El ascenso y caída de Pedro Gasna
Miro la hora y respiro profundo, con la cafeína recorriendo mis venas y mis manos listas en el manubrio. Abro los ojos y doy el primer giro a los pedales, prometiendo no tocar más el suelo hasta la cumbre. «Gracias, gracias por la invitación, hace mucho que quería estar en este programa, preparado para darlo todo como ustedes bien saben… Bueno, sí, ¿quién no querría?, pero son los sacrificios que hay que hacer, porque nadie ha logrado nada quedándose a dormir en vez de salir a buscar sus sueños» Las calles desiertas son el escenario perfecto, sin distracciones ni retrasos, aún sin buses llenos de turistas ni autos con las bicicletas atrás, de esos que parten más adelante. No, esos cobardes se levantan más tarde y llegan con sus mantitas, cafecito y parten por lo menos diez kilómetros más allá. Pff.
«¿Cómo dices? Ohh, bueno, la verdad es que yo siempre he querido hacer estas cosas, desafiarme para llegar más alto, más rápido y mejor. No es fácil, lo sé, pero con la suficiente disciplina se puede lograr, con la motivación adecuada no necesitas que alguien te quite las sábanas para estar en pie a las cinco de la mañana un domingo. