos la noté distinta. Hablamos un rato de nuestro día y la preocupación que sentía, sabiendo que no era el final del camino pero que al menos había alternativas. Le conté sobre las ideas que tenía, pensando en llamar a familiares que me ayudaran a recolectar momentos y canciones para armar un mapa musical de su vida, y al mostrarle la lista que llevaba me apretó la mano con fuerza.
«Vas a tener que renovar el repertorio», me dijo con un brillo distinto en la mirada. Pensé que hablaba de historias antiguas y canciones casi olvidadas, cosa que de seguro leyó en mi cara, y después de negar ligeramente puso mi mano sobre su vientre. «Hay que poner también canciones de cuna»
«No». Se me erizaron los vellos de la nuca, mientras todo alrededor se congelaba.
«Sí»
«¡No!». Mi mente fue de un lado al otro, reviviendo conversaciones y momentos, abriendo más los ojos con la boca abierta.
«¡Sí!»
«¡Sí!». La abracé tan fuerte que temí que se rompiera, pero no podía contenerme. Un hijo, no podía creerlo, una luz que iluminaría nuestras vidas que por tanto tiempo estuvieron oscuras.
«Gracias, gracias». La llené de besos cubriendo sus propias lágrimas de felicidad, mientras ella reía. «Casémonos», propuse, adelantando una fecha que nunca tuvimos la fuerza de concretar, pero que ahora parecía lo más sencillo, y después de asentir me rodeó el cuello con los brazos, besándome con tanta ternura que sentí que se me escapaba el corazón por el pecho. «No puedo esperar a decirle a...»
Y me detuve a mitad de la frase sintiendo un escalofrío que subió hasta el cuello. Nos miramos y supimos que no era tan sencillo a pesar de las veces que habíamos hablado del tema, del amor que nos llenaría por completo y las ganas de darle a mi madre un nieto. A pesar que doliera pensarlo no sabía qué clase de abuela podría ser, cómo sería el día a día si tal vez no lo podría reconocer. ¿Qué pasaba si olvidaba cómo tomar un bebé, cómo moverse tranquila sin asustarlo, si no reaccionaba bien ante un gesto o sonido, o de un momento al otro no sabía quién era y lo confundía con un sobrino?
Pero también surgieron las dudas de mi pasado, las inseguridades de toda una vida, tratando de recordar cómo era mi padre conmigo antes que se fuera, cómo mamá había sido el soporte y el hombro, la risa y el llanto, pero que luego todo se había esfumado. Me sentía atrapado e inútil, sin haber aprendido nada de mi pasado, angustiado ante lo desconocido como cuando era un niño. De pronto me vi ese día en la presentación del colegio, asustado antes de salir al escenario, sudando igual que ese día con el disfraz que ella me había hecho con sábanas, botones y lana, y con mi voz aguda llena de gallitos acompañando movimientos torpes y cojos. La burla y el miedo lo habían llenado todo, y de no ser porque ella estuvo dando ánimos y abrazándome luego no habría salido adelante, pero ya no podía hacerlo, pues ya no entendía qué pasaba, dónde estaba ni me conocía.
¿Qué clase de padre iba a ser si el sólo hecho de pensarlo me provocaba un escalofrío?
Francisca me apretó las manos con fuerza, con su infinita fortaleza. Le conté de nuevo mis problemas, asegurando que no eran dudas sobre tenerlo sino que que todo lo contrario, pero me abrumaba la idea de no tener el soporte que tuve por tanto tiempo, cómo decirle a mi madre y que lo entendiera. «Encontraremos la manera», me dijo, y lo hablamos por largo rato, mientras soñamos sobre los cambios que tendría nuestra vida, las dudas y alegrías, la incertidumbre y el amor que nos llenaría, y entre eso pensamos una forma de abordar el problema, aunque para ello necesitaba darlo todo esperando que ella lo entendiera.
Entre Luis Dimas y Buddy Richard le intenté explicar que nos casaríamos, que seríamos muy felices y que la necesitaba conmigo, pero aunque se alegraba le costaba ponerle nombre a mi cara, pues junto a esas canciones apenas había una versión mía que reconociera, un hijo al que abrazar o darle un consejo. No tuve las agallas para contarle que sería abuela.
De todos modos adelantamos los preparativos de la ceremonia, coordinando invitados, la comida, ropa, música y otras cosas. Me miraba el espejo y no sabía cómo interpretar mi reflejo, si era alegría o angustia lo que más sobresalía, pero al inspirar profundo trataba de concentrarme en lo que realmente importaba, en dejar de pensar en que todo saldría mal, que no sería el momento adecuado y no estaría listo para enfrentar lo que vendría.
