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La loca del barro

Agatha dejó de marcar el tiempo a los dos años, pues de nada servía que fuese jueves, navidad o su cumpleaños si hacían lo mismo todos los días y hasta se vestían igual. De haberlo sabido habría marcado el día en un calendario, aquel donde la monotonía se acabó, mientras avanzaban por un pasillo sin saber si era un castigo, un premio o una transferencia. Yo no hice nada, se repitió por si acaso, aunque la mentira ya le sabía añeja y repetida, pues el cuchillo en la mano y las amenazas en la boca eran cosas que no podía negar.

— Esta es su segunda oportunidad —sentenció la mujer con delantal sucio que las esperaba en la habitación, apuntando a una base con un plato ancho y varios trozos de barro a un lado. Qué iba a saber ella que la terminaría queriendo como a una madre.

Agatha frunció el ceño, pensando en lo extraño de todo. La vio sentarse, tomar un trozo de barro y con las manos mojadas moverlo mientras giraba, y quedó con las cejas en alto al ver cómo aparecían formas conocidas como por arte de magia. Se miró las manos huesudas, sin creer que con eso bastaba, y al mirar de vuelta el pecho ya le subía y bajaba con fuerza.

Por supuesto que era más fácil verlo que hacerlo, y uno tras otro sus intentos fallaban de inmediato. No sabía sentarse, erguirse, esperar y adentrarse con la arcilla en las manos. Escuchó lo mejor que pudo los consejos de Matilde, con sus expresivas cejas y paciencia infinita, pero sus manos no obedecían como ella quería, esas manos acostumbradas a tomar lo que quería en vez de fabricarlo, y varias veces se fue llena de rabia botando vasijas que habían dejado para secarse.

No sirvo para esto, se decía esas mismas noches mientras los ronquidos adornaban las murallas, pensando cómo estaría su Víctor a esa altura, sin saber ya cuántos años tenía. Apretó las manos enterrándose las uñas, recordando ese día de mala suerte una vez más, pensando en todas las cosas que podría haber hecho distinto si no hubiese tenido la necesidad. Quería ver a su hijo a toda costa, ¿pero qué le enseñaría?, ¿cómo lo cuidaría? No tenía otra cosa que entregarle, una labor que le ayudase, y si aprendía lo suficiente tal vez eso sería su vía de escape. No tengo otra alternativa.

Desde entonces llegó más temprano y se fue más tarde. Fue la primera en hablar con Matilde preguntándole qué estaba haciendo mal, cómo mejorar, qué oportunidades tenía y de qué servía todo. Y tal vez ella vio su desesperación o algo cercano al potencial dormido, nunca lo supo, pero se preocupó de mostrarle paso a paso cómo poner los hombros y respirar, y más lento que todas las otras fue soltando los dedos y dejando que las formas surgieran solas. A tropezones y más intentos que cualquier otra fue aprendiendo a ser paciente, y cuando el primer plato salió sin grietas lo miró con un nudo en la garganta.

Se sintió como esos años donde viajaba todos los días de un lado al otro de la ciudad, cansada, con sueño pero ganas de dar lo mejor de sí, sabiendo que todo lo hacía para cuidar a su hijo recién nacido. Era una llama de vida que tuvo en ese entonces, antes que la desesperación la superara y los vicios la consumieran, creyendo en el fondo de su corazón que un futuro brillante los esperaba.

