No puedes vencer a un monstruo
No puedes vencer a un monstruo con historias, bailes ni canciones. La vida se encargó de recordármelo, y a pesar de mis esfuerzos constantes tuve que aceptar la cruda verdad, pues no quedaba otra que luchar o morir intentándolo.
Llegó de pronto, desde lejos, y como era de esperarse no estábamos preparados para ello. El monstruo era verde y gigante, con una enorme boca dentada rodeada de tentáculos como serpientes con ojos que salían por todos lados, sobre una base de tentáculos más gruesos, maleables y terribles como látigos, que le permitían desplazarse por todo tipo de superficies. Sus ojos lo veían todo, su boca expelía una nube de veneno que transformaba a sus víctimas en bestias cada vez más débiles, apagando su vida de a poco y permitiéndoles envenenar a otros con tan sólo una palabra. Así se multiplicaba y en poco tiempo grandes áreas, reduciendo poblaciones a la nada sin forma alguna de vencerlo. Lo llamaron Duguán.
Y cuando llegó a nuestra ciudad supimos que no había escapatoria. Atrás quedaron los grandes avances pues había nulos preparativos, y sólo pudimos defendernos con lo que teníamos a mano. Dejamos nuestros trabajos y sueños porque lo que se necesitaba eran soldados, y de un día para el otro salimos de nuestra base armados, tratando de reducir a esos seres ya convertidos que al primer descuido te destruían sin piedad. Disparábamos a distancia, y si se acercaban teníamos espadas, garrotes o lo que estuviera a nuestro alcance, y a duras penas nos acercamos a los suministros que nos faltaban, o al refugio a punto de ser reducido con tade salvar a algunos. Al fondo siempre estaba Duguán destruyéndolo todo, luchando contra tanques y helicópteros, dispersando fuego y muerte por todos lados. No había luz al final del túnel ni siquiera un pequeño descanso.
Volvimos con un grupo de cinco rescatados, adultos y niños escuálidos que engulleron la comida enseguida. Todos silenciosos e indefensos, con la muerte tan cerca que pareció chuparles toda su fuerza. Curamos sus heridas, les dimos un descanso, y por más que lo intentamos no nos contaron su historia, esa que tal vez serviría para entender lo que pasaba y pensar cómo salir de esta.
—Vamos, tenemos que continuar —le dije a uno de ellos, Jorge, un joven que en otra vida estaría pensando qué hacer con la suya— No puedes quedarte ahí sentado.
—No... no puedo
—Tienes que hacerlo. Necesitamos su ayuda y saber qué vieron, qué pasó, qué tan rápido se transformó su compañero —enfrenté su mirada perdida, su mandíbula temblando, pero no encontraba nada— Tienes que luchar con nosotros.
Agitó ligeramente la cabeza, como por acto reflejo, y se tomó las piernas con ambas manos —No puedo, yo... no puedo pelear.
Di media vuelta mascullando y volví con el resto, revisando mapas, comprobando munición y estimando qué tan rápido se acercaban para saber cuándo tendríamos que irnos a buscar otro refugio. Ninguno de los rescatados nos dio una pista que ayudara, pero tampoco tenían fuerzas para armarse y pelear. Los miré de lejos, todos echados en el suelo como dejando pasar el tiempo, y no podía entender cómo no les importaba, cómo dejaban que el miedo los paralizara. Estábamos juntos en esto y teníamos que apoyarnos, dejar todo de lado y usar las herramientas a mano, luchar para poder vivir un día más.
—No puedo hacer nada —respondió Jorge un par de días después, con las cejas enarcadas y los ojos brillantes—, no tengo fuerzas.
—¿Fuerzas? —lo fulminé con la mirada, apretando los puños— Estamos luchando con todo lo que tenemos, sacrificándonos cada día para vivir uno más, para que los más pequeños tengan una oportunidad, ¿y tú no tienes fuerzas para ayudar? ¿A qué te dedicabas?