Y en un abrir y cerrar de ojos el día llegó, con un ajetreo que partió bien temprano y prometía no terminar jamás. En la puerta de la iglesia saludé a amigos del colegio, colegas de ambos y familiares que viajaron largas horas para estar aquí, todos contentos por ambos, expectantes de la fiesta, y yo tan nervioso que cada cierto tiempo tenía que secarme la frente. Mamá llegó y se sentó en primera fila, y aunque se le veía contenta le preguntó al de al lado, su primo, hace cuánto conocía al novio.
Pero todo salió de maravilla, con palabras sencillas del cura, de libreto pero bien dirigidas, buenos deseos y un beso tímido con Francisca, sellando con ello una unión que fue surgiendo de a poco, cada vez más íntima y cómplice, llegando a leer en el otro las dudas y esperanzas sin poder ocultarle mis miedos, aunque sabía que los entendía.
Llegamos a la fiesta y todo fue un caos en el buen sentido, con la suficiente elegancia para los más preocupados y abundancia para los que no, y todos se veían felices cuando nos acercábamos a sus mesas por unas cuantas fotos grupales. Francisca estaba de ensueño, con su vestido blanco adornado con su hermosa sonrisa, y de sólo pensar que adentro llevaba el fruto de nuestro amor me sacaba una sonrisa.
La comida se transformó en el postre, en la torta y los discursos, con palabras de cariño de amigos y colegas que me llenaban el alma. Se veían todos felices de vernos así, de reencontrarse con algunos o conocer a alguien nuevo, de pasar un rato agradable con la fiesta que estaba recién empezando, esa donde los que más preocupados están son quienes la organizamos. Al final todo esto es para celebrar juntos, para grabar momentos en la memoria que estarían ahí siempre, marcando un antes y después de lo que sería el resto de nuestra vida. Era todo hermoso, sí, pero sabía que no duraría por siempre, que ya era hora de tomar los riesgos que necesitaba, y con las manos sudorosas nos separamos del grupo para cambiarnos a algo más cómodo.
«¿Estás seguro», me dijo Francisca mientras retocaba su traje.
«No. Estoy aterrado»
«Bien. Así está mejor». Y en su sonrisa estaba toda la confianza que un hombre podría desear, toda la complicidad para llegar hasta este punto y la promesa que, pasara lo que pasara, lo enfrentaríamos juntos. Maldición, amaba a esa mujer.
Al otro lado escuché las mesas moverse para darle espacio a la pista de baile. La barra se puso manos a la obra para hacer valer la invitación etílica, y las luces bajaron para darle protagonismo al escenario improvisado. Detrás de la cortina respiraba agitado, tragando saliva como loco y apretando la mandíbula mientras mi esposa salía por un costado acompañada de un caluroso aplauso.
«Muchas gracias a todos por este día, que ha sido de ensueño», comenzó desbordando la naturalidad de presentadora profesional. «Pero tenemos una sorpresa más, para que sea inolvidable. Gabriel, el escenario es todo tuyo».
Aplausos y vitoreos me llegaron desde el otro lado, y respiré hondo por última vez, con las mejillas hirviendo. No estaba listo, por supuesto, pero si la vida me ha enseñado algo es que uno nunca termina de estarlo.
Ahí estaban todos, con los ojos muy abiertos sin saber qué decir, el escenario vacío y un micrófono al centro, pero también estaba mi madre sentada entre ellos, aunque miraba para todos lados sin saber qué pasaba. De pronto las caras fueron las mismas que ese día. Expectantes, sí, pero con la burla lista, como si esperaran el momento exacto para despedazarme o lanzar tomates. Pero había pasado demasiada agua bajo el puente desde ese día, demasiados problemas y alegrías, y no podía dar pie atrás en ese momento, ya no, con los ojos clavados en lo que haría. Cuando la música comenzó a sonar el corazón me golpeó con fuerza, pero al verla ahí sentada supe que no tenía otra alternativa.
Tomé el micrófono con toda la seguridad que pude juntar, tratando de no moverme tan brusco para que los botones plateados no se salieran. Enfrenté las miradas de extrañeza de todos, de seguro por el jopo y las patillas de lana, pero la sonrisa de Francisca me llenó de la confianza que necesitaba.