Se esforzó para que ese fuese su billete de salida, que le enseñara lo necesario para tener un oficio que hacer allá afuera, pero cada vez que la arcilla húmeda adornaba sus manos se sentía más segura, como si tuviese control de su vida. Mientras giraba en el torno podía hacer el bloque más grande o grueso, ahuecarlo y hacerlo más o menos cilíndrico, y pronto las otras reclusas la trataron de «La loca del barro», porque mientras trabajaba siempre sonreía como una niña con un juguete nuevo. El mundo giraba al mismo ritmo que el torno, teniendo la posibilidad de crear o destruir con un sólo movimiento, de deshacer cambios que le habían costado mucho tiempo o probar inclinaciones para hacer distintos ángulos. Al alero de Matilde fue probando todas las técnicas que pudo, haciendo vasijas, floreros, platos y tazas, que como parte del programa se vendían para que ellas tuviesen algo que juntar para la vida que tenían afuera. Por supuesto, todo lo que ella juntó se lo envió a su hermana, para el pequeño Víctor.

De a poco las miradas se centraron en ella, sobre todo al caminar con su bandeja para sentarse con algunas conocidas, y más de una vez le pusieron un pie para que se cayera, le quitaban el pan antes que se ubicara, o se reían de ella a sus espaldas. Trató de quitarle importancia, por miedo a las represalias, hasta que un día llegó temprano al estudio y vio cómo sus trabajos estaban rotos entre medio de los otros. No eran vasijas ni platos ni tazones sino que el sustento que su hijo podía necesitar, y no pudo controlar la rabia contra la primera que le lanzó una mirada divertida al almuerzo.

—¡Maldita perra! —le gritó mientras corría hacia ella, y entre tres la aguantaron hasta que la aludida se le puso en frente. La golpearon con gusto hasta que llegaron a separarlas, pero de consuelo logró lanzarle un escupitajo en la cara.

Los moretones no dolieron tanto como la mirada de Matilde, que la recibió al día siguiente negando con la cabeza. —Tienes que calmarte, o esto se termina ahora —dijo con una voz serena pero sin quitarle los ojos de encima, y no tuvo más remedio que comerse la rabia, seguir intentándolo y tratar que esas cosas no la afectaran. Se alejó lo más que pudo y caminó con más cuidado, aguantó las incitaciones de odio que sólo buscaban hacerla reaccionar, pues más le valía concentrarse en el trabajo o perdería su oportunidad.

Aguantó y aprendió a hacer las terminaciones, a pintar los distintos diseños con toda gama de colores. Al principio hizo formas básicas y fáciles de reconocer, rombos, triángulos y combinaciones de colores sencillas, pero mientras soltaba la mano fue aprendiendo la infinidad de cosas que podía hacer, los tallados sutiles que podía agregarle a la superficie para darle relieve, mientras no se rompiera. Poco a poco el proceso se hizo más complejo, con más esperas y detalles que se quedaba hasta más tarde terminando, buscando incansablemente quedar satisfecha con el trabajo, y terminó plasmando la rabia y pena en sus trazos, dejando pequeños detalles que sólo ella entendía, agregando animales y flores que interactuaban con el mango o bebían del plato. Estaba la dicha de los prados y la suavidad del pasto en la mano, la risa de los niños jugando en una tarde de verano, pero también la soledad del encierro y las ganas de cumplir sus sueños, las ansias de abrazar a un hijo que ya no la visitaba pero que esperaba con toda su alma que la perdonara. Todo estaba grabado y pintado en sus trabajos, aprobados por la sonrisa de Matilde, que pasaron a ser un orgullo más grande de lo que creó posible hacer con esas mismas manos.

Tan feliz se sentía descubriendo cosas nuevas y a sí misma que no vio venir el golpe de realidad, el embiste del tiempo ahí donde creía que no existía, pues el suyo se había terminado y lo que para otros era el alivio después de años de tortura para ella era el quiebre que no quería. Se lo dijo al encargado que la miró con extrañeza, ignorándola pues quizás no entendía que todo había acabado, y de un momento a otro ya estaba afuera de esa burbuja, esa prisión del cuerpo que irónicamente había liberado su alma.

