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Esperando en el escritorio perfecto

No importaba cuántas veces lo intentara, siempre fallaba. Y lo hacía sin saber el porqué, sin encontrar esa luz que me permitiera aprender, darle una vuelta a lo hecho y poder identificar lo que estaba mal. Y si este viaje tenía esas respuestas no me quedaba otra que seguir, porque era la única opción que tenía, aunque recorriendo estos senderos y escalando rocas todo parecía más inventado que real. ¿Por qué tenía que ir tan lejos por algo así?, llevaba horas subiendo, dudando del camino pero siempre subiendo, esperando llegar pronto y volver a casa pues el sol acechaba con esconderse. El ambiente era agradable e incluso fresco, mis piernas respondían bien al esfuerzo justificando los años de deporte en el colegio, pero de nada servía si no llegaba arriba.

—¡Mierda! —resbalo con tierra suelta y si no me agarro de unas ramas comienzo el descenso antes de lo previsto. Siento el pulso en las sienes, la angustia en la garganta, y aprieto los dientes para evitar el temblor que pretende cubrirlo todo. ¿Por qué seguía subiendo?, ¿qué esperaba encontrar realmente arriba, confiando a ciegas en algo tan impersonal y aleatorio como ese pergamino, creyendo que realmente escondía las respuestas a mis preguntas?, ¿qué estaba haciendo aparte de perder mi tiempo en cosas inútiles como estas?

Tomo una piedra y la tiro al vacío con fuerza, como queriendo romper la ciudad entera. —¡Montaña de mierda! —le grito al aire y a la vida sin que importara nada, botando fuego por los ojos, humo por la nariz, con ganas de destruir cuanta cosa se me cruce encima, dejando ya los sueños para otro momento.

Me siento en una roca tomando los últimos tragos de agua que me quedan, pensando en las horas que me tomará volver y dar por terminado este estúpido día. Qué tonta, ¡qué tonta!, pensando que allá afuera habría algo, que las respuestas podrían estar en algún lugar, que encontraría lo que me ayudara a ordenar mis ideas, a contar mis historias, a desarrollar talentos y triunfar allá afuera. ¿En qué estaba pensando?, ¿qué gracia tenía?, ¿de qué habían servido todas las palabras de ánimo de mis amigos cuando les contaba mis problemas, mis trabas y la necesidad de plasmar algo hacia afuera?, ¿sólo para darme falsas ilusiones, para alimentar una idea estúpida que me mantuviese ocupada por un rato?

Camino en círculos buscando algo qué patear, tratando de encontrarle sentido a esta estupidez en la que alguna vez creí. ¿Cuánto tiempo había invertido?, ¿cuánto dinero había perdido buscando armar un lugar perfecto, ajustando todo para que la luz llegara precisa, importando esa tinta que jamás he usado y que tantos problemas tuve para conseguir?, ¿de qué servía todo eso? Mierda.

Vuelvo sobre mis pasos a buscar las cosas y antes de llegar veo que el camino sigue girando hacia un lado, rodeando el cerro, y al fondo entre medio de unas ramas se ve una cima a lo lejos. Aprieto el tirante de la mochila con fuerza pensando, tratando de entender qué pasaba y recordando el camino que ya he hecho, el tiempo invertido y las ganas que tenía de llegar. ¿Y si es ese el final del camino?, no se ve tan lejos, ¿pero estará lo que busco?, no tengo forma de saberlo. Lo miro con el ceño fruncido, con la mochila puesta y las manos libres, tratando de controlar la respiración para pensar con claridad, con dudas más allá de todo entendimiento, con un hambre creciente de contar las cosas que quiero decir, de que todos vean que puedo hacerlo, que hay algo adentro que necesita salir pero sin encontrar la forma, y sabiendo que si bajo ahora me sentiré igual que como antes de subir, vacía.

Y qué tal si... ¡mierda!

Apenas me queda agua y las piernas ya notan el cansancio, y de nada ayuda notar que ese lugar está más lejos de lo que pensé hasta hace poco. Trato de mantener el ritmo a pesar de todo, de no olvidar que todo valdrá la pena una vez que llegue abajo, en la seguridad de mi escritorio, con las ideas y palabras fluyendo como un río, mi mano sacando llamas mientras la tinta baila en el fino papel, con una caligrafía perfecta y versos que harían llorar al más duro de los lectores. Todo está ahí, al final de esa montaña, después de esas curvas ocultas que alargan el camino entre medio, y el cansancio no me puede privar de eso.

