Eterna transparencia
He vagado una eternidad por estos lugares, por los fríos eternos del norte y los calores lluviosos del centro. He recorrido los valles desérticos y me he sumergido por los océanos del mundo, surcando los cielos en la compañía de las aves y descansando en una roca lejana, con el sonido del viento como única compañía. No sé cuándo ni cómo llegué a este mundo, pero he visto surgir y caer vidas, pelearse, amarse y morir, y aquí he estado, como un paciente observador, tratando de entenderlo todo y a mí mismo, esperando, buscando, sabiendo que hay algo más. Y después de incontables vidas finalmente te vi, Helena, entremedio de la multitud, tratando de mezclarte, de sonreír junto a ellos y recibir su amor de vuelta, pero de lejos pude ver que te escondías para sentir como ellos, pero que en el fondo también eras una eterna.
«Ven conmigo», te dije una noche cuando junté las fuerzas para acercarme, y rápidamente me perdí en tu cabello suelto, en tu rostro tranquilo pero sobre todo en tus ojos, negros y enormes, que escondían el universo entero, albergaban las vidas que han pasado, las alegrías y penas que tal vez te afectaron, y a pesar de todo el miedo que tuve vi que me miraste perpleja, como sabiéndolo de inmediato. No fueron necesarias más palabras para apartarnos, buscando un lugar tranquilo, y en medio de praderas frondosas nos sentamos y hablamos. Y hablamos una vida entera.
Helena, una diosa errante, venerada por los viajeros y quienes necesitaban una guía, unos ojos que los observaran cuando nadie más quería, pero que después de generaciones dejaste buscando algo más. Al igual que yo viviste del amor y ofrendas, de los sacrificios y plegarias, de los rezos y penitencias, pero a diferencia mía preferiste caminar con ellos buscando sentir. Yo, en cambio, decidí alejarme, mirarlos de lejos buscando, aprovechando la oportunidad de descansar un par de vidas, de vagar otras cuantas y soñar con mundos inexistentes. Y así comenzó todo, contigo, mientras de la mano avanzamos lento mirando el mundo con otros ojos, como una entidad nueva, como un sueño que no acaba.
Te conocí como no creí hacerlo con nadie, ni siquiera conmigo. Pude entender cómo mirabas los cielos, quedar perplejo mientras olías las flores, mientras comíamos frutos en medio de la selva y los animales más pequeños nos miraban con miedo. Corrimos por los desiertos eternos y armamos estatuas, pequeñas torres y fuimos niños de nuevo, mientras el mundo seguía corriendo. Recorrimos cuevas que nadie más había visto y también armamos las propias, acercándonos al centro del mundo mientras el corazón me latía más fuerte buscando esa respuesta. Seguimos buscando y nos amamos de todas las formas que pudimos pensar, con abrazos y besos, con caricias y palabras, con rabia y ternura, como fuera. Eras todo lo que siempre busqué y tus ojos me decían lo mismo.
Pero pronto supimos cómo el otro iba a reaccionar, qué diría en respuesta a un comentario y de qué forma amaría. Te miré por largo tiempo pensando en que eras un enigma, pero un día eras un espejo, un reflejo de una vida que conocía completa, algo tan amado, tan único y especial que apenas podía creerlo. Te miré y por un momento no supe qué hacer, porque sabía qué pasaría con cada cosa, sin dudas, sin miedos, sin sorpresas, como si nada de lo que hiciera marcara una diferencia. Me sentí un inútil, un desalmado, y sin querer evité tus caricias, mientras el resto allá afuera crecía y moría.
«Somos tan distintos que no tiene sentido», te dije después de pensarlo mucho tiempo, y en tus ojos pude ver una mezcla de desilusión y entendimiento. Por más que lo hablamos no encontramos un consenso, por más que discutimos no encontramos una salida, y llegado el momento no tuvimos otra opción más que alejarnos, para que no nos destruyéramos con nuestra indiferencia. Tiempo era todo lo que teníamos.
Vagué sin rumbo nuevamente, mirando la vida que surgía y moría, sorprendido al ver los lazos y promesas que tan fácilmente se hacían. Me detuve a mirarlos mientras se conocían, peleaban, volvían y seguían mirándose como en un principio, como si nada más importara, como si el final tan cercano no los asustara. Sus vidas, que eran un mero pestañeo, tenían toda la fortaleza y amor que siempre busqué, y por un momento quise ser ellos y vivir con esa venda en los ojos, con esa percepción acotada del mundo que les permitía ser felices por un momento. No veían que todo se iba a acabar, o no les importaba, y así lograban sentirse plenos viviendo a concho ante una mortalidad anunciada. Para ellos no se agotarían las posibilidades, las distintas formas de afrontar la vida, no tendrían que decidir una y otra vez cómo cambiarlo todo con tal de seguir en una pieza sino que el tiempo se encargaría de ello, y entonces comencé a mirar el cielo encontrando a Helena en cada estrella. La vida seguía pero con un sentimiento nuevo, una angustia distinta que fue calando de a poco.
Poco a poco fui olvidando detalles, confundiendo palabras y acciones, y la imagen de Helena fue siendo un sueño más que una realidad pasada. Estar solo ya no era un goce sino que despertaba imágenes adentro, recordándome constantemente lo que ya no tenía pero sin dar luz sobre cómo recuperarlo. Buscarla haría que todo ocurriera de nuevo, que nuestros caminos siguieran juntos para dejar de tener sentido luego, y no podría soportar mirarla de nuevo así, como si ya no importara. La mejor forma de conservar lo bueno era estando lejos, o así lo creía, ¿pero cómo iba a seguir viviendo con esa angustia apretándome el pecho?
Lo intenté lo mejor que pude, acercándome a ellos y buscando consuelo en sus actos, sus peticiones y sueños. «Porque es para toda la vida», me respondían cuando cuestionaba su amor, tan conscientes de un final que les permitía aprovechar cada momento, pero eso sólo reforzaba mi decisión y nuestras diferencias, pues yo viviría por siempre y ellos morirían. Aún así, había algo en ellos que sobresalía, un sentimiento que carecía de lógica pero les permitía darlo todo, luchar por esa idea aunque no tuviese sentido. No era justo que la mente nos alejara del corazón, y por eso decidí volver a buscar a Helena, aunque ese extraño miedo me llenaba el pecho.
Las noches fueron más largas y los inviernos más cortos, pero después de largos viajes te encontré en la esquina más al sur del mundo. Mi corazón dio un brinco al verte de lejos, tan hermosa ahí sentada en una banca junto al mar con tu vestido aguamarina, buscando algo al otro lado del océano. Me acerqué de a poco con ese extraño miedo creciendo, ese que me hacía dudar constantemente pero que no llevaba a nada bueno, que prefería la seguridad de la soledad a la incertidumbre. Pero cuando giraste y enfrenté tus ojos supe que nunca debí alejarme de ellos.
«Te extrañé», fue todo lo que dijiste, pero por dentro ambos supimos que era un sentimiento compartido, que tratamos de buscar una respuesta pero todo volvía a lo mismo. Me senté a tu lado en silencio y la distancia entre ambos se fue achicando, porque por más que lo intentamos no logramos encontrar otra cosa. Hablamos de las vidas que pasaron bajo el sol, los lugares que recorrimos y las preguntas que seguimos haciendo, y al final reímos de cómo buscábamos en vano algo que tal vez jamás encontraríamos, pues éramos los únicos eternos.
Nos besamos y el tiempo se congeló, como si esperara nuestra resolución, y cuando abrimos los ojos comprendimos que no importaban las respuestas, que el tiempo podía separarnos pero al final siempre nos traería de vuelta. Puse un pie sobre la banca para tenerte más cerca, y nos quedamos ahí sentados mirando el mar con su vaivén incesante, ese que borraba las dudas y calmaba la mente. Te tomé del hombro y tú de mi cintura, mientras nos tomamos la otra mano sabiendo que ahí pertenecía.
«¿Qué hacemos ahora?», me preguntaste a mí y a la brisa marina junto a un largo suspiro, pero aunque no podía responder algo adentro había borrado el miedo. De pronto noté algunas partículas de sal que cayeron sobre nuestras manos, que poco a poco se juntaron con otras y se fueron solidificando. Las miré por largo rato mientras se unían y endurecían, formando una capa muy delgada que lentamente agarraba fuerza. Sonreí y volví a mirar al frente, con el corazón en calma y desechando todas las preguntas porque ya no quería respuestas. «Ahora esperamos», te dije mientras los días corrían y se transformaban en semanas, meses, años y vidas, con esa capa que poco a poco nos cubría. Ahí estábamos sentados, juntos, y lo estaríamos por siempre.
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