Había soñado tanto con ese momento al principio que pensó que nunca llegaría, que algo pasaría entre medio y extendería su estadía, pero con los años ese sentimiento fue mutando y todo estaba tan lejano que se sentía una extraña. No era quien tuvo que cometer errores para tener algo de comida en la mesa, quien gritó y pataleó para que la dejaran salir prometiendo que cambiaría, incluso quien allá adentro vivía el día a día llena de resignación, sólo esperando. Era alguien distinto que había surgido adentro, pero que no sabía cómo actuar en ese mundo enorme donde no estaba la misma rutina. Tragó saliva temblando, recordando lo único bueno que tenía, esperando que siguiera ahí después de tanto tiempo y que la perdonara.

Tomó un bus lleno de gente distinta que parecía fuera de lugar, sintiendo algunas miradas en la espalda pero en su mayoría indiferencia. Miró por la ventana asustada de lo extenso de los caminos, recordando vagamente direcciones y fachadas, detalles pequeños que de niña le servían para ubicarse, pero que ahora estaban tan cambiados que no lograba reconocer. Era un mundo que había seguido sin ella, una realidad tan distinta que en comparación sus recuerdos parecían postales. Su cuerpo le decía que era hora de comer pero no estaba la fila al fondo junto a las cocineras, las mesas solitarias que de a poco se llenaban, el tintineo de las bandejas de lata ni el sorbeteo de la sopa insípida que era siempre la entrada. En vez de eso se bajó donde recordaba apenas y caminó por las calles que se supone conocía, tratando de distinguir fachadas y recordar quién vivía ahí, esperando que sus piernas le ayudaran a marcar el ritmo y saber dónde doblar. A lo lejos vio un grupo sentado en una escalera compartiendo una botella, fumando alguna cosa con la mirada perdida, pero pareció más un recuerdo con ella en medio, en otra época, en otra vida, aunque ninguna de esas caras le sonaba conocida.

—Estoy en casa —le susurró a la puerta que había cruzado tantas veces, de noche y agotada por el trabajo antes, o al borde de la inconciencia después. ¿Pero quién la cruzaba ahora, y quién esperaba al otro lado?, sólo una polvorienta casa vacía.

Cada tono del teléfono le aceleraba más el pulso, como si no fuesen suficiente tantos años de espera. Y aunque la emoción fue grande al notar su voz ambas supieron que no era el momento de ponerse al día.

—Dame con Víctor —soltó sin rodeos, y luego del suspiro de su hermana le siguieron sonidos de pasos hasta que otra voz le respondió, tan distinta que jamás la habría reconocido en la calle.

—¿Qué? —le dijo un adolescente.

—Víctor, hijo, soy yo. Salí al fin —no podía ser él, ¿cómo había crecido tanto?

—¿Y?

—¿Cómo que y? Y voy a buscarte.

—Estoy bien con tía Marta —y cortó.

Se quedó con el auricular pegado a la oreja, como si esperara el remate final de la broma. Llamó de nuevo, esperando que fuese un error, pero era la voz de su hermana quien contestó.

—Agatha.

—Marta, ¿qué pasa?, dame con Víctor.

—Él no quiere hablar contigo.

—¡Es mi hijo!

—Sí, pero está a cargo mío ahora.

—Eso no importa. Ya salí, está todo bien de nuevo. Lo voy a buscar ahora —dijo con la intención de colgar y salir disparada en seguida, pero la mueca que escuchó al otro lado le tensó una vena en el cuello.

—¿Y qué vas a hacer?, ¿cómo lo vas a cuidar? No tienes trabajo, no tienes dinero, ¿qué va a comer?, ¿qué se va a poner?

—Eso no te impo…

—Sí me importa, porque yo sí lo cuido. No porque tengas un pie afuera significa que está todo bien —suspiró— . Fueron siete años, Agatha, siete años donde Víctor creció sin su mamá. ¿Qué esperabas?

El sudor frío le llenó la espalda y le hizo tragar más saliva de lo normal, pero no tenía palabras que decirle. ¿Qué estaba pasando?