Tragó saliva y balcuceó un par de cosas antes de decir algo concreto— Soy... era músico, tocaba la guitarra.
Sentí un leve pinchazo detrás de la nuca, pero logré ignorarlo antes de continuar— Bueno, el monstruo sigue allá afuera y no pregunta quién eres ni a qué te dedicas, no le importa que sepas defenderte o no puedas matar ni una mosca. Escucha, o te sumas o te mueres intentándolo, no hay punto medio, no hay segundas oportunidades, así que más te vale que aceptes que estás aquí por una razón, que si sobrevives es para cuidar a los que no pueden hacerlo —una cara vacía, sin ninguna resolución, eso era todo lo que tenía en respuesta— Esto es absurdo —di media vuelta ignorando los llamados de mis compañeros, yendo a revisar las armas, los mapas, lo que fuera.
Lo miré de lejos masticando la rabia, la impotencia por su falta de voluntad, tratando de alejarme lo más posible de esas dudas que tuve hace mucho tiempo, cuando estuve en su lugar. Desde ese día decidí luchar, y es lo mínimo que podía esperar del resto.
La siguiente expedición no se hizo esperar, y avanzamos lo mejor que pudimos hasta la línea de ataque, detonamos un búnker lleno de infectados y logramos rescatar a uno sano, pero nos habíamos internado en terreno peligroso. Cruzamos túneles hacia una zona infectada, y con las mascarillas encima nos adentramos a una vieja casa entre esa fétida nube donde el veneno parecía brillar en cada superficie. Revisamos en todos lados y obtuvimos algunas cosas, pero cuando el primero de nosotros se adelantó para inspeccionar afuera un enorme tentáculo cruzó veloz de un lado al otro, lanzándolo por los aires como a una colilla usada.
«¡Vuelvan, vuelvan!», gritó nuestro líder apuntando a los túneles, pero un fuerte golpe azotó el lugar al mismo tiempo que un brote de infectados entraba en una carrera desesperada, hediendo muerte de sus bocas. Disparamos de inmediato, sacamos los machetes cuando se acercaron, y sin poder acercarme vi cómo la mascarilla del líder se rompía, cómo a los pocos segundos se retorcía agitando los brazos, tosiendo sin control, y junto a un nuevo estruendo el techo se rompió como papel mientras látigos verdoso se movían en el cielo, como si nada. Demasiado cerca, demasiado expuestos, demasiado estúpidos.
Todo se rompió y resquebrajó, todo cayó y se nubló, y en el siguiente momento el miedo y la muerte nos cubrió con un dolor intenso que surgió desde mi cintura hacia abajo. Grité sin control mientras mi cabeza dio vueltas, el dolor palpitaba y un sonido chirriante cubrió los gritos y disparos. Mis ojos dejaron de ver, mis oídos de escuchar, y mi mente luchó lo más que pudo pero al final se apagó.
El dolor insoportable me despertó no sé cuánto tiempo después, pero ya no me rodeaban muros destruidos ni una nube tóxica sino que las tenues luces artificiales del refugio. Jadeando y temblando traté de moverme sin éxito, grité pidiendo ayuda, sintiendo la ráfaga de dolor cada vez más intensa, y bastó bajar la mirada para saber que todo se había ido al carajo, ya que después de un torniquete improvisado no había nada bajo el muslo derecho.
Los siguientes días los pasé entre parpadeos, jadeos, fiebre y pastillas, siempre esperando que alguno de esos despertares fuese de una pesadilla, siempre sufriendo porque no lo era y el mundo seguía siendo un infierno cada vez más presente, que absorbía todo lo que tocaba. No sé cuánto tiempo pasó hasta que el dolor fue más manejable, pero ya no podía ir a todos lados ni buscar soluciones, pues lejos estaban esos momentos donde la energía corría por mis venas y creía ver un futuro con algo de luz, con una cura o alguna salida. Ahora todo era oscuro y una condena que luchábamos por retrasar, algo que tarde o temprano iba a llegar.
