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Espina clavada

Hay tantas capas dentro de una persona que sacarlas todas a la luz es imposible. Tantos matices que poco se puede hacer para intentar entenderlos si es que no se tienen la capacidad de notar las sutilezas, de interpretar los gestos y comprender qué hay detrás de esos gestos que no se hacen, de las cosas que se cuentan y, sobre todo, de las que no. Ahí está la esencia de cada persona, aquello que define sus actos, su forma de vivir, sus reacciones ante la crisis, y ahí está Cris, caminando con la mirada perdida mientras el resto se enfoca en cualquier cosa del camino, en los celulares en las manos y las micros llenas, en los vendedores ambulantes y los avisos con letras gigantes prometiendo mil maravillas. Para Cris esas cosas son invisibles, o más bien, no le interesan en lo absoluto, pues su mente viaja constantemente a lugares ocultos, a esas cosas enterradas, y ha podido seguir viviendo gracias a la increíble capacidad que tiene la humanidad para sobrevivir a lo más oscuro, aunque eso implique no fijarse en lo que tiene alrededor cuando dejó de importar hace tanto tiempo.

Los años pasaron y la vida se hizo más llevadera, o algo cercano considerando su situación. Terminó la escuela, siguió estudiando y aprendiendo lo que más podía, y aunque le costaba concentrarse demasiado logró sacar un escueto título que le permitió trabajar, poder surgir un poco a duras penas, aunque no sin la eterna ayuda de su madre y su tía, con quienes vivía y que eran todo en su mundo, aunque la mirada de condescendencia de ambas fuese palpable cuando comían y les contaba su día. Seguía con ellas después de varios años, y seguro creían que algo le fallaba adentro, que tenía un tornillo suelto o algo parecido, pero si eso servía para mantener el cariño y apoyo lo aceptaría con gusto, pues no podía concebir el perderlas.

Del trabajo a la casa y de vuelta al otro día, su vida no era más que eso y raras salidas extras, una que otra escapada en la tarde después de algunas llamadas de ese grupo que podría llamar sus amigos. Compartían un poco del odio a la sociedad, a las normas que todos creían a ciegas, las formas de vestirse y peinarse, o a creerse reyes del mundo por tener el teléfono de última tecnología. Ellos eran distintos, miraban de lejos y se burlaban de esos comportamientos, y aunque la confianza era algo que se habían ganado después de tantos años de aguante y paciencia, Cris desviaba la mirada a los pocos segundos para apuntarla al piso, esquivaba todo roce y estudiaba cada lugar donde iban para estar cerca de la salida, precauciones que tomaba sin pensar siquiera.

Pero aquel día fue distinto, porque al volver a casa vio a su madre y su tía haciendo la cena con más esmero, cortando verduras y con muchas ollas bajo el fuego. Fue a su pieza y cerró con fuerza, como siempre hacía para demostrarles a todos que necesitaba de su soledad completa, porque en esas cuatro paredes era el único lugar donde sentía seguridad. Ahí adentro nadie entraría sin su permiso, nadie osaría ponerle un dedo encima, nadie le haría hacer cosas que no quería, y por eso sólo ahí adentro se permitía revivir esos momentos sin reprimir las inminentes lágrimas que caían.

—¡Cris, a comer! —dijo una de ellas desde abajo, rompiendo el embrujo de protección que tenía en su pieza. Bajó a regañadientes, porque a pesar de todo el estómago le rugía con fuerza.

Su madre habló largo rato de los tiempos pasados, de cómo todo iba de mal en peor, sobre todo en las últimas semanas donde lo incierto del metro y la micro hacían difícil transitar. Su tía, en cambio, habló fuerte y claro de la violencia allá afuera, de las piedras y barricadas, de las peleas campales y negocios saqueados, segura que todo se solucionaría con más permisos y armas. Cris sólo las miraba, sintiendo que no tenía las palabras para decirles lo que pensaba, sin la fortaleza para ponerse de pie y repetirles lo que escuchaba allá afuera, que los problemas eran otros y las soluciones no llegaban por ningún lado. Su madre cambió el tema y volvió a hablar de tiempos más antiguos, de esos años donde su cuñada aún no llegaba a la casa, cuando la familia estaba completa y vivían en esos momentos mágicos donde -según ella- estaba todo bien, donde no faltaba nada y podían soñar con grandes cosas. Recordó lo bueno que era él, lo confiable y responsable que actuaba siempre, lo bien visto en el trabajo y en las calles, y entre las dos se miraban con una sonrisa de nostalgia que escondía la pena detrás, esa que hace años llegó con un accidente cualquiera pero que se lo llevó de inmediato. Tan bueno, tan sano, tan responsable que era, pero Cris respiraba con fuerza tratando de evitar que la mandíbula tiritara, que las manos sudaran, y mirando su plato tragó saliva con fuerza, aguantando como siempre.