—Tengo la tutela hasta que demuestres que puedes cuidarlo. Deberías saberlo ya.

Y así terminó la conversación que había esperado tener hace tantos años. Sintió el frío de las paredes calándose en los huesos, como un espacio vacío inmenso cubriéndolo todo. Se sentó en el suelo, abrazándose las piernas, dejando que las lágrimas salieran sin control. La vida no parecía ser tan sencilla como esperaba, con reuniones inmediatas y la continuación de una vida pausada. Y ahora ese tiempo que había pasado tenía que enmendarlo, demostrarles a todos que había aprendido de sus errores, que había pagado caro los excesos y las metidas de pata, las medidas extremas y la mala suerte.

Así salió a buscar algo, a recorrer los viejos lugares donde antes había trabajado. La ciudad rebosaba en cosas nuevas y más gente que antes, con caras más largas que hace años. Y esos trayectos eternos se sintieron más pesados, como si le chuparan más vida que antes, quedando con las piernas agarrotadas por el vaivén de la micro.

Pero las puertas se mantuvieron cerradas. Recorrió las antiguas casas que recordaba y en ninguna la necesitaban, fue a las oficinas donde reclutaban y para ninguna calificaba. La miraron de arriba a abajo mientras buscaban sus datos en linea, y los ceños fruncidos se hicieron cada vez más frecuentes como respuesta a sus peticiones. Por teléfono era la misma historia, sólo que con palabras más bonitas, donde le recordaban una y otra vez que alguien como ella no era el perfil que buscaban. Alguien como ella, con un pasado manchado, como una amenaza latente a pesar de que ya lo había pagado.

Siguió llamando y preguntando, viajando para todos lados y hasta rogando, pero las murallas eran demasiado altas, los requerimientos demasiado exigentes, y a nadie parecía importarle que no le quedaban opciones, que necesitaba encontrar algo pronto o simplemente no tendría qué comer. Respiró profundo y recordó lo que había aprendido, con un cosquilleo en las manos que mostraba las ansias de usarlas para algo, y fue a cuanto taller encontró ofreciendo sus servicios. Les contó a todos lo que había hecho, las técnicas que había aprendido, quién le había enseñado y lo mucho que lo necesitaba, pero sólo recibió excusas y negativas. Nadie se lo dijo directo, pero sus miradas le dejaban bien claro que no trabajarían con alguien como ella.

Lo poco que había conseguido estaba a punto de agotarse, esos pesos que viejos amigos le habían prestado y que había jurado devolver cuanto antes, pero cada vez le quedaban menos opciones para encontrar algo que hacer, y la necesidad se fue transformando en miedo, terminando en rabia.

Necesitaba sentirse útil, como al principio o allá adentro, donde había aprendido que tenía lo necesario para sentirse orgullosa, para que su hijo la aceptara de nuevo. Pero afuera sólo había puertas cerradas y ninguna opción de empezar de cero. Pateó y rompió cuanta cosa encontró a su pasó, insultó a todos los que hacían el más mínimo gesto a su lado, y la desesperación bañada en lágrimas se fue canalizando en la única opción que le quedaba, en el único lugar donde sabía que podría continuar aprendiendo, allá donde todas estaban en las mismas, manchadas y diferentes, y no importaba de dónde venías.

Trató de despertar viejos hábitos que había prometido dejar de lado, aprovechándose de los tumultos para acercase a los bolsillos ajenos. Su cuerpo aún recordaba los trucos, los pequeños gestos para pasar desapercibida, y aunque estuvo a punto que la pillaran un par de veces logró salir con lo que quería. Volvió a la esquina donde hace tiempo cambiaba su angustia por adrenalina, y si bien la persona era otra sabía que el rubro se mantenía. Cambió un celular por una bolsita que pensó nunca más iba a necesitar, pero si volver era su única opción necesitaba el valor para intentarlo.