Está cerca, tan cerca. El sol amenaza sobre las montañas con esa luminosidad que cae, que ya no calienta tanto, que amenaza con un camino más difícil y seduce con devolverse, pero no debo escucharlo porque algo adentro me dice que esto no es sólo un juego, que allá al fondo y especialmente en ese lugar está lo que busco, que justifica todos los esfuerzos posibles, que lo tendré en mis manos y simplemente lo sabré.

Doblo a la derecha y choco con un alto muro que corta de lleno el lugar, dejándome al borde de una caída de varios metros sin posibilidad de salvación. Mierda, es como si todo conspirara para que no llegara, como si el camino antes fuese recto pero algo lo hubiese cortado. Devolverme no me da mejores opciones, con las rocas acechando con soltarse y la tierra amenazando con deslizar los pies; si me devuelvo demasiado no tendré tiempo para subir de nuevo, para buscar nuevos caminos y tratar de llegar. Miro a todos lados con los dientes apretados, como buscando a quien culpar, pero la naturaleza me enfrenta sola, sin ningún tipo de compañía, con una brisa fresca que se ríe de mí, que me muestra el destino sin dejarme llegar a él. ¿Qué significa esto, que no hay forma?, ¿que después de todo llegaré solo hasta aquí y tendré que volver con la cola entre las piernas?

—No me la vas a ganar, ¡montaña de mierda! —siento la aspereza de las piedras pero no las suelto, me afirmo con los pies en pequeñas hendiduras manteniendo el agarre de un tercer lugar, tomo ramas y me impulso como bien puedo. Nunca he sido buena escaladora pero no pensaré en eso, en las pocas excursiones que tuve cuando niña ni las pocas ganas de acampar que mostraba cada vez que se organizaba una salida en familia. Nada de eso importaba ahora, porque mi objetivo es distinto, mis ganas de llegar son genuinas y no las de otra persona, y es por eso que estas rocas no me la ganarán. Mis zapatillas luchan por agarrarse de cualquier cosa cuando la tierra escurre entre medio, siempre atenta a donde pongo mis manos, a la firmeza de las ramas, y mientras la tierra se cala entre las uñas aprieto los dientes sin darle un segundo de duda al cuerpo. Subo lento pero con cuidado, tratando de no pensar en lo que hay abajo, en todas las formas en las que esto puede fallar, y sigo sin darle más vueltas, con las últimas rocas más grandes y la posibilidad de un terreno plano al final.

¿Valdrá la pena?

Me hinco en el suelo jadeando, con múltiples cortes en las manos y un temblor latente en las pantorrillas. ¿Cómo iba a saber que sería tan difícil, que tendría que poner toda mi energía en un terreno disparejo, en un obstáculo escondido, que no me aseguraba que lograría llegar? Pero basta con alzar la vista para tener la cumbre ahí, a pocos metros y rodeada de arbustos frondosos, como si la mano del hombre no la hubiese tocado nunca. Avanzo lento, casi arrastrando los pies, rodeando grandes rocas y con cuidado de no torcerme un pie. Las manos me arden en decenas de puntos, temblando ligeramente, y respiro profundo para recordarme que aún no he terminado, que puedo seguir, que debo hacerlo no importa qué. Intento tragar saliva sin éxito, sintiendo los labios agrietados y el sabor de la tierra en todos lados. No me queda una gota de agua ni las ganas de seguir escalando, no quiero seguir recorriendo estos lugares en vano, pero antes de llegar veo a lo lejos un leve brillo entre los arbustos, de un tono café rojizo como barnizado.

Aumento el paso con desesperación, obviando los llamados de mis piernas por parar, de mi pecho por descansar, y sin preocuparme de las manos ardiendo muevo ramas y todo lo necesario para llegar. Caigo de rodillas y me las raspo, pero sin pestañear avanzo gateando, afirmándome de las rocas y llegando a los arbustos. Casi se me sale el corazón del pecho con el bombeo incesante en las sienes, y no puedo controlar que la barbilla tiemble al ver más de cerca ese brillo, ese material plano puesto con sumo cuidado en medio. Era una caja, limpia como si el viento y la tierra no la afectara, hermosa como fabricada por ángeles, liviana como hojas al viento y tallada con plumas diminutas por todos los bordes.

La miro sin poder creerlo, con tanta preguntas que no puedo con ellas. Acerco las manos pero las retiro, como si intentara tocar fuego y el más ligero roce me quemara, como si no fuese digna de tener algo tan hermoso en mis manos y a pesar de todo dudara. Logro tragar saliva y la miro como embobada, como si fuese el cáliz sagrado que el mundo ha buscado por toda la vida, salvo que algo adentro va creciendo y me asegura que es mío. Poco a poco el sentimiento se hace más fuerte, la seguridad va llegando desde lejos a mi espalda, las ganas de continuar retoman, y la convicción que todo el camino era por esto finalmente me quita las dudas. La tomo con suavidad entre ambas manos, con el roce tan suave que temo que se me caiga, y no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas.