Me alejé del mesón lleno de mapas y gente gritando, de la bodega con suministros y armas, de la enfermería con nuevos heridos cada día, y poco a poco me fui quedando a un lado con mi dolor y soledad. Cada vez que intentaba moverme algo adentro dolía, mi mente recordaba esos últimos instantes y se me secaba la garganta mientras la barbilla temblaba. La pierna derecha ardía aunque ya no la tenía, recordándome con cada movimiento la poca ayuda que podía entregar, que sería el primero en caer si salía afuera, que no tenía sentido nada más.
¿De qué servía seguir luchando si el destino era inevitable?, cada día sufríamos una nueva pérdida, los suministros y las energías se acababan, la motivación para seguir mermaba, y sólo nos teníamos a nosotros, inútiles insectos sin un objetivo claro, con una esperanza que lentamente se diluía, con un monstruo que acechaba e infectados que nos mostraban lo que poco a poco se acercaba.
Lo único que había hecho en todo este tiempo era seguir intentándolo, apegado a una esperanza vana de que todo podía mejorar, soñando porque la siguiente salida al exterior nos diera alguna solución, y forzando al resto a que esperara algo similar. Pero ahora mi cuerpo y mente eran una sombra de lo que fue, envuelto en una nube de desesperanza, sin razones para seguir adelante, tanto que no escuché cuando Jorge llegó ni menos cuando se sentó muy cerca.
—David, ¿estás bien?, ¿necesitas algo? —me miró con esa angustia que la juventud le da a lo desconocido y que no puede controlar.
—No, ¿te parece que estoy bien? Vete de aquí.
—Lo siento —miró el suelo un momento, como sin fuerzas— Debe haber sido terrible allá afuera.
—Podría haber sido peor —dije desviando la mirada, sin poder escapar aunque quisiera.
—Sí, escuchamos lo del líder. ¿Qué harás ahora?
Sentí un pinchazo en el pecho que me agitó la respiración. Eran los recuerdos y mis propias palabras, tan lejanas que podría haberlas dicho cualquier otro. No tenía fuerzas para responderle, para recriminar su falta de iniciativa, para restregarle en la cara que todos vivíamos para que él comiera, para obligarlo a luchar una pelea perdida.
—¿A qué te dedicabas? —dijo después de unos segundos, pero sin el tono de burla que yo habría usado.
Sentí la rabia dormida emerger lentamente, tensando mis mejillas, apretando los dientes y el puño izquierdo, pero aquel sentimiento que antes me invadía perdió rápidamente su energía, recordándome dónde estaba y lo que no podía hacer. La rabia apagada se transformó en ansiedad que creció desde el fondo del pecho, subió por el cuello hasta llegar a la cabeza, erizó los vellos de la nuca en una impotencia que no era más que odio por quien fui y por la rata inmunta en que me había convertido. ¿Quién diablos era?
—Hace tiempo creí tener la palabra precisa, el verso correcto y los colores perfectos para mostrarle al mundo cómo era —dije tragando saliva sin control—. Podía cambiar una cara larga por una sonrisa, demostrar lo difícil de la vida entre acordes y frases que calzaban perfecto con lo que otros sentían. Veía al mundo como un lienzo sucio que podía pintar a gusto, con los colores que podía crear y las formas que mi imaginación inventaba. Pero ese mundo no tenía sentido ni futuro, y cuando el monstruo llegó se llevó todo consigo, incluido todo lo que hacía —sentí mi pecho martillear con fuerza, opacando un poco el dolor palpitante de mi pierna perdida— Nada más servía que tomar un arma y salir a luchar con ella, aprender a sobrevivir como sea y salvar lo último que nos quedara. Ya no había historias ni canciones, se acabaron los bailes y las presentaciones, todo se volvió gris y olvidamos demasiado rápido qué se sentía el mundo fuera de la guerra. No quedó nada más.
