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Nostalgia perdida

Aproveché el poco tiempo entre turnos para dibujar los prados que llegaban hasta donde alcanzaba la vista, recordando el olor del trigo mezclado con el pasto, casi viendo a los trabajadores a lo lejos, quemados por el sol. A un lado seguí pintando ese tractor amarillo que llevaba años varado sin que nadie lo moviera, como contrapunto a las hojas y la tierra pero ya transformado en el hogar de las aves y animales pequeños. Con cuidado pinté los cencerros de las vacas pensando en su ritmo lento e incesante, que sumado a los relinchos, balidos y mugidos por la mañana eran todo lo que necesitaba para saber que estaba ahí, en ese pueblo que tanto me había dado, a un ritmo tan pausado, donde me había formado y que tanto echaba de menos. Pero apenas soltaba el pincel volvía a la gran ciudad, esa que no se detenía nunca, jamás escuchaba a los animales ni valoraba el trabajo con las manos, no se ganaba el pan a punta de esfuerzo sino que por transacciones, donde la gente no saludaba y ni hablar del perdón y gracias. Cerré los ojos para respirar profundo, repitiéndome que era necesario, pues este es el único lugar donde tengo una oportunidad de mostrar lo que puedo hacer. Sólo aquí tiene lugar mi arte.

Pero este es un oficio terrible, con mucha gente haciendo cosas pero tan pocas oportunidades que siempre es un viaje extenuante. Así llevo varios meses, yendo de aquí para allá con mi portafolio en mano, aguantando rechazo tras rechazo, respirando profundo antes de salir de nuevo a la calle, a la siguiente batalla. La cafetería es el salvavidas que me mantiene respirando aún, donde puedo pagar un techo y tener algo que comer, pero cada día se transforma en una carrera, cada oportunidad un duelo a muerte contra otros igual de desesperados, sin ninguna certeza que encontraré algo más grande un día, tan distinto a lo que esperaba allá en casa, antes de partir.

Dejé mis datos y muestras en un nuevo lugar, esperando siempre esa luz de esperanza. Ya lo verán, le digo a mis amigos cuando insisten en que haga otra cosa, porque si hay algo que he aprendido en la vida es a no dar mi brazo a torcer tan fácil, a disfrutar el momento y seguir luchando siempre, a demostrarme que soy capaz, que el mundo no es tan malo y la oportunidad ya llegará. Pero la esperanza no paga el arriendo ni la comida envasada, no permite viajar a galerías y agencias para mostrar trabajos ni llamar a lugares para concertar reuniones. La esperanza, como la vida se encarga siempre de demostrar, no sirve para que el día siguiente llegue y tengas una nueva oportunidad.

Llevaba a todos lados mis pinceles, lápices, pinturas y papel absorbentes, lista para cuando un rayo de inspiración y unos minutos de espera entre turnos surgieran. Dejando de lado esas pinturas personales buscaba nuevas formas de representar mi entorno, la vida en la ciudad tan ajetreada, tan distinta, sin descanso alguno, con viajes en metro apretados, pasos apurados, semáforos en mal estado y bocinazos por doquier. Líneas fugaces de un punto a otro con colores fuertes y pequeñas siluetas a un lado, con uno que otro punto verde para mostrar la escaza vegetación. Caras planas y gestos tristes, unos al lado de otros, a veces mezclándose en una sola mancha que se movía como un todo. Eso es lo que éramos todos, tan distinto en comparación, tan extremos que era abrumador. Pero esta ciudad es el único lugar donde las pinturas y rayas tienen algún valor, el único donde a alguien más le podía interesar la idea detrás de mis trazos, el uso de un color y no otro, la expresión mediante los amplios espacios y a veces lo desconcertante de la unión de todo, así que no tenía otra que aguantar y adecuarme.

