La sombra
Sigo subiendo, jadeando e ignorando los llamados de mis brazos para que pare y descanse. No puedo, no debo, porque hay mucho en juego. Me aferro con los dedos adoloridos en la roca rasposa y me doy fuerzas pensando en Keven y su sonrisa, en sus manitos juguetonas y su pelo alborotado. No puedo parar ahora porque necesito verlo correr de nuevo, que sea feliz en los campos, conociendo el mundo y aprendiendo de él. Si no lo doy todo por seguir adelante lo perderé.
El sol incandescente ataca sin piedad, me seca los labios pero aprieto los dientes en respuesta. El calor, el viento, el cansancio y el hambre no me van a parar, no ahora, no cuando Keven sufre y necesita a su madre, no cuando estoy cada vez más cerca de ese maldito risco y lo que allá me espera. Con un pie me afirmo de una roca lateral y me impulso para seguir, hasta que llego a un descanso del terreno donde puedo seguir de pie. Jadeo con la boca abierta, tomo un pequeño trago de agua y sigo afirmando la mochila a la espalda, esa que guarda los otros ingredientes que indica ese viejo libro.
Rodeo matorrales espinozos, me arrastro bajo raíces traicioneras, piso rocas resbaladizas que por poco me hacen caer, y mientras pequeños insectos revolotean alrededor continúo, con el viento más fuerte anunciando lo poco que falta. Keven me espera allá abajo, cubierto de mantas, respirando con dificultad, y su risa recorre mis oídos como en un sueño, me transporta a otros tiempos cuando todo era más sencillo, cuando recorríamos los campos y le mostraba las flores, mirábamos las lagartijas tomar sol y los peces nadar por el río. Vamos, Dana, despierta, que si no llegas arriba nada de eso volverá.
Los dedos tiritan y arden por incontables raspones, las piernas por posiciones incómodas y el pecho sube y baja junto a un extraño sonido en la garganta, pero ignoro todo y continúo porque es lo último que falta. No me detuve con las cenizas de ese árbol y los otros que cayeron para conseguirlas, tampoco al recolectar los hongos venenosos ni al robar la copa de oro de la posada, que claramente no necesitaban. No pestañeé al robar los caballos y monturas de la caballeriza ni di un respiro para recorrer los arduos caminos hasta llegar a estas montañas. No, el cansancio no me la ganaría.
El libro era bastante claro pero no pensé que sería tan difícil, porque el nido no sólo estaba en la montaña más alta sino que en la copa del roble más frondoso. Y ahí estaba, gigante por sobre toda vegetación, con el viento haciendo silbar sus ramas como una canción. Lentamente escalo el viejo tronco, apoyándome en las ramas más gruesas, y cada impulso hace tiritar mis brazos llevándolos al límite, obligándome a ignorar el temblor de todo el cuerpo, el sudor y las fuerzas que apenas tenía. Maldito árbol gigante que escondes lo que necesito, maldito ritual que necesita cosas tan complejas, malditos todos que se rindieron ante la primera dificultad, cuyas medicinas tradicionales no dieron respuesta. Por todos ellos es que necesito seguir subiendo, para demostrarles lo equivocados que están, que se puede ir más allá con tal de lograrlo.
La vista es lo primero que me sorprende, tan tranquila y abrumadora. Me hace olvidar lo alto que estoy, lo cansado de mi cuerpo, lo peligroso de estar aquí y lo terrible del camino que he seguido, pero los chillidos me devuelven a la realidad con un pitido en las sienes. Bajo la vista y está ahí, armado con sumo cuidado con ramitas formando un espacio ideal para los polluelos. Son cuatro y chillan constantemente, buscando a un padre que aún no llega, que los deja lo más resguardados posible para que no sufran. Piden por hambre y cariño, por una oportunidad de seguir viviendo, por crecer y volar por sus propios medios, y eso lo entiendo. Me ven y chillan, como si fuera su salvación, y por un instante siento el pecho y la garganta apretadas. Trago y respiro profundo, recordando de nuevo por qué estoy en ese lugar, y voy a extender la mano hacia uno cuando una sombra cubre el sol justo encima de nosotros. Los polluelos chillan con más intensidad mirando hacia arriba, y eso es todo lo que necesito para entender lo inminente.
«Fuera, ¡fuera» le grito mientras la enorme ave arremete con sus patas filosas demasiado cerca de mi cara. Me oculto entre las ramas pero el ave no pierde el tiempo, afirmándose arriba y lanzando picotazos en mi dirección. Me hace cortes en las manos y brazos, busca mi cabeza con desesperación, y entonces saco mi cuchillo afirmándome como puedo, apretando los dientes para no dejar que me venza el miedo.
Está defendiendo a sus crias de enemigos externos, como es lógico, y usará todos sus medios para evitar que les pase nada. Pero en cualquier otro momento lo habría entendido, corriendo a buscar otra alternativa, pero esta vez no podía. Keven me esperaba y cada segundo era más peligroso, así que me afirmé como pude y comencé a tirar cuchilladas hacia arriba, entre ramas, hojas y chillidos. Necesitaba llegar a como dé lugar, y volví a escalar las últimas ramas con los ojos muy atentos. El pájaro dio un giro y por poco me sorprende desde atrás, pues alcanzo a agacharme aunque siento un profundo corte en la oreja izquierda, que de inmediato sangra. Gira y vuelve a la carga, pero yo también alcanzo a hacerlo con el filo apuntando en su dirección, y entro en una avalancha de plumas y picotazos, chillidos y sangre, que ya no sé si es mía o suya.
Los sonidos de polluelos me ayudan a ubicarme, el dolor fluye desde distintos lados, pero no puedo perder más tiempo en esta lucha sin sentido. Grito de rabia y angustia, lanzando cuchilladas más rápidas esperando que alguna aleje al ave, y cuando encuentro una abertura suelto la otra mano apuntando hacia el nido. Los ojos oscuros y enormes me miran de vuelta, abriendo y cerrando el pico blanco con la punta oscura, y tomo al más cercano cuando la inmensa sombra me cubre de nuevo. Mi instinto me lleva a tomarlo y ponerlo en mi pecho curvando la espalda, pero los cortes y picotazos me hacen tambalear, los chillidos desesperados me desorientan, y sin suficientes puntos de apoyo escucho cómo una rama abajo se rompe por mi peso, cómo me voy hacia un lado, y entre un mar de sonidos de hojas, ramas y aleteos me caigo, cubriendo al polluelo con mi cuerpo.
El fuerte dolor en la espalda me recuerda que algunas ramas gruesas amortiguaron mi caída. Keven y su sonrisa rondaron mi cabeza, me hicieron moverme a pesar que no quería, y los chillidos del polluelo dentro de la mochila me recordaron dónde estaba y lo que hacía. Cada parte de mi cuerpo dolía pero no podía parar, y sé que comencé a avanzar lo más rápido que pude, luchando con los temblores y la falta de agua, que no podía estirar la espalda y que mi oreja sangraba sin parar. Bajé afirmándome a duras penas, y llegó un punto en que mis manos no podían estar sin temblar, que mis ojos pesaban toneladas, y había tantas razones para detenerse y descansar que estuve a punto de hacerlo. El sol se escondía en ese mismo horizonte que había admirado desde arriba.
En una zona despejada del bosque dejo el cuerpo de Keven, pálido y con el pelo desordenado hacia los lados, una sombra de lo que fue. Lo miro forzando una sonrisa para calmarlo aunque no me puede ver, y enciendo una a una las velas que forman un círculo a su alrededor. Respiro profundo mientras reviso nuevamente el viejo libro, confirmando que tengo todo lo necesario y esperando que me quede tiempo.
Echo los hongos venenosos en un cuenco de greda, los machaco y enciendo una pequeña hoguera. Rompo la copa de oro y echo los pedazos, ignorando el poco sentido que tiene todo eso. Respiro profundo con los ojos cerrados, ignorando el miedo y cansancio, miro a Keven tan débil y doy media vuelta en dirección a los caballos que nos trajeron hasta aquí, apretando los dientes.
«Lo siento», le murmuro al caballo más viejo haciéndole cariño en una oreja, y poniendo el cuenco bajo su rostro tomo el cuchillo y le hago un rápido corte en el cuello, de lado a lado. Los chillidos y relinchos crecen, mientras la sangre cae caliente y las patas se mueven desesperadamente. Aguanto las lágrimas tratando de ignorar la repulsión que me genera, y cuando el cuenco se llena de sangre doy un paso atrás, mientras el caballo pasa sus últimos momentos antes de caer al suelo en un gran charco rojizo. El otro se retuerce hasta liberarse y sale corriendo entre relinchos.