—¿Qué es todo esto? —preguntó al fin, alzando la voz lo suficiente como para marcar presencia.

—La cena, Cris, acuérdate que hoy se cumplen diez años desde que se fue.

Cris volvió a mirar el plato y lo poco que le quedaba, pero de pronto todo adquirió un sabor amargo en la garganta, como de bilis después de vomitar o la sensación al oler leche pasada. Se puso de pie lentamente para no causar mayor alboroto y las miró casi de reojo— Disculpen, pero no tengo mucha hambre.

—¿Adónde vas? —preguntó su tía, con el reproche en cada arruga de su rostro.

—Arriba. Permiso.

Esquivó las palabras de convencimiento y algo de rabia que llegaron, subiendo a paso firme hasta su pieza, cerrando de nuevo con fuerza. Hundió la cara en la almohada y gritó con ganas, con el pecho martilleando con tanta fuerza que podría hacer temblar toda la pieza. Se quedó ahí por horas, pensando, recordando, llorando con los dientes apretados para no hacer más ruido, con esa lucha adentro que no dejaba respiro. Ellas lo querían como un ángel de la guarda, como lo más bueno que tocó esta Tierra, ¿cómo podría decirles lo que realmente era?

Y entonces las vio allá afuera, de pura casualidad, todas juntas y dispuestas, con los ojos tapados y una energía imposible que emanaba de sus cuerpos. Cris las miró de lejos pero pronto se fue acercando, escuchando y apreciando cada detalle, absorbiendo la fuerza que emanaba en cada gesto, sintiendo en el pecho cada palabra, de esas que calan tan hondo y de tantas maneras distintas que apenas se puede creer. Las vio y aplaudió con el resto, las vitoreó cuando siguieron con otros cánticos, y entendió lo que decían sus miradas ahora, lo que transmitía cada parte de sus cuerpos, sintiendo como si un aura cubriera todo el lugar y esa barrera transformara todo a su alrededor, entregando una extraña sensación de seguridad. Sabía, aunque no tenía cómo comprobarlo, que esas mujeres tenían la fuerza que todos necesitaban, que estaban dispuestas a plantarse en frente de cualquier cosa, que nada las detendría, y se quedó de piedra un segundo dándose cuenta de todo lo que no tenía, de cuánto le faltaba.

Después caminó de vuelta, se juntó con su grupo y mantuvo el perfil bajo, escuchó sus comentarios pero en realidad estaba en otra parte, en el mundo donde las cosas eran más sencillas, donde los recuerdos no dolían. Hablaron de esto y aquello, comentaron lo que se vivía en las calles, las diferencias de opiniones, cuánto duraría todo y si era posible volver a lo de antes, aunque todos coincidieron que eso era imposible. Cris también lo creía, pero sin saber si hablaba de afuera o de adentro.

Al llegar a casa, sin embargo, volvió a aquel ambiente extraño, con recuerdos en cada esquina y el reproche en las miradas de su madre y su tía. Era como si toda esa fuerza se hubiese quedado afuera, no quisiera entrar y darle la fortaleza que tanto necesitaba. Volvió a bajar la mirada, a sentir aquella angustia en el pecho que oprimía con fuerza, y se encerró nuevamente sabiendo que no era normal, que era muy pronto, que habían pasado muchas cosas en el último tiempo y eso le afectaba demasiado. Poco a poco fue volviendo a ese estado anterior, lejos de la súbita euforia de aquel día, y lo único que rodeaba su vida era el trabajo y la casa, su grupo disperso, un poco de música y el silencio sepulcral que le carcomía el alma.

Siempre lejos de cualquier interacción, buscando los lugares y momentos precisos para no tener interrupciones, subiendo escaleras en vez de ascensores, guardando silencio y siempre con audífonos para que nadie le hablara. Era mejor así, más seguro y fácil de llevar, porque lo más cerca que estuvo de una relación cercana fue directo al desastre, cuando las palabras se transformaron en besos, los besos en caricias, y las caricias en recuerdos. Negó con fuerza esperando liberar su mente, dejar esas cosas de lado un momento y relajarse que sea, pero con todo el revuelo costaba cada vez más.

Y había sido un tormento eterno de no ser porque los testimonios empezaron a llegar. Cris los vio con recelo, temiendo que fuesen mentira, pero bastó leerlos con cuidado para saber que no podía ser. Se le apretó el pecho mientras veía uno y otro, en situaciones y lugares tan diversos que realmente los sentía cerca. Leyó y siguió leyendo, sin poder quitar los ojos de encima, y mientras lágrimas de pena y rabia se le agolpaban bajo los ojos fue sintiendo cómo todo se desmoronaba, cómo las fuerzas que había podido juntar se iban al carajo, cómo no podía concebir un momento más con aquella espina que se clavaba tan profundo que apenas le permitía respirar. ¿Pero cómo iba a salir afuera y mirar el mundo con todo eso ardiendo en el pecho?, ¿cómo las miraría?

No durmió esa noche y seguro no lo haría más, porque aunque lo intentara los recuerdos salían de esas capas que había puesto encima, esquivaban todas las barreras y llegaban tan cerca que acechaban con destruir sus nervios. Tiritaba como nunca lo había hecho, cerrando los ojos para poder concentrarse pero logrando el efecto contrario, pero su madre y su tía eran las últimas con quienes podía hablar, las que menos entenderían y no le creerían. Sólo pudo juntar el escaso valor que le quedaba y llamar a uno de sus amigos, esperando que los años juntos valieran la pena.

Salió corriendo tratando de no hacer ruido, y no importó la frescura de la tarde pues apenas la sentía. Ahí, en la plaza donde compartieron cervezas e historias, donde miraban al resto con recelo y algo de envidia, donde pasaban el rato sin grandes expectativas es donde se juntaron de nuevo, con la duda en sus ojos y cejas frente al llamado tan repentino.

—¿Entonces?, ¿qué pasó, por qué nos llamaste tan urgente? —dijo uno de ellos, tratando de sonar tranquilo pero sin poder ocultar la preocupación.

Entonces Cris tragó saliva y los miró, dándose cuenta que hace mucho que no lo hacía de esa forma. Conocía sus rostros de memoria, los había visto crecer y cambiar drásticamente, pero de igual forma no sabía cómo hablarles de eso, cómo decirles lo que sentía sin que pareciera un invento, cómo salir de esa barrera que su mente le había puesto toda su vida, y sólo cuando recordó el día que las vio actuar pudo darse cuenta de lo que tenía que hacer, tratando de atrapar un poco de la fuerza irradiada ese día, creyendo por fin que podía hacerlo. Los miró de nuevo, y antes que se le secara la garganta comenzó a hablar, con pausas, tartamudeos y sin encontrar la palabra exacta que reflejara lo que quería. El miedo rodeaba cada parte de su cuerpo, mientras los recuerdos se hacían palabras que luchaban por salir intactas, pero poco a poco fue sintiendo que dolían más estando adentro que afuera. Les dijo cosas que sus labios nunca habían dicho, cosas por las que nadie debería pasar jamás, cosas que estaban escritas con fuego en el fondo de su alma y que muy lentamente se transformaban, como si el sólo hecho de decirlas fuese suficiente.

Y una vez que terminó no supo qué hacer, qué más decir, qué pedir ni cómo actuar. Sintió un vacío tan grande que quedó de piedra, como si el tiempo también fuese una piedra que había salido. Los miró y apenas reconoció sus rostros, como si sus ojos no hubiesen visto hacia afuera jamás, pero no tenía fuerzas para moverse cuando vio a algunos acercarse, o quizás no sabía a dónde ir. Si es que alguno habló no alcanzó a escuchar, pero cuando los abrazos llegaron soltaron las barrera que con tanto esmero había puesto encima, dejando caer las lágrimas que jamás se permitió mostrarle a otros. Algo se rompió adentro, y por primera vez en su vida estaba bien que así fuera. Tembló y gimió dándose cuenta que seguían ahí, que después de todo estaban cuando más los necesitaba, que a pesar de no tener la palabra precisa su presencia era todo lo que necesitaba. Todo su cuerpo tiritaba, pero no de miedo sino que de algo distinto, algo que no podía ni nombrar.

Después de horas de palabras y abrazos, de promesas y más historias fue de vuelta a su casa sin saber qué haría. Su cuerpo debilitado y cansado apenas le permitía caminar, pero sabía que no podía dejarlo así. Esperó largos minutos afuera, pensando en una y mil opciones, en los cómo y cuándo, en las repercusiones de sus actos y sobre todo de sus palabras, pero con la duda aún latente tomó aire y se sorprendió al darse cuenta que podía respirar profundo. Botó lento, como si con el aire también se fuera el dolor que daba la incertidumbre, y miró con otros ojos esa casa que tanto dolor albergaba, sin saber cómo reaccionarían, cómo enfrentaría sus ojos y qué les diría, pero con el chirriar de la reja se dio cuenta que ese dolor nunca se iría, que lo llevaría consigo por siempre no importando lo que hiciera.

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