Serví cafés y limpié mesas lo mejor que pude, manteniendo una sonrisa a los clientes a pesar que no quería. Hacía doble turno cuando no estaba corriendo para mostrar mis trabajos, fregaba el piso con fuerza para terminar pronto, ordenando todo para que no hubiese problemas, sabiendo que era necesario hacer las cosas bien, que necesitaba mantenerlo para vivir, encontrar la forma de seguir buscando mi camino, esa luz que tenía que estar en algún lado, por la que había sacrificado una vida sin los míos, en aquel lugar enorme y nuevo donde todo corría demasiado deprisa. Y así, pensando demasiado en lo que tenía que hacer luego, preocupada por las galerías que pronto cerraban, por las agencias que aún me faltaban, pensando en la poca pintura que me quedaba y cómo diablos compraría más, que los pinceles ya no estaban en su mejor forma, que el papel estaba pronto a acabarse, mientras todo eso pasaba los platos y bandejas se llenaban, las tazas rechinaban, los muffins y galletas se consumían y de dos lugares distintos pedían la cuenta. Un pedido acá, un reclamo en el otro lado, una preparación incorrecta o cualquier cosa, todo giraba en mi cabeza tratando de encontrar un lugar, mientras las dudas seguían cubriéndolo todo después de meses de intentos fallidos, de tanto tiempo aguantando, y llevando una bandeja lista a la mesa no vi la silla en medio y choqué sin poder evitarlo.

—¡Lo siento, lo siento! —El ruido de loza destruida pareció silenciarlo todo, como si el mundo entero se paralizara atento a cómo reaccionaba. Me agaché a recoger los trozos de tazas y platos, los pedazos de muffin desarmados antes de ir por una escoba. Limpié lo más rápido que pude con la cara hirviendo y mirando el suelo, esperando arreglarlo todo cuanto antes, disminuir el daño y seguir adelante. Pero al volver a la cocina por nuevas cosas me enfrenté a miradas esquivas y a los ojos de fuego de mi jefe que vaticinaban lo que venía, aunque traté de ignorarlo todo y al menos terminar el día.
—No es primera vez, —me dijo después mirándome con ojos fieros, duros como la piedra, sin posibilidad de réplica— pero sí será la última.

Y así, de un momento a otro, terminé en la calle. Caminé sin rumbo, sin tener idea qué más podía hacer, con el pecho apretado y la rabia en la garganta. Sentada en una banca le conté a unos amigos, les pedí consejo y ayuda, pero poco podían hacer en ese momento, pues todos luchaban su propia batalla. Bastaba mirar alrededor para saber que la ciudad seguía sin ningún problema, que avanzaba de forma despiadada por sobre cualquiera, que los engranajes seguirían girando sin parar y no había nada que pudiese hacer al respecto. ¿Y qué lugar tenía ahí?, ¿en qué momento pensé que podría encontrar lo que buscaba?

Con las pocas fuerzas que me quedaban fui corriendo al siguiente lugar, una galería que se especializaba en mostrar trabajos de jóvenes talentos, de artistas aspirantes donde todos se juntaban a expandir redes, a darse ánimos entre ellos para enfrentar lo descarnado del mundo. Me senté con ellos, les mostré mis trabajos, hice todo lo posible por expresarles la entrega y el significado de cada uno, las técnicas y mensajes detrás, inspiraciones variadas y lo mucho que significaba para mí estar en esos muros, tratando de ocultar la desesperación. Sacaron copias de mi croquera, con mis datos y no más que algunas promesas vagas, de esas que seguro les dan a todos para no salir con la cola entre las piernas. Pero eso no me servía.

Mis pasos errantes iban en contra del ritmo de la ciudad, con gente empujando por los lados para seguir por sobre cualquiera, uno que otro volteando para un insulto o una mala cara. Era todo tan distinto, tan terrible que no podía creer que dejé todo por venir, por seguir un sueño estúpido que en casa no podía perseguir, por cambiar una vida de tranquilidad por una locura sin sentido. Los años de la academia y el trabajo para pagarlo fueron una pesadilla, sin momento alguno para descansar, para pensar en lo que hacía, en lo que iba perdiendo, y la máquina siguió girando por tanto tiempo que me terminé acostumbrando. ¿Y dónde están los frutos de eso?

