
Libro en blanco
Mamá siempre dijo que las historias coloridas llenarían su vida, y por eso siempre estuvo rodeada de libros. Grandes y pequeños, de múltiples colores y con lindos animalitos, cada uno era un mundo distinto y hermoso que de a poco fue descubriendo. Pero a papá no le gustaban los libros y se guardaban cuando llegaba a la pieza, porque prefería jugar con ella y abrazarla, recordándole cuánto la quería. Valeria lo sabía porque siempre se lo decía, entre besos y abrazos que le dejaban su olor en la ropa cuando se iba, dejándola en la cama arropada hasta el cuello y repitiéndole que la quería.
Esa noche soñó en blanco y negro, como si los colores se hubiese ido a otra parte, y despertó asustada mirando a todos lados comprobando que habían vuelto. Miró con atención sus libros y acarició las hojas con los colores más vivos, pensando por un momento que podría perderlos de nuevo. «No es nada», le dijo mamá, y la tranquilizó con un beso en la mejilla, asegurándole que los colores estaban por todos lados, y que no se habían ido a ninguna parte.
Pero al día siguiente soñó que corría con todas sus fuerzas, aunque no lograba ver quién la perseguía pues temía darse la vuelta. Sudando saltó de la cama viendo que no había nadie ahí, y con sus fuertes pisadas en la escalera llegó papá a acompañarla, abrazarla y arroparla. Le dijo que era normal en los niños que estaban creciendo, porque siempre querían salir corriendo a todos lados. Sólo le pidió que no corriera tan lejos para que no se fuera a perder, que quería a su hijita bonita cerca y la llenó de besos, muchos besos, para asegurarle que todo estaba bien. Pero cuando se fue y quedó sola en su pieza se dio cuenta que no podía dormir.
Con el pecho apretado miraba sus juguetes y muñecas sin ganas de jugar, hojeando sus dibujos de perros y unicornios sin ánimo de colorear. Dejó de hablar constantemente, de preguntar por cada cosa, y miraba a todos lados como si hubiese algo escondido bajo la alfombra. Aún así prefería estar en su pieza y sumergirse en sus libros, con muchos colores y personajes entretenidos, monstruos que no eran tan malos, que aunque eran feos y raros sólo buscaban amigos, y una vocecita adentro le decía que era como ellos.
Siguió leyendo y leyendo, mirando caballeros recorriendo los prados sobre hermosos caballos, cerditos cantando en la granja y gatitos jugando en los tejados. Los veía correr, agazaparse y saltar, llegar a lugares ocultos donde nadie más podía estar, y quiso ser un gato para salir por la ventana, esperando encontrar un rinconcito donde nadie la encontrara.
Al día siguiente se despertó cansada, sin ganas de levantarse y jugar, correr por la casa y pintar paredes, hacer preguntas o saltar. Los muros se veían más pálidos, los juguetes más opacos, y sabía que si comía algo tendría un sabor amargo. Sólo quería quedarse en la cama rodeada de libros e historias, pero cuando llegó mamá a verla tuvo miedo de contarle, y en vez de eso le dijo que le dolía la pancita, aunque eso era una mentira, su primera mentira.
Cuando papá llegó del trabajo la fue a ver asustado, la abrazó con cuidado y le llenó la cara de besos, pero ella sólo quería estar sola. Apenas tocó la cena y pidió permiso para ir a su pieza, pero antes de subir vio algo extraño en sus ojos, un brillo que aparecía a veces, cuando la abrazaba más apretado y le daba más besos, con la respiración agitada e impregnándole la colonia en el cuerpo. Subió con la garganta seca y un frío creciendo en el cuello.
Cerró despacio y sacó su libro favorito de la repisa, ese grande y de tapa dura, donde reinaba la fantasía. Miró los dibujos con ojos muy abiertos, fascinada con los animales y colores, las aventuras y canciones. Las aves volaban tranquilas, los bichitos sonreían, y los patitos nadaban tranquilos sabiendo que nada les pasaría. Había monstruos de dientes redondos, feos y gigantes, pero en el fondo no eran tan malos sino que sólo tenían hambre.
El tiempo pasó volando acompañada de historias y magia, pero cuando escuchó crujir la escalera sintió un rayo de frío en la espalda. No quería ser su hijita bonita ni que la llenara de besos, que le apretara tan fuerte que a veces dolía ni oler a colonia o comida, y sin saber qué hacer se acercó más al libro buscando una salida. «Quiero ir allá», pidió a los grupos de aves volando hacia el sol. «Por favor», les dijo a los caballos galopando junto a sus crías, mientras las vaquitas pastaban sin preocupación. «Llévenme con ustedes», susurró a los bailarines que hacían piruetas, a las princesas de largos vestidos, los reyes de barba larga y los magos llenos de sorpresas.
Con cada paso en la escalera los colores se iban opacando, el pasto secando y el cielo aclarando. Asustada pegó la nariz al papel mientras niños reían junto a un río, comiendo manzanas o persiguiendo perritos, y sintió la brisa fresca en la cara, escuchó el canto de los pájaros y el croar de las ranas. Una niña se detuvo a mitad de carrera mirándola directo a los ojos, y le pidió que la dejara ir con ellos, que quería cantar y correr allá adentro, soñar y volar sin miedo. Afuera crujió una pisada más fuerte y se tapó la luz bajo la puerta. «¿Estás segura?», preguntó la niña y Valeria asintió temblando. «Si vienes lo perderás todo afuera», le dijo, «es un camino que no tiene vuelta».
Pensó en mamá y su pelo hermoso, en los dibujos con crayones y libros a todo color, en los niños del jardín con quienes jugaba, y tragando saliva dudó. No estaba segura, no lo entendía, no quería tomar esa decisión, porque los quería mucho y no era justo lo que pedía, tenía que haber otra opción. Pero antes que pensara en algo la manilla comenzó a girar, apretándole el pecho, con lágrimas en los ojos y la barbilla temblando sin parar. No quería, no podía, pero no tenía opción, y justo antes que la puerta se abriera asintió cerrando los ojos con fuerza, con sonidos y olores creciendo a su alrededor y la sensación de calor en los brazos, como si estuviese al sol.
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