—Esto es... —dejo la frase al aire sin el valor para completarla, como si no hubiesen palabras para definir algo así, como si no fuese digna de nada. Pero su tacto me recuerda aquel sentimiento de algo propio, esas ganas de crear y compartir, de expresarme y sentir, y bastó con alzar la vista un momento para perder el aliento. Las montañas parecían extenderse hasta el infinito, con sus formas naturales y gloriosas, su vegetación extensa y fluida. El cielo azul oscuro invitaba a quedarse ahí para siempre, a buscar las estrellas que acechaban con aparecer muy pronto, con escazas nubes a lo lejos y la negrura comenzando a verse al fondo. Algunas aves daban vueltas a lo lejos, con el sonido del viento acompañándolo todo, y era cosa de cerrar los ojos un momento para sentir todo en armonía, que todo estaba bien, y sentí el roce de la caja en el pecho, que sin darme cuenta abracé. Supe sin duda alguna que ahí dentro estaban las respuestas, que en su interior estaba ella.

Abrí los ojos y comprendí que el viaje había valido la pena, que lo que quería estaba en mis manos, pero necesitaba bajar primero y llegar a ese lugar donde la magia saldría. Tenía que volver pronto y descubrir de qué forma ella me hablaría. Di media vuelta y comencé a avanzar con un hilo de fuerzas renovadas, sintiendo cómo una ligera sonrisa se asomaba sin poder controlarla.

Pero toda idea que la vuelta sería más sencilla se desvaneció enseguida. Las rocas lisas representaban nuevos peligros al intentar afirmarme a ellas para tantear el siguiente punto con los pies. La tierra escondía desniveles que acechaban con hacerme caer, y las piernas comenzaron a arder pronto al no poder controlar la velocidad en una ligera pendiente. Tenía que aferrarme a ramas gruesas para recuperar el aliento sin despegar la caja del pecho, mientras el sol ya no se veía en mi campo visual y el cielo se tornaba lentamente azul marino. El frío llegó de golpe erizándome los brazos, haciéndome castañear los dientes, pero no podía dejar que esas cosas me detuvieran en ese momento, porque parar era perderme, era tirar la toalla y quizás no poder bajar jamás. Si no continuaba se acababa todo y eso no iba a pasar.

Crucé terrenos baldíos, rodeé peligrosos roqueríos, bajé con dificultad sectores que disfruté subiendo mientras luchaba por mantener la caja en el pecho, y ya con la noche acechando en cada esquina crucé los últimos roqueríos y árboles, volviendo a los senderos que conectaban la ciudad con la naturaleza. Caminaba por inercia mirando el suelo, cansada hasta más no poder, necesitando agua con locura pero sin fuerzas para buscarla. Exhalaba con un ruido que esperaba fuese sólo el cansancio, arrastrando los pies pero con unas ganas de seguir que nunca antes había tenido. Era la emoción de la tarea cumplida, la expectación del premio final, esas ganas desquiciadas de develar sus secretos mezcladas con la necesidad de estar en el lugar correcto, el que había preparado con tanto esmero y donde ella tenía su lugar a mi lado, susurrándome.

Mi casa parecía un lugar ajeno, como si hubiesen pasado meses desde que salí, pero ignorando la extrañeza y mi cansancio dejé todo a un lado y fui por un vaso de agua, o más bien por tres. Puse agua a hervir mientras dejaba la caja en el comedor, tiré la ropa llena de tierra al suelo y puse la ducha casi al máximo de calor, buscando que esa agua me limpiara por dentro, que me preparara para lo que venía, que me permitiera tener la mente limpia para absorberlo todo, para sacar todas aquellas cosas que me frenaban y por fin darle rienda suelta a mi imaginación. Crema de cuerpo y de manos, una infusión de hierbas para aclarar la mente, ropa cómoda y pantuflas coronaban los preparativos, y con ello llegué a ese hermoso escritorio que me esperó por tanto tiempo.

Me senté y puse la caja en medio, prístina como si la hubiese lavado, hermosa como de ensueño. Solté todo el aire en mis pulmones y sin más demora la abrí con ambas manos, con el corazón latiendo con fuerza. Adentro había un papel pequeño, sencillo, como sacado de una libreta telefónica, lejos de la elegancia de la caja o el pergamino que inició todo este viaje, con aquella textura, aroma y caligrafía impresionantes. Tragué saliva tomando esa hoja, áspera al tacto, y como si fuese un documento arqueológico la tomé con los dedos casi sin respirar mientras la luz cálida del escritorio iluminaba.