Miré el suelo casi sin fijarme en los semáforos, sin escuchar a los vendedores ambulantes, las sirenas, bocinas, frenazos y llamadas por teléfono a viva voz, sintiendo que todos están más arriba, que tienen las cosas claras, que saben cómo llegarán al destino, al siguiente mes, a las resoluciones de fin de año, como si la adaptación fuese máxima. Tragué saliva una y otra vez, apretando los dientes para controlar el temblor de la barbilla, mientras los roces y pequeños golpes llegaban por todos lados como algo normal allá afuera, y todo pasó tan rápido que no sentí nada extraño, sólo llegué a una esquina y el frío recorrió mi espalda, subiendo el cuello hasta las sienes, cubriéndolo todo mientras abría mucho los ojos mirando recién a todos lados, buscando incesantemente, tratando de recordar en qué momento dejé de sentir el bolso que tenía afirmado al hombro.

—No, no, no, no —me agaché a mirar el suelo, a todos lados mientras la gente ni se inmutaba. Volví sobre mis pasos tratando de captar algo pero no había nada. El temblor pasó a ser incontrolable, mis pies apenas sentían el pavimento mientras caminaba rápido hasta la siguiente cuadra y unas cuantas más, pero no había nada. En un momento estaba conmigo y al siguiente no, no sé cuándo, no sé de qué forma, si lo perdí o alguien lo tomó, si aprovecharon el tumulto o fue sólo un descuido— Mis cosas, por la cresta, ¡mis cosas! —Pero esas respuestas no servían de nada porque resolverlas no las traerían de vuelta.

La gente pasó y se fue, los comerciantes siguieron con lo suyo y, por supuesto, nadie vio nada, pero la vida que había armado con tanto esfuerzo se había ido, los intentos de encontrar un lugar en este terrible mundo se esfumaron como si nada, y ya no tenía forma de recuperarlos o empezar de nuevo. Me senté en el suelo, apoyada en un muro, con la cabeza escondida entre las piernas para que no me vieran sufrir, aunque estaba seguro que a nadie le importaría.

Grité de rabia y de pena, cubriéndome más con los brazos tratando que nadie me viera, esperando achicarme tanto que con gusto habría desaparecido. Las lágrimas quemaban mis mejillas y nariz mientras apretaba los dientes con fuerza, tratando de pensar en algo sin éxito, buscando una salida que simplemente no existía. ¿En qué momento había pensado que todo esto serviría, que estaba preparada para enfrentar un mundo tan distinto, tan grande y descarnado? Qué tonta fui, por la cresta, pensando que bastaba aprender unas cuantas cosas para que el mundo te diera una oportunidad de inmediato, que confiara en que podías entregarle algo bueno y te recompensara por ello. ¿En qué momento pensé que sería suficientemente buena para esto?, ¿qué podía hacer ahora, cuando ni siquiera podía pagar un mes más de arriendo?

Necesitaba salir de ahí, dejar todo de lado, encontrar alguna salida que me permitiera pensar y encontrar una solución, pero entre esas calles y edificios no la había. A mi mente llegaron recuerdos antiguos, más difusos y luego nítidos, con aquellos lugares comunes que había dejado de lado, los que me acompañaron por años hace ya una vida atrás. Allá estaban todos quienes me vieron crecer, los que me acompañaron por un tiempo hasta que comencé a ver las diferencias, a pensar más allá, a soñar con un lápiz en la mano y dándome cuenta que ahí no podría crecer más. Pero allí también estaba la seguridad de un hogar, la comprensión de una familia, la compañía que aquí simplemente no tenía, y poco a poco esos paisajes lejanos y amplios se fueron formando, verdes sobre un cielo azulado, con el viento agitando las ramas y los animales pastando. Ahí podría rearmarme, encontrar una forma de seguir, o tal vez darme cuenta que todo esto no era más que sueños de niño, ilusiones autoimpuestas, cosas que alguien como yo jamás tendría y que no merecía. Allá tal vez pueda recoger los pedazos que quedaban y ver si podían armar algo.

Repartí las pocas cosas que me quedaban sin promesas de volver, guardando lo esencial en un bolso que contenía toda la vida que me quedaba. Tomé ese tren que hace años me había llevado a la tierra de las oportunidades, al lugar donde encontraría mi lugar y que ahora me restregaba en la cara que no lo había hecho. Atrás quedaron los ruidos ensordecedores, el ritmo frenético de una ciudad a la que no pertenecía, y poco a poco se fueron mostrando los prados junto a casas más pequeñas, los pueblos con su gente avanzando a su propio ritmo, trabajando en la tierra y cuidando animales, produciendo con sus propias manos y viviendo el fruto de ese mismo trabajo. Con el paso de las horas fui dejando atrás ese sentimiento de culpa constante, esa sensación de no ser lo suficientemente buena, y en vez de eso la emoción de volver a un lugar se hizo más presente, las ganas de retomar una historia cortada fueron la motivación más grande, y las ansias de reconectarme con los míos eran todo lo que me llenaba.

Pero caminar por esas calles de tierra se sintió distinto a como esperaba, menos ominoso y más crudo. Por el camino veía las casas viejas y la gente al fondo trabajando, los animales pastando y las rejas de madera, pero lo que llenaba el ambiente no era una alegría suprema, una tranquilidad reconfortante sino que el peso de los años en el trabajo. Mientras avanzaba recordaba algunas casas y personas, ahora más viejas y desgastadas, y una angustia se me fue formando en el pecho, unas ganas de recordar y revivir momentos más grandes de lo que creía. La casa estaba al fondo, con sus tablas descoloridas afuera, la pequeña puerta afirmada con alambre y al fondo esas paredes que poco tenían de nuevas. Junto a la entrada había una silla y en ella una señora durmiendo, y al mover la reja se despertó, me miró y pude reconocer ese rostro gastado por los años, esas arrugas prominentes y el pelo más blanco. Era ella después de todo, pero no había tanta alegría como esperaba sino que una sorpresa incómoda, algo que tal vez no esperaba ver tan pronto, o nunca.

—¿Qué haces aquí?
—Mamá, yo… —miré al suelo buscando consuelo y valor, pero no había— Necesito ayuda.
Se incorporó con dificultad, haciendo notar el paso de los años, mostrándome la vida que había dejado de lado— Necesitas ayuda, ya veo, y ahora al fin vuelves a casa a buscarla. ¿Qué te pasó, la elegancia de la ciudad fue mucho para ti?, ¿la locura de la artista por fin se te acabó?
—Mamá, necesito volver aquí. Lo siento, yo…
Dio media vuelta y entró a la casa con paso lento. —Pasa, no le negaré una comida a mi hija.

En poco tiempo preparamos la mesa para comer algo, mientras miraba a todos lados maravillada por cómo todo seguía ahí, pero cambiado. Recordaba los muros más claros, las luces más brillantes, la mesa más alta y el ambiente más cálido, pero en su lugar las sillas crujían más agudo y todo parecía a punto de caerse. Pronto la tetera comenzó a silbar y nos sentamos a la mesa, pero en vez de usar mi puesto de siempre ocupamos el otro extremo, el que normalmente usábamos con los invitados.

—¿Qué te pasó? —me dijo mientras untaba mantequilla en la marraqueta humeante. Le conté lo que había vivido, los esfuerzos por mantenerme a flote en la ciudad, el miedo a estar sola y la necesidad de conectarme de nuevo, cómo lo había perdido todo sin que a nadie le importara y por un momento pude notar genuino desconcierto— Bueno, aquí la vida ha seguido como siempre, luchando por sacarle provecho a la tierra y los animales, viviendo al día siguiente ayudándonos entre todos. Acá todos se quedaron y hemos sacado esta familia a flote, todos menos tú.
—Lo siento, mamá —respondí en voz baja. No sabía dónde meterme.
—Y ahora lo sientes, pero cuando te necesitamos nunca estuviste. Cuando tu papá se enfermó no apareciste.
—¡No pude venir!
—Lo sabemos, todos lo sabemos. Pero ahora él ya no está y se fue sin tenerte al lado. Dime una cosa, ¿valió la pena?

Me congelé con la taza a medio camino, con la mantequilla derretida en el pan y al fondo las gallinas cloqueando con naturalidad. Habían sido momentos duros, donde la distancia dolía demasiado, sabiendo que no tenía forma de agarrar un tren y venir a verlo. Estaba a punto de concretar algunos trabajos y no podía viajar, recién había comenzado en la cafetería y no podía faltar, y a pesar que llamé cientos de veces para excusarme no fue suficiente.

—Disculpa por decepcionarte —logré soltar con un nudo en la garganta, sin el valor para mirarla a la cara.
—Eso ya no importa.
—¿Qué hago ahora?
—Eres mi hija, y no te puedo negar un techo. Puedes quedarte unos días si quieres, pero nada más.

La casa se fue haciendo más pequeña, los espacios más fríos y menos iluminados mientras sentía el corazón latiendo en las sienes. Terminamos de comer en silencio, y como por inercia ordenamos las cosas, dejando la loza a secar para pasar al patio trasero, donde ella tenía otra silla en la que tejía frente al campo extenso, las montañas al fondo y los animales paseando con naturalidad. Sentada ahí pude ver cómo el tiempo había pasado, cómo las paredes se descascararon, las grietas aparecieron y el pasto frondoso era más escaso. No tenía palabras para expresarle mis miedos sin comparar mi situación con la de ella, sin poner a la ciudad como obstáculo en vez de mis capacidades, sin tener que sacar en cara mis sueños y lo difícil que había sido afrontarlos. No podía mirarla a la cara y decirle que lo sentía, que sólo quería encontrar eso que me llamaba, esa forma de mostrarme que no estaba en los campos, porque nunca lo habían entendido y ahora yo también dudaba.

Más tarde llegaron algunos familiares, un par de hermanos con sus familias, y si bien se alegraron de verme pude notar que el sentimiento era similar al de ella. A pesar que compartíamos la misma sangre todo siempre fue distinto, ellos sintiéndose a gusto en los campos y yo no, y aunque ninguno lo mencionó sabía que mi presencia era un recordatorio de lo que habían perdido, de la forma en la que la vida había cambiado y no estuve ahí para ayudar a seguirla. Nadie se ponía en mi lugar y entendía que yo también sufría.

Esa noche entendí que esos muros ya no me pertenecían, que las comidas en familia y las tardes corriendo por los campos eran de una vida que ya no era mía, que sólo existía en el recuerdo. Habíamos crecido y sufrido en ambientes distintos, siguiendo distintos sueños y cayendo de otra manera, pero a pesar que la sangre nos unía no era suficiente. El día que me fui los había perdido y sólo años después pude darme cuenta.

Al día siguiente tomé nuevamente mis cosas y partí, mirando siempre atrás buscando esa imagen que tenía en la cabeza, esperando hasta el último instante que algo quedara de esa ilusión donde todo era más colorido, más tranquilo y que ella estuviese en la puerta con una sonrisa. Los últimos vistazos se quedaron grabados en mi cabeza, recordándome una y otra vez que nada sería igual sólo por quererlo, que no bastaba con las buenas intenciones para recuperar algo que ya estaba marchito.

La ciudad siguió siendo esa selva de asfalto y ruido, ese mundo donde no había un sólo respiro y para sobrevivir tenías que ponerte a su ritmo o ser pisoteado sin remedio. Miraba a todos lados sabiendo que era lo único que tenía, que más me valía encontrar la forma de sobrevivir ahí porque no tenía otro lado. Llena de vergüenza llamé a amigos y pedí consejo, esperando que entendieran el abismo en el que había caído, y por fortuna uno de ellos me ofreció un techo donde dormir, un plato donde comer y un abrazo con el que seguir.

Traté de ignorar las ganas de correr, aceptando todo trabajo posible que me permitiera sobrevivir. Lavé platos, limpié pisos, repartí volantes e hice encuestas que siempre odié cuando me las hacían, pero no podía detenerme a pensar si estaba bien, si era lo que quería, porque no tenía otro lugar donde llegar, una escapatoria fuera de este mundo desquiciado donde todo iba demasiado rápido. Si trabajaba lo suficiente tal vez podría reunir lo necesario para empezar de nuevo, volver a recorrer galerías, talleres y academias buscando una nueva oportunidad. Tenía que seguir a como dé lugar, encontrar el camino que había perdido porque ahora no tenía dónde regresar, pues la vida nos había cambiado demasiado y no había vuelta atrás.