Los viejos sabores y sensaciones recorrieron su cuerpo, nublándole la vista al principio pero después acelerándole el pecho. Retomó el paso firme y cambió una billetera intacta por una decente cuchilla, que se sintió extraña en la mano antes de esconderla entre la ropa.

Vamos, vamos. Avanzó por calles desconocidas, saliendo de los viejos barrios para evitar que alguien la reconociera. Sólo una vez y todo volverá a tener sentido. Miró de lejos varios locales y la gente pasar, fijándose en lo que llevaban encima o en cuántos entraban y salían. Se frotó las sienes frunciendo el ceño, atenta a cada cambio de rutinas a medida que el cielo se oscurecía, y con el tiempo en contra se decidió por uno de los locales que vigilaba mientras se mordía el labio. Concéntrate, mierda.

No podía dejar que más tiempo pasara, que tuviera que empezar de cero otro día hasta que se sintiera lista. Soltó el aire lentamente esperando no fallar, que su cuerpo la traicionara a última hora y todo se fuera a la mierda. Avanzó por un costado y abrió la puerta del local tratando de no temblar, y la campanita sonando sobre la puerta alertó su presencia. El encargado alzó la vista justo cuando ella sacaba el cuchillo, y por un instante se miraron sabiendo que ese no sería cualquier día.

—¡La caja, ahora! —gritó Agatha mientras los nudillos se le ponían blancos de apretar tanto el cuchillo.

El encargado levantó las manos enseguida, poniéndose pálido— No, no, ¡espera!

—Rápido, ¡ahora!

—Sí, sí, yo… —apuntó con una mano adelante de él, en el mostrador, como pidiendo permiso. Comenzó a bajar las manos lento y luego de un click se abrió la caja. Con manos temblorosas subió el sujetador sacando los billetes aplastados, dejándolos de a fajos sobre el mostrador, entre ambos.

—¿Tienen cámaras?

—¿C… cómo?

—¡Cámaras!, ¿tienen o no? —apretó los dientes pensando qué hacer si es que no había, si bastaba con el testimonio del pobre diablo que tenía al frente.

—Sí, allá —apuntó con un gesto de cabeza en diagonal hacia su izquierda.

Giró hacia la cámara para asegurarse que registraran su cara, pero en ese pequeño segundo otro ruido le llamó la atención, aunque no alcanzó a ver el movimiento desesperado que sacó el arma. Sintió frío de pronto al darse cuenta de lo que pasaba, pero antes que volviera a mirar al encargado sintió el golpe bajo la clavícula junto al sonido del disparo.

El calor de su propia sangre saliendo le cubrió todo el pecho, mientras poco a poco sentía que se alejaba y perdía control del cuerpo. Los ojos le ardían, aunque no supo si de rabia o pena, pero cuando todo dio vueltas a su alrededor poco importó lo que pasaba. Desparramada en el suelo no pudo hacer nada, aunque su mente hizo esfuerzos por llevarla a otro lado para omitir el dolor. La llevó al torno que había aprendido a querer, a la sensación de la arcilla en los dedos mientras le daba forma a un nuevo trabajo. Sonreía pensando en qué diseño le pondría al final, si tallaría unas flores o animales en un campo, y de qué color lo pintaría. Su hijo, que lo imaginó a esa altura con rasgos cuadrados y una mirada más seria, lo observaba de lejos con una sonrisa, sabiendo que ella se esforzaba para entregarle todo lo que podía. Pero de a poco se fueron esfumando el rostro de Víctor y los platos secándose, el olor del barro húmedo y la sensación en los dedos. Desapareció el material que moldeaba y el torno que había dejado de girar. Se miró las manos, secas y del color de la arcilla, que se llenaron de grietas para luego resquebrajarse sin que pudiera evitarlo. Lo siguió el resto del cuerpo mientras un frío gélido la cubría, y en el último pestañeo se sintió tonta al pensar que esa sería su salida.

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