«Lo siento, pero la musa no existe», decía con una caligrafía horrible, de seguro hecha con el lápiz más barato posible, mientras las manos me volvían a temblar «No hay una voz que ilumine el camino ni una receta para la historia perfecta. Eso sencillamente no existe»

No, no, no. Sentía la tensión creciendo en la mandíbula, las cejas arqueándose y los pies fríos mientras seguía leyendo. «Pero si esta nota sirve de algo tal vez es para esto. Recuerda tu propia historia, escribe cómo llegaste aquí y lo que esperabas al final, cuenta este viaje y tal vez algo puedas encontrar. Lo siento, pero no hay atajos ni fórmulas mágicas. Buena suerte»

Me quedé de piedra quizás por una eternidad, con la hoja en las manos que parecía desvanecerse, o era que mis dedos perdían sensibilidad. La caja hermosa parecía más vieja y gastada, con cortes y tallados no simétricos que no había visto antes. La luz pareció disminuir de intensidad mientras el cansancio me cubría de a poco, desde los hombros hacia abajo. Esta carta, esta hoja era todo lo que había buscado, lo que debía entregarme las herramientas para cumplir mis sueños, para desarrollar mi potencial, ¿pero qué había recibido en cambio?

—¿Disculpas? —miré a todos lados buscando alguna otra señal, necesitando que el telón se bajara y apareciera la verdad, lo que sí había ido a buscar— ¿disculpas? —la respiración agitada, los dientes apretados y la mirada fija en cada palabra releída que seguía diciendo lo mismo.

—¿En serio? —todo volvía como una avalancha, ardiendo— ¿todo el viaje, las dudas, la sed y el dolor para esto?, ¿todo el sacrificio por un trozo de papel sin sentido, por un mensaje incompleto?

No podía entenderlo, no podía aceptarlo porque hacerlo significaba ceder y comprender que la búsqueda completa era un sin sentido, que todo lo sudado y escalado era realmente para nada y que estuve equivocada todo este tiempo. No, no, mierda. Con los puños apretados miraba de nuevo la caja, esperando que hubiese algo oculto en un borde, algo que revelara la verdad y que esto era sólo para despistarme, que resistiendo encontraría lo que buscaba, pero no había nada. Mis manos temblaban con fuerza, respirando más rápido y fuerte con las cejas enarcadas, sin poder creerlo, y con cada segundo que pasaba más burlada me sentía, como si la risa de alguien muy lejano llegara por la ventana, como si todo fuese un gran chiste y recién lo notaba.

—Todo esto es una mierda —solté las manos y una pelota de papel sin importancia cayó al suelo. Miré a todos lados, a la habitación que había perfeccionado por largo tiempo, a los materiales que había juntado con bastante esfuerzo y todo parecía frío, inútil y una burla, como yo— Todo esto para nada, para llegar a donde mismo, sin ninguna maldita respuesta. ¡Para nada!— y de un manotazo lancé la caja a un lado, chocando con el muro y rompiéndose la tapa que ya no importaba.

Le di un puñetazo a la mesa con todo lo que tenía, haciendo vibrar la fina madera especialmente barnizada. Tiré la silla a un lado, con sus respaldos acolchados y apoyabrazos precisos para mi estatura. Desgarré las finas hojas que tenía encima y las rompí en mil pedazos sin que importara nada, porque una hoja en blanco era una hoja inservible, tirando libretas para apuntes y correcciones, pensamientos e ideas futuras que nunca se llenaron. Portalápices y post-its, libros de oficio y cuentos cortos para trabajar la mente, velas aromáticas y un filodendro, todo se fue al suelo de un manotazo. La taza que me había regalado mi mejor amiga se hizo añicos en el suelo, esa que prometí usar sólo con la inspiración corriendo en mis venas. Las plumas y lápices finos que nunca llegué a usar, junto a la tinta china que me costó una fortuna, todo inútil. La lámpara de luz cálida que nunca iluminó los sueños e ideas maravillosas se rompió y me dejó en penumbra. Todo al suelo, todo inútil, todo un chiste de mal gusto que duró demasiado tiempo, todo para nada.