La diferencia entre el día y la noche pasó a segundo plano, y en su lugar las horas de dormir llegaban cuando podía, entre un turno y otro. El trabajo era arduo y la paga muy poca, pero al menos me permitió alimentarme y retribuir la buena voluntad de quienes me cobijaron sin pedir nada a cambio. Les conté las partes que no sabían, con el pecho apretado al revivir momentos tristes, esperando que entendieran lo doloroso que había sido pero lo poco que podía hacer al respecto. En ellos encontré consuelo y palabras de apoyo, una conexión con el dolor y la soledad que pocas veces había sentido, y gracias a eso pude seguir un día más sin perder la cabeza, sin hundirme en un mar de remordimientos. Sin su apoyo no habría podido responder a esa llamada que llegó un día, invitándome a una reunión en el último lugar donde había ido a mostrar mis trabajos ya perdidos.

—Estamos en busca de nuevos enfoques para exponer en la galería, y tenemos interés en las cosas que nos dejaste —comenzó diciendo la misma persona que me atendió antes, esta vez con una sonrisa.
Fui porque no tenía otra opción, porque no me quedaba nada y necesitaba saber su opinión, porque si las cosas fuesen distintas estaría llorando de alegría, tiritando de la emoción por sólo estar ahí sentada con ella. Pero aquel no era ese día.
—Mis trabajos, lo siento, esos no… —con gusto me habría metido en un hoyo lo más profundo posible, para no salir más. Habían sido demasiadas horas de trabajo perdidas, tanto sudor y esfuerzo en vano que su sola mención dolía— Los perdí.
Me miró con una ceja levantada por lo que me pareció una eternidad, como intentando descifrar si me estaba burlando o hablaba en serio. Abrió la carpeta que tenía al frente y la fue hojeando, recordándome con cada hoja el esfuerzo perdido en cada uno de mis trabajos.
—Revisamos el catálogo que nos dejaste y, debo ser sincera, en su mayoría está bien pero no destaca lo suficiente —pasó rápido por los trabajos antiguos y los experimentos de colores, por las representaciones de la ciudad con sus luces nocturnas y el ajetreo constante. Su comentario dolía pero no tanto como la culpa que sentía por haberlos perdido— Sin embargo, la que nos interesa es esta pieza.
Dio vuelta la carpeta en una de las últimas hojas y se me apretó el estómago al ver ese trabajo que por error se había colado con el resto —Ese no… lo siento, no pensaba mostrarlo, ni siquiera está terminado.
—Déjalo así, está perfecto —dijo haciendo una pausa, como esperando que la mirara con la duda pegada en el rostro— De todos tus trabajos este se siente más genuino, más distinto, como si quisieras hacerlo pero no sabías cómo. Lo miro y me hace pensar en lugares que no conozco, pero que quisiera, en cosas que no sabía que quería experimentar y ahora siento no haberlo hecho. Queremos que trabajes con nosotros, y que hagas cosas como esta. ¿Cómo se llama?

Miré aquella hoja como si fuese la primera vez, reconociendo de a poco cada trazo y volviendo a sentir lo mismo. Recordaba la sonrisa automática que ponía al trazar esos prados, al representar esas vacas pastando con toda naturalidad, las ganas de ver de nuevo ese tractor antiguo lleno de musgo y animales adentro, rodeado de pasto creciendo con naturalidad. A un lado las plantaciones de uvas, más al fondo los bosques frondosos, todo acompañado de aves volando libremente y gente trabajando de forma incansable. Al otro lado se veían los inicios de una casa que no alcancé a terminar, una donde esperaban con una sonrisa y comida caliente a quienes terminaban de trabajar, y sin poder evitarlo se me llenaron los ojos de lágrimas por aquel paisaje alegre y tranquilo que sólo existía en mi memoria.

Miraba a ese trabajo tan lejano, tan querido y que me remecía tanto que no podía evitar temblar, y a pesar que no tuve oportunidad de bautizarlo sabía que esa decisión ya estaba tomada. Tragué saliva tratando de aclarar la garganta, tratando que no se notara que todo me superaba, y entonces la miré igual que a mi madre al mostrarle mi primer trabajo, hace ya tanto tiempo, en ese tiempo en donde todo eran sueños y esa vez ella me sonreía.

—Se llama «Nostalgia perdida».

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