Papas mayo
Coté miró a todos lados sin entender nada, cambiando sus expectativas por algo totalmente distinto. ¿Dónde estaba la plaza de antes, la estatua del centro, la soledad de las noches?, nada de eso quedaba. En su lugar había mucha gente, las calles cortadas, la estatua decorada, algunas luces artificiales rodeando el perímetro y mesas dispuestas en filas con sus respectivas sillas.
Tragó saliva avanzando lento, tratando de pasar desapercibida, y es que ella conocía esos barrios sólo un poco, por las veces que había paseado con amigas o para las navidades, cuando por tradición recorrían el centro para darle un sandwhich y una bebida caliente a la pobre gente de la calle. Pero las que estaban no eran personas solas, mirando el suelo con una manta; no tenían el pelo sucio, pegado y desordenado ni los dientes rotos de malos tratos, sino que había una mezcla variada de hombres, mujeres e incluso niños llevando manteles y conversando a viva voz en la noche, repartiendo servicios, vasos y platos de plástico, ordenando potes con diversas mezclas y con unos cuantos carteles y telas. Todo ordenado, como si fuese una fiesta.
Una voz desde atrás la sacó de la nube en la que flotaba.
—Mijita, ¿se va a sentar?
—¿Cómo? —estuvo a punto de dar un paso al lado por acto reflejo, pero se retractó en último momento al darse la vuelta y ver a una señora risueña, ancha de caderas y con un delantal encima.
—Que si se va a sentar a la mesa.
—No, no, yo... —miró a todos lados buscando apoyo, pero sólo encontró caras comunes y corrientes con toda la tranquilidad posible.
—Siéntese, que nos quedan puestos.
Así Coté se sentó, más por educación que ganas, entre medio de un señor entrado en kilos y un joven flacucho con la mirada baja. Miró a todos lados sin saber qué hacer, mientras el resto se llenaba los platos con distintas cosas, los vasos con bebida y comenzaban a comer.
—Usted no es de por acá, ¿cierto? —preguntó la misma señora, un par de puestos más allá, mientras comía trozos de pollo y tomate con cebolla.
—No... vengo de pasada —respondió Coté mirando hacia el lado, porque no tuvo agallas para decir la verdad.
—Páseme las papas mayo, por favor.
—¿Éstas? —las miró como de lejos, agrandando más los ojos mientras pasaba el pote al otro lado y sacando un poco en el camino, porque le sonaban de nombre.
Y mientras las comía con cuidado primero y ganas después fue escuchando las conversaciones a ambos lados, las historias disparatadas y las dudas entremedio. Miraba con recelo sus servicios de plástico, pensando que en cualquier momento podrían romperse, pero resistían bastante bien a los pedazos de papa, de zanahoria, a la lechuga picada y los trozos de pollo asado que no sabía cómo habían llegado. Cerró los ojos un momento pensando qué estaba haciendo tan lejos de sus barrios, pero los abrió recordando las veces que les decía a sus amigas que quería conocer el mundo, recorrer los pueblos y aprender del resto para tener historias que contar, así que puso más atención a lo que decían con una ligera sonrisa. Aunque algunas muletillas no le sonaban se rió igual de los chistes, y al rato dejó de importarle lo que se decían porque parecían todos felices con ello.
Terminó la comida y muchos siguieron donde estaban, comentando una que otra cosa junto a un vasito que llenaban de a poco, y mientras se le coloreaban las mejillas y los ojos se achicaban de a poco hablaban más fuerte, discutiendo sin importarles que todos escucharan. Recordaban el tiempo que estuvieron sin trabajo, lo porfiados que eran los hijos, lo cansado de los viajes en micro, y le echaban la culpa al otro, al resto, a todos a veces, pero aunque el otro le discutía que era un tema de esfuerzo no parecía que fuesen a llegar a las manos.