Tiemblo poniendo el cuenco sobre el fuego, esperando que siga calentándose hasta burbujear. Revuelvo constantemente hasta que los trozos de la copa comienzan a derretirse, cambiando el color adentro de un rojo oscuro a un verde brillante. Echo las cenizas de los árboles más antiguos del lugar, cambiando el color del brebaje a verde musgo, y sigo revolviendo mientras el olor nauseabundo se impregna en todo el lugar. Me aguanto las arcadas para seguir atenta a cómo las burbujas salen y se revientan, dándole el tiempo indicado por el libro para que los poderes se activen antes del último paso.
Los chillidos constantes del polluelo me llenan la cabeza, dan vueltas por todos lados y terminan en mi pecho, que poco a poco aumenta su ritmo sin poder controlarlo. Lo tomo con cuidado y lo acerco al cuenco hirviendo, y mientras el calor nauseabundo nos satura lo miro atento. ¿Qué culpa tiene?, ¿por qué tenía que ser él?, pienso enseguida, pero antes que llegaran las respuestas la imagen de Keven se hizo presente, sus recuerdos se hicieron latentes tan intensos como si todos mis sentidos lo revivieran. No había alternativa, nada más importaba, y si había llegado hasta este punto tenía que terminar como sea. Los chillidos siguieron sin parar en todo momento pero los bloqueé con la mente, y sin más preámbulos lo solté sobre el cuenco ardiente, sobre el líquido espeso y burbujeante, mezclando sus colores y sonidos con todos los otros, haciéndolo parte de un todo que me lo traería de vuelta. Revuelvo constantemente hasta que los chillidos se apagan y el brebaje toma un color rojo carmesí, intenso y vivo. Era lo único que importaba.
¿Qué me separaba del mal que lo había enfermado, del que me hizo recorrer ese largo camino hasta ahora? Mis manos llenas de rasguños y sangre eran testigos, mi cuerpo al borde de desfallecer eran pruebas del esfuerzo, y ese brebaje asqueroso que se enfriaba lentamente era todo lo que podía hacer, donde los miedos y esfuerzos se concentraban en esa última oportunidad. El costo, ¿qué costo?, haría eso y mucho más.
Vierto el líquido de a poco en su boca, y rápidamente su respiración se agita mientras traga. Hincada junto a él trato de ayudarlo, pero el libro es claro en dejar que el cuerpo absorba la poción por sus propios medios. Doy un paso atrás y me siento, angustiada, con la mirada atenta a cada movimiento, enterrándome las uñas en las palmas cuando convulsiona, cuando abre y cierra los ojos rápidamente, cuando se calma su pecho que sube y baja; tenso el cuello cuando las llamas de las velas crecen, cuando el aire se pone denso y la noche se hace más profunda, seca y fría. Tiemblo sin darme cuenta mientras más allá de las velas se mueven sombras metamorfas, que danzan alrededor como atentas a cada momento, y cuando Keven tose se detienen, crecen y con sus brazos cubren todo alrededor. Veo mi aliento frío y en el momento de máximo temor abre sus ojos, ahuyentando las sombras y recobrando la frescura de la noche.
Mi barbilla tiembla sin control y siento las lágrimas quemando mis mejillas, pero por más que lo intento no puedo decir su nombre.
Keven se mueve lento hasta que logra incorporarse, jadeando con la frente perlada de sudor. Veo cómo recobra su color de piel, cómo sus ojos brillan con la luz de las velas, pero cuando intento moverme no puedo, cuando trato de llamarlo mi garganta no responde. Trato de gritar mientras se esfuerza en ponerse de pie, pero no sale ni un sonido. Trato de alzar los brazos, de mover las piernas, mientras mira a todos lados confundido y asustado, pero mis músculos no responden, y poco a poco me doy cuenta que mi cuerpo parece ajeno, que no siento el suelo ni el roce de mis manos en las rodillas. ¿Qué está pasando?
Keven mira en mi dirección y alza las cejas, de felicidad primero y angustia después, y luego de gritar mi nombre se acerca. De pronto siento que me elevo y alejo mientras él da unos pocos pasos, y escucho que gime cuando se hinca al lado del cuerpo inerte que tiene al frente. «Detente, detente», suplico suspendida en el aire, mirando cómo mi hijo aprieta los dientes frente a ese cuerpo igual al mío. Me alejo y grito sin palabras, llorando sin lágrimas, luchando sin fuerzas. Lo veo cada vez más lejos, cómo llora sin poder consolarlo, cómo teme sin poder abrazarlo, pero está vivo y está curado, y eso era todo lo que quería.
¿Pero quién sería al enfrentarme a sus ojos?, ¿cómo le explicaría lo que había hecho?, ¿quién era después de todo, y en qué me había transformado? El precio a pagar parece ser más grande de lo que creía.
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