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Máximo

Siempre buscaba alguna señal externa que diera inicio a su acto, ya sea poca gente cruzando, una brisa helada en la cara, o muchos autos con caras largas tras el volante. Max esperaba apoyado en un poste donde dejaba sus cosas, que siempre mantenía bien ordenadas en caso que necesitara moverse o huir, y ya le dolían los brazos por la ardua jornada del día, aunque algo le decía que ahora sí funcionaría, que alguien lo reconocería y todo valdría la pena.

Un perro cruzó la calle justo entre las líneas blancas, haciendo más caso que la mayoría, y movía la cola con tanta alegría que Max se puso de pie enseguida, pues supo que esa era la señal de partida.

«¡Buenas tardes a todos!», les dijo a sus involuntarios espectadores mostrando sus armas al viento, y sin demora partió su acto pues iba contra el tiempo.

Volaron de un lado a otro haciendo arcos perfectos, con movimientos pequeños y precisos demostrando su arduo entrenamiento. Les miraba atento esperando alguna señal, pero sabía que aquello era cosa de todos los días para esos críticos tan exigentes. Una cuarta pelota se sumó y después la quinta, lanzando unas más alto para darle tiempo de maniobrar las otras, y aparte de un niño en un auto a su izquierda que mostraba cierto interés, el resto ni se inmutaba. Tiró una bien alto y dio un giro sobre su eje, pasó otra bajo la pierna y después las movió rápido con las palmas hacia el suelo, como si nada. No importa, se dijo con una sonrisa, pues sabía que tenía que hacer más para cambiar sus caras.

Dejó caer una en la nuca haciendo una reverencia mientras seguía maniobrando las otras como si fuese lo más sencillo del mundo. Con efectivos movimientos pasaba la pelota de la frente al cuello, de una sien a la otra, mientras las otras seguían su danza coordinada por los aires. Y aún nada.

Estaba acostumbrado a las caras largas después de meses de práctica, pero la expresión de un conductor al frente le dolió más que otros, porque no miraba como si su acto lo aburriera, no le gustara o lo culpara porque el semáforo no cambiaba, sino que sus ojos lo traspasaban como si él no existiera. Era una ilusión al frente que no afectaba en nada, un chiste que no tenía forma de cambiar las cosas, un sueño que miraba desde afuera pero que en realidad no estaba ahí, y eso fue lo que le tensó la mandíbula.

Recordó todo el tiempo ocupado en las mañanas, la frustración de un pequeño movimiento en falso que lo arruinaba todo, los intentos por hacer algo original y la extrema coordinación que había desarrollado después de meses de intentarlo casi todos los días. Y todo por nada. El pecho subió y bajó con más fuerza pero sin perder la compostura.

Siguió lo mejor que pudo emulando que fallaba para en el último momento recuperar el control, pero nada funcionaba. Esa mirada perdida seguía igual y era un insulto a sus esfuerzos. No podía permitir que se saliera con la suya, no lo dejaría, y para casos como esos tenía su carta bajo la manga.

«Con que estamos con esas, ¿eh?», lanzó las pelotas con fuerza hacia el cielo y miró a los autos mientras la rabia comenzaba a bullir de su garganta. «No les importa nada de lo que haga ni lo que diga. Si salto o bailo les da lo mismo, ¿qué quieren entonces?»

Una persona en un costado lo miró levantando una ceja, pensando seguro que les había tocado uno de los locos, de los que respondían e insultaban. Todo el esfuerzo por una ceja levantada, no.

«¡¿Qué más quieren?!», les gritó, y a la vez que las pelotas caían al suelo mostró en el aire la hoja de afeitar que sacó del bolsillo. Algunas caras giraron, otras abrieron más los ojos, y poco a poco comenzaban a notar su presencia en la calle, pero ya era muy tarde.

Con un rápido movimiento pasó la hoja por su brazo izquierdo a la vista de todos, pero no se preocupó por el corte sino que miró atento al resto. Vio cómo sus ojos se abrían y algunos ponían la boca en forma de O, cómo alguien más atrás palideció al ver la sangre brotar, y cuando el conductor al frente finalmente lo vio se sintió en el centro de un escenario de verdad, con público que había ido especialmente para verlo, que había seguido los carteles, comprado sus entradas y esperaba sentado con expectación, y él estaba detrás del telón negro respirando para calmarse, recibiendo palabras de aliento para no perder concentración, repitiendo una y mil veces las acciones que iba a hacer pero después dejando la mente en blanco, porque aquel era su acto y su momento de ser reconocido como un verdadero artista. Salía al escenario con aplausos que se incrementaron al final, después de una presentación perfecta como era su marca personal.

Pero esa no era su realidad.

«¿Es esto lo que quieren?», les gritó de nuevo y apretó los dientes con fuerza manteniendo el brazo extendido, para que todos lo vieran. «¡Váyanse a la mierda!»

La luz cambió a su espalda y los motores rugieron feroces escapando lo más rápido posible, y Max los miró uno a uno enfrentándose a sus ojos preocupados, a su necesidad de escapar de ese lugar y la palidez que reflejaban. Todos huían de aquella muestra de realidad, de sus descargos y gritos sin querer hacerse cargo de nada, porque él realmente no importaba y sus manos sin monedas eran prueba de ello.

Ya van a ver, pensó mientras la rabia se transformaba en risa, sabiendo que más de alguno de sus espectadores seguiría pensando en él aunque no quisiera, que se quedaría grabado en la mente de alguno y tal vez con eso entendieran.

Pero al girar al otro lado con el brazo manchado de rojo vio al niño en el asiento de copiloto, con los ojos desorbitados y las cejas arqueadas hacia arriba, pálido como un fantasma. Se vio en esos ojos como una muestra del violento mundo en que vivía, como un descargo tomando medidas drásticas, y a pesar que a los pocos segundos ese rostro siguió su camino en el auto fue él quien no podía sacárselo de la cabeza.

Caminó por la calle vacía, recogiendo las pelotas de forma mecánica y arrastrando los pies, de vuelta a su esquina. Pero eran aquellos ojos destrozados los que llenaban su mente mientras de forma mecánica sacaba el paño de la mochila, limpiando con agua y quitando las manchas rojas del brazo. Botó los restos de líquido que quedaban en la bolsa escondida a un lado del codo, pero a pesar de lo efectivo de su acto era ese rostro pálido y desencajado quien lo llenaba todo.

Qué pensaría, qué había visto, de qué forma recordaría ese momento cuando llegara al colegio, a compartir con sus amigos, volver a casa y plantarse frente a la televisión pensando que encontraría un consuelo. Aquello era tan real como él lo había planeado, pero a pesar de las muchas explicaciones que un adulto podría haberle dado, el de los ojos asustados era sólo un niño. Un niño que veía el mundo con asombro y esperando ser sorprendido, que quería recibir nuevas experiencias y crecer con ellas, pero su mirada lo rompía todo, desarmaba el castillo de naipes que él había construido con tanto esmero, esperando que el resto entendiera lo poco que les importaba quien estaba al frente, que se dieran cuenta del arduo trabajo que significaba lograr esa coordinación y creatividad para mostrarles algo nuevo.

Escondió la cabeza entre las rodillas mientras sentía el peso de esa mirada encima, oprimiendo su valentía y recordándole los esfuerzos inútiles que había hecho hasta ahora. De nada servía toda su presentación si terminaba así, despertando odio y miedo en quienes quería complacer. No podía esperar que siempre funcionara, eso todos lo sabían, ¿y qué les había entregado a cambio?

«Así no», dijo al aire, como si lo pudieran escuchar, dándose cuenta que defraudó al único que estaba con él desde el comienzo. Nada de lo que hiciera cambiaría el pasado, pero de consuelo recordó que en su rubro siempre tendría la siguiente luz roja.

Cerró los ojos y respiró profundo, tratando de sopesar aquel momento y la sensación de incomodidad que lo llenaba. Cada acto duraba un par de minutos y se repetía muchas veces en el día, cuando la señal llegaba y el público involuntario esperaba sin muchas alternativas. Él era lo único que los separaba de la monotonía, quien podía iluminar al menos por un momento aquellas caras largas, cansadas y tristes, esperando con todo su ser llegar pronto a su destino y continuar con otro momento de sus vidas. Pero no podía esperar que todos entendieran lo que hacía, que todos aplaudieran de pie y lanzaran rosas en vez de tomates, porque así funcionaba el arte y no todos lo celebrarían.

«¡Buenas tardes a todos!», dijo una vez más, abriendo los ojos junto a una gran sonrisa mientras mostraba las pelotas en una mano, dos clavas en la otra y ningún truco bajo la manga, pues el espectáculo estaba a punto de comenzar y, si tenía suerte, esta vez alguien más lo iba a notar.

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