Imitó al resto cuando se puso de pie, tomando platos y bandejas, potes con restos de ensalada y mayonesa que juntaron en un lado. Miró cómo en otras mesas hacían lo mismo, y bastó hacer un barrido para notar cómo los ánimos estaban más alegres, las conversaciones más altas y la música comenzando a sonar al fondo. Se frotó el brazo izquierdo con la mano derecha, enchuecando la boca hacia un lado, y cuando se dio cuenta se acercó a la misma señora que la había invitado antes, que echaba restos en una bolsa de basura.
—¿Le ayudo en algo?
—No, no se preocupe —respondió la señora junto a una cálida sonrisa—, si guardamos esto y estamos.
—Está bien... —Miró los edificios del fondo, el caballo pintado al que le amarraron unas cuerdas, los faroles rotos y un olor distinto en el ambiente que no sabía a qué se debía. Había visto y leído noticias, pero aún así no estaba segura, y antes que la sensación de incomodidad llegara prefirió mirar a la señora de nuevo, levantando una ceja tratando de parecer despreocupada— Oiga, ¿y cómo está todo por acá?
—¡Si le contara! —le respondió con un resoplido y una risita, pero Coté no supo cómo hacerle ver que su pregunta era genuina así que guardó silencio.
Entonces la señora le contó su vida como si esa fuera la pregunta. Se llamaba Rosa y le mostró fotos de los hijos, le habló de su casa en la villa y las vecinas que se juntaban todos los viernes a tejer y cuchichear tomando té. Le contó del marido que llegaba con trago a veces, pero que la quería harto porque seguía buscando pega sin descanso. Le habló de los viajes en micro, del colegio de los hijos, orgullosa que al menor haya ido bien en el campeonato aunque era medio flojo para ayudarla en la casa. Le habló también de las poblaciones cercanas, de la droga y el miedo que tenían a veces cuando tiraban fuegos artificiales en la noche, de la hija que a veces llegaba tarde de una fiesta y no le avisaba haciendo que se quedara despierta, por si acaso. Pasó de la familia a los vecinos, de la construcción al carrito de sopaipillas, del dolor en la pierna que tenía hace meses pero que aún no podía verse en el consultorio, y poco a poco el contexto se fue armando desde distintos lados, con pequeños detalles que representaban a toda una vida, a muchos de los que había en la plaza y que, por uno u otro motivo, habían preferido estar ese día ahí y no en sus casas. Coté la miró apretando los dientes, para que no se notara que era primera vez que estaba tan cerca de una historia así.
Justo entonces sintió que le vibraba el teléfono y lo sacó con disimulo, tapándolo con ambas manos como por acto reflejo. «¿Dónde estás?, ¿ya lo hiciste?, ¡te estamos esperando!», decía el mensaje de Joaquín, su novio. Pero en vez de verlo como un respiro lo sintió como algo fuera de lugar, como si de pronto llegara un recordatorio de cosas muy lejanas que eran suyas. No había revisado el teléfono por varias horas, cosa que jamás hacía, y se dio cuenta que tenerlo en la mano no le generaba ninguna satisfacción. De pronto recordó dónde estaba y qué estaba haciendo, y alzó la vista hacia la señora, pidiendo disculpas con la mirada.
—Disculpe, ¿y qué más pasó? —le dijo guardando el celular en la cartera.
Algo adentro bombeaba distinto, como si nuevas puertas se abrieran en su vida y no podía desaprovecharlo. Recordó los viajes que había hecho, las tardes de fiesta con las amigas, la tranquilidad de moverse donde quisiera sin preocuparse del resto, pero el panorama que tenía en frente hacía que todo eso se sintiera distinto. Había algo alrededor que no sabía cómo identificar, una comunión distinta a la que conocía, algo que les permitía juntarse y conocerse sin muchas palabras, como si identificaran al de al lado por un par de gestos y supieran que estaban en las mismas. Se notaba en algunas miradas que percibía hacia ella, aunque no sabía si era por su pelo o la ropa recatada que había elegido para ese día, pero que le dejaban en claro que ese no era su lugar, que era una polizonte en un viaje que al que no debía asistir. Pero a pesar de todo nadie le preguntó su apellido ni de qué escuela salió, nadie la miró de pies a cabeza reconociendo las marcas de su ropa y perfume, sino que parecían interesarse en ella como lo harían con un extranjero que no conocía la capital, alguien a quien tal vez podrían ayudar.
Y la historia de la señora siguió por otros rumbos, yendo más de lleno a lo que había pasado en el último tiempo, a lo difícil de movilizarse, de encontrar trabajo, de estar atentos ante los de verde, que por suerte no estaban intentando echarlos de ahí esa noche. Le contó historias que no podían ser ciertas ciertas, cosas desagradables con una soltura que parecía inventada, pero que al rato se transformaba en una rabia contenida que no había visto antes. Prefirió callarse cuando empezó a insultar al resto, porque no tenía las palabras para responderle y algo adentro se preguntaba qué tan cierto era todo si ella nunca lo había visto.
El tiempo pasó volando y no se dio cuenta cuando todos se fueron juntando en el centro, con más gente llegando desde todos lados. Salió música desde distintos parlantes y los griteríos subieron, momento en que la señora Rosa dejó las historias para juntarse un rato con el resto que habían movido ya las mesas y sillas a un lado. Pronto se apretujaron más en el centro, y las miradas preocupadas a todos lados se transformaron en sonrisas, con algo distinto en la mirada que Coté no pudo reconocer. Vio a la señora cerca, y por un rato se sintió extraña, pero los gritos que crecían la distrajeron cuando alguien anunció que faltaba poco para medianoche.
Recién ahí se dio cuenta que estaba lejos de los papás y amigos, de los barrios de toda la vida y sus perros regalones, pero no se sintió tan mal como pensaba. Lo segundos pasaron rápido, y una sensación extraña le recorrió el estómago cuando ya sólo quedaban treinta segundos, como si algo fuese a cambiar rotundamente y la vida no fuese la misma. Pero a pesar que sabía que no era tan importante sonrió nerviosa a los quince segundos, mirando el caballo pintado y con lienzos colgando, y sin saber por qué coreó los restantes con el resto, como si aquel fuese el momento más importante de sus vidas. A los ocho olvidó que no era su casa, a los siete que no sabía sus nombres, a los seis que andaba sola en la noche, a los cinco que habían planeado cosas más tarde, a los cuatro que no estaba segura si la echaban de menos, a los tres que nunca se había sentido tan a gusto rodeada de extraños, a los dos que no sabía cómo volver, al uno que no sabía qué sería de su vida, y de pronto fue todo una fiesta.
Los gritos rebotaron en los edificios junto a las luces de los láseres de múltiples colores y los fuegos artificiales que no sabía de dónde salían. Todos se miraron con una sonrisa cómplice, de esas que rara vez aparecen, y se abrazaron como si fuesen amigos de toda la vida. Coté se sintió sobre una nube, como mirando todo de lejos, y sin control de sí misma fue abrazando a todo quien se acercara, murmurando deseos para un nuevo año, para una nueva vida. Jamás pensó que viviría eso yendo al centro como parte de una apuesta. A lo lejos vio acercarse a la señora Rosa y sintió un calor surgiendo en el pecho, algo que no tenía sentido alguno porque la conocía hace sólo un par de horas, pero cuando la abrazó sintió como si fuese una tía lejana, alguien que no sabía que extrañaba hasta que la veía, transformándose de pronto en lo más importante.
La música llenó la plaza haciendo eco en todos lados, y aquel lugar de reunión se transformó inmediatamente en una gran pista de baile donde todos saltaban, giraban y reían como si no pasara nada. Coté miró con disimulo hacia los lados mientras abrazaban a los recién llegados, y de un momento a otro estaba bailando en un grupo grande y totalmente descoordinado, donde no importaba la canción ni los movimientos sino que disfrutar el momento. Los minutos se perdían entre canción y canción, el tiempo se desvanecía en una masa de brazos y piernas moviéndose por doquier, y ella siguió sonriendo sin siquiera pensarlo, sin que importara demasiado.
Pero algo adentro le impedía disfrutar completamente ese momento, como si una fuerza extraña le apretara el pecho y le impidiera respirar profundo. Tenía los brazos sudados de bailar y las piernas ya se iban acostumbrando a lo mismo, pero de pronto una ráfaga de viento pareció removerla por dentro y hacerla pestañear más deprisa al saber que ya había ganado la apuesta que había hecho con sus amigos de estar ahí a esa hora. Tragó saliva con fuerza mirando a cualquier lado, y pronto se dio cuenta que a pesar que seguía ahí en realidad era todo mentira. Miró el suelo y vio sus zapatos llenos de polvo, y de pronto eso pasó a ser un problema más grave de lo que parecía. Seguro su ropa estaba sucia y sudada, su pelo desordenado y el maquillaje algo corrido, y al sentir las manos sudorosas se dio cuenta que por algún motivo ese momento ya se había ido.
—Lo siento, pero me tengo que ir —le dijo a la señora Rosa, sin poder ocultar el temblor de la barbilla.
—No, quédese un ratito más, que la estamos pasando tan bien.
—Sí, pero... —Sin darle mucha importancia sacó el celular de la cartera, viendo a la rápida la decena de mensajes no leídos, todos preguntando dónde estaba y por qué aún no llegaba— Tengo que volver.
—Ohh, a ver a su familia me imagino. Está bien, aproveche —le dijo junto a una de esas sonrisas que escondían una pena que había aprendido a sobrellevar con el paso de los años.
Coté la miró con una ligera mueca, preguntándose si se habrían juntado los papás en la casa o andaba cada uno por su lado, tratando de acordarse si él había vuelto del viaje de negocios y ella de ver a sus hermanas en el sur. No supo si el impulso fue suyo o producto de las circunstancias, pero cuando se dio cuenta ya estaba abrazando a la señora sintiendo el calor de su cuerpo, la textura de su ropa y el olor de su pelo. Su mente le jugó una mala pasada y le hizo acordarse cuando iba a ver a una tía a Europa, y después de varios días de aventuras se tenía que ir sin saber cuándo la vería de nuevo. Era el mismo sentimiento, y cuando se separó tuvo que tragar con fuerza, sorprendida al darse cuenta que sentía un poco hinchados los ojos, y se esforzó porque le salieran las palabras para no parecer mal educada.
—Que esté muy bien. Y Gracias.
—Usted también, mi niña. Cuídese.
Se despidió del resto con un gesto de mano que todos le respondieron con buenos deseos para el año, y soltando el aire lentamente dio media vuelta para alejarse hacia una de las calles aledañas, apurando el paso para no arrepentirse. Cuando llegó a la esquina volvió a sacar el teléfono para pedir un transporte, indicando que la esperara un par de cuadras más lejos, y avanzó lento hacia el punto de encuentro mientras la música continuaba y los gritos a lo lejos prometían seguir por toda la noche. Al llegar el auto dio media vuelta para darle un último vistazo a esa masa de gente que celebraba como si nada más importaba, aunque ahora algo le decía que era todo lo contrario.
Pronto el auto se alejó de las multitudes y dobló para tomar la carretera, transformando rápidamente el paisaje en la mitad de la noche. Coté se fue con la frente apoyada en la ventana, mirando cómo de a poco iban subiendo los ingresos, los metros cuadrados, la cobertura médica, los aranceles cuyo monto no importaba, las vacaciones al extranjero, y al pensar en la nana que seguro le había dejado la pieza impecable suspiró sin darse cuenta, sabiendo que aquel contraste era algo nuevo y ya no podía escapar de ello, con todo cambiando tan rápido que parecía de ensueño. Iba a casa con su familia y amigos para seguir disfrutando la vida, pero su reflejo en el espejo retrovisor se veía extraño, porque a pesar de todo ya no sonreía.
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