«We're caught in a trap». Aún así surgió el mismo miedo que ese día, las mismas ganas de salir corriendo.
«I can't walk out». Miraba a todos lados captando las del resto, que pasaban de la gracia a la incomodidad, de no entender nada a divertirse con mi traje blanco, escote hasta el abdomen incluido. «Because I love you too much baby»
Marcaba el ritmo con una pierna haciendo bailar a los cordeles blancos que colgaban del cinturón, mirando hacia un lado con la actitud gozadora que ella me había enseñado hace tantos años, porque lo que había faltado en presupuesto lo suplió con entusiasmo. Sin embargo, mis movimientos seguían siendo torpes, poco ensayados y descoordinados como el mal acto que era, pero de todos modos el público marcó el ritmo con las palmas, seguramente porque no tenían otra salida.
Pero su mirada era todo lo que buscaba. Estaba ahí sentada moviendo la cabeza de un lado al otro tal vez recordando su infancia, quizás vagando de un lado a otro entre lagunas de recuerdos, de cuando lo vio en video cuando pequeña o mirando sus fotos en una revista, sin saber en dónde estaba ni porqué lo escuchaba. Sus ojos iban de aquí para allá sin fijarse en nada, mientras yo trataba de seguir el ritmo y llamar su atención con la mirada, pero justo antes del coro miró al escenario y sentí un golpe en el estómago, como esos que le siguen a un rayo de esperanza.
«We can't go on together». El mismo gallito salió de mi garganta, con la misma intensidad cubierta de miedo, inseguridad y dolor. Las mismas risas salieron del público, disminuyendo mi cuerpo a una masa asustadiza, a un ente sin valor ni futuro, pero no podía dar pie atrás, aunque doliera. «With suspicious minds»
Lo único que me importaba era su rostro, cómo cambiaba, cómo buscaba un hilo donde aferrarse, cómo miraba al escenario tratando de entender, y por un instante pude ver que sus labios se movieron con extrema sutileza, pero al ritmo de la música. Ahí estaba, yo lo sabía, maldición.
«And we can't build our dreams». El mismo gallito y las risas, el mismo ambiente, el mismo escenario claustrofóbico y las mismas patillas de lana, estrangulando el micrófono como punto de apoyo. La fulminé con la mirada, con los dedos temblando, y un brillo que estuvo enterrado por años surgió en sus ojos mientras alzaba las cejas. «On suspicious minds»
Solté todo y me acerqué a ella, que con ojos vidriosos me miraba desde su silla. Era ella, ahí de nuevo, asintiendo mientras cantaba como la única que me dio fortaleza ese día, por la única razón que no salí corriendo a enterrarme en lo más profundo, y mientras la música seguía de fondo y algunos coreaban me hinqué al frente, también llorando.
«¡Hijo, estás tan grande!», dijo con una voz un tono más alto, con las manos en mis hombros.
«Gracias, mamá»
«Lo hiciste muy bien, mi niño». Sonreía mientras se le marcaban las arrugas en los ojos y la frente, aunque podría jurar que rejuvenecía.
«Mamá», volteé para llamar a mi esposa que con ojos llorosos sonreía. «Nos casamos»
«Oh, hijo, qué bueno. Sí, ¡es muy bonita!», le dijo y nos pilló a todos desprevenidos, sacándonos una risa.
El segundo coro llegó y unos cuantos ayudaron a cubrirlo, dejándonos en una especie de burbuja, donde el tiempo y los recuerdos se mantenían.
«Mamá», apreté los dientes con fuerza para no perder la voz, mientras con la mano en el vientre la mirábamos los dos. «Vas a ser abuela».
La música siguió afuera de nuestra burbuja, con gente cantando y entendiendo que podía seguir la celebración, que aquel era un momento que todos recordaríamos, sobre todo nosotros.
Un aplauso espontáneo cubrió el gran salón mientras nos veían abrazarnos, con sonrisas cubiertas de lágrimas pero de alegría. Y aunque ese momento duraría poco sabía que se mantendría, a pesar de todos los problemas que vendrían, de las peleas y caprichos, las noches sin dormir y el miedo constante. Y ella estaría a veces, lo sabíamos, porque el resto del tiempo yo sería un tío ya fallecido o un compañero de colegio, Francisca una vecina del barrio, y nuestro hijo tal vez un sobrino o su hermano cuando chico, pero sabíamos que en el fondo seguía ahí, en algún lado, y tal vez la música serviría para recordárselo.
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