Grité con los puños apretados y los ojos llenándose de lágrimas, temblando de pies a cabeza sin poder controlarlo. Caí sentada al piso y me tapé la cara con las manos, mientras el desastre alrededor me recordaba el fracaso que era, lo tonta que fui creyendo que algo así me ayudaría, que ese viaje estúpido sería lo que impulsaría todo y me llevaría por los senderos de historias que tanto quería recorrer, pero no había nada. Lloré y grité sin tener idea qué podía hacer, con un vacío adentro que crecía con cada respiración, que se hacía más presente y lo cubría todo, que sacaba a la luz todas las estupideces a mi alrededor, los sacrificios en vano y las promesas sin valor.

De forma inconsciente salí y llegué a mi habitación, dejándome caer sobre la cama y quedándome ahí, de lado y mirando la nada, sintiéndome completamente vacía. ¿Qué haría mañana y el siguiente día?, ¿cómo iba a arreglar esto o seguir viviendo?, ¿había forma de hacer otra cosa, de buscar otra pasión ahora que este sueño tonto se me iba de las manos? Nada, no tenía nada, no había nada de utilidad en todo esto, era sólo una pérdida de tiempo. No importaba que pasara un día o una semana, que siguiera intentando cosas por otro mes, que recorriera librerías y mirara las vitrinas con lápices hermosos, que fuese por la calle atenta y pensara por un momento que esa tipa paseando a su perro escondía algo por verse preocupada, que ese señor pidiendo plata en la misma esquina por meses estuviese a punto de encontrar el amor que tanto quería, o que ese conductor sufriera un accidente que le cambiaría la vida. Ninguna de esas cosas serían más que simples pensamientos, ideas volátiles que se iban con el viento, y poco a poco mi mente se marchitaría, la vida que buscaba moriría, las ansias de salir y soñar despierta se perderían, porque ya no había nada que me impulsara a seguir buscando. Con esa nube negra encima me quedé dormida.

La negrura se fue disipando y poco a poco surgieron recuerdos, visiones y cosas sin sentido como sólo ocurren en sueños. Caminaba de nuevo por la tierra y las rocas mientras el viento me movía el pelo, la ciudad a lo lejos se veía pequeña y distinta y de pronto mi ropa era otra, gastada y antigua, con armas en una cartuchera y el peso de la responsabilidad sobre los hombros. Las grandes rocas eran monstruos furiosos que acechaban con destruirlo todo, y de un momento al otro supe que en mi mano guardaba los secretos de un linaje antiguo, la fuerza para enfrentarlo todo, y después de esquivar un embiste lancé una ráfaga de luz que dejó a la bestia incapacitada. Sin demora continué subiendo pensando en todos los que me esperaban en casa, en la familia que debía proteger y el pueblo que había confiado en mí. Respiraba profundo y rápido pero sin bajar el ritmo, y después de cruzar puentes colgantes, túneles con vampiros sedientos y luchar con pequeñas bestias me acerqué a la cumbre donde estaba el elixir que nos salvaría la vida. Concentrando los poderes místicos de mis ancestros pude seguir, luchar y resistir, mirando siempre al horizonte para no olvidar esa ciudad que dependía de mí. Finalmente lo conseguí después de una sangrienta batalla contra el guardián secreto, donde casi pierdo un ojo y la vida, tomando la botella en mis manos y llamando a las bestias aladas para que me ayudaran a salir. Mientras el viento chocaba en mi cara sentía la suavidad de sus alas, el cansancio de la batalla pero el calor en el pecho que ardía con fuerza, la satisfacción de hacer lo necesario por los míos, por el mundo entero aunque me costara la vida.

Abrí los ojos con una sacudida y la respiración agitada, con una niebla en la cabeza pero un calor acogedor en el pecho. Sentí todo tan real que dolía, tan distinto que me reconfortaba, tan abrumador como las verdades más crudas, pero la necesidad de sacar todo de adentro nunca fue más grande. La oscuridad de la noche reinaba, pero de a poco fui reconociendo mi pieza, y a tientas avancé buscando algo, cualquier cosa que sirviera. Tomé la libreta telefónica del living y un lápiz cualquiera, y con el miedo que todo se fuera comencé a escribir sin parar. El viento, el calor y la sed se reflejaron en los márgenes, mientras los sueños y miedos cubrieron tildes y puntos aparte. De pronto mi vida se reflejaba en palabras y el pecho no dolía tanto, pero el miedo a que todo se desvaneciera me impedía detenerme a mirarlo. Así pasaron horas con el sol llegando afuera y los ruidos de la ciudad acechando, pero no podía soltarlo. Y no pensé en la habitación especial con el escritorio color cerezo, las libretas ordenadas y la tinta china, la lamparita de luz cálida y las plumas importadas. Sólo importaba lo que tenía encima, lo que mi corazón me exigía y las palabras que surgían, con esas ansias incontrolables de contar esa historia, mi historia, que ahora tienes frente a ti.

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