El silencio que siguió fue más incómodo que muchos otros anteriores, pero por algún motivo no dolía. Por extraño que pareciera mi pecho dejó de oprimirse, y mirando el suelo sentí cómo una tenue lágrima cayó sobre la manta que me cubría.
—Yo tampoco sé qué hacer —dijo Jorge sin reproche en su voz, y lo siguió el sonido de madera hueca, con una ligera reverberación. Alcé la vista un poco para notar la guitarra que tenía apoyada en sus piernas— Encontraron esto el otro día, en buen estado.
—Ya no hay tiempo para eso —dije sintiendo que se me apretaba el pecho.
—Ya no hay tiempo para nada, al parecer. No sé hacer nada allá afuera, pero sé hacer esto —con dedos temblorosos rasgó algunas cuerdas y las notas que surgieron parecieron despertar el ambiente. Vi al fondo caras girando, ojos agrandándose, ceños fruncidos y otras reacciones que pocas veces había visto allá adentro. Los sonidos se hicieron más nítidos, más seguros y certeros, y al cabo de unos segundos la melodía de una vieja canción fue bastante clara en sus manos.
—La conoces —dijo junto a una tenue sonrisa. No era una pregunta— Vamos, cantémosla.
—¿Para qué?, ¿de qué sirve?
Alzó los hombros con una mueca, demostrando lo absurdo de todo. Y en aquel mundo los acordes siguieron en la introducción, acercándose peligrosamente al inicio. Me miró unos segundos buscando alguna respuesta, y a pesar que quería escapar no tenía fuerzas, ni para volver allá afuera, tampoco para seguir adentro, todo lo que tenía eran viejos recuerdos y sueños demasiado lejanos para creerlos. Sueños como esa maldita canción que no pensé que escucharía de nuevo, que mi cuerpo sabía y hacía actuar por acto reflejo.
—It's nine o'clock on a Saturday —mi voz sonó demasiado extraña, con la garganta rasposa por la falta de práctica y agua— The regular crowd shuffles in —tomé aire rápido sin pensar, como solía hacer en esos años— There's an old man sitting next to me. Makin' love to his tonic and gin.
De pronto alguien silbó desde una esquina, imitando una armónica perdida, y poco a poco algunas voces tararearon la melodía mientras mi precaria voz iba recordando esos días. Y por un rato el mundo afuera no fue tan terrible, la vida dejó de ser un infierno y hubo un lapso ínfimo en donde podíamos estar juntos, escuchando o cantando. El dolor en mi muslo cercenado era constante, pero fue opacado por un calor que crecía en mi pecho. Había una chispa por años diminuta que verso a verso se encendía, y ese momento se alargó por varios minutos donde el mundo dejó de ser gris y estar lleno de muerte.
Las noches se hicieron más llevaderos aunque los días seguían siendo una guerra. Pero algo distinto había en los rostros de cada uno, una sensación indescriptible que pululaba en el ambiente, algo que mantenía la moral más alta y permitía seguir adelante sin tanta antipatía. Hablamos de viejos tiempos, descubriendo antiguas profesiones o talentos ocultos, permitiendo que algunas tareas se potenciaran, y luego de varias noches insistiendo accedí a reunirlos alrededor del fuego, apagando el exterior por un rato. Y el mundo de fantasía empezó a cobrar vida como en un sueño, permitiendo que algunos notaran la gravedad del asunto, la importancia de lo que hacíamos, que muchos como yo tuviesen algo que los alejara del dolor, y que surgieran los monstruos de antiguos videojuegos, los peligros constantes de las historias de televisión, los lugares lúgubres de las distopias y aquellas canciones que sobrevivían al paso del tiempo. Tal vez así el mundo tendría algo de sentido y no caeríamos en la locura de lo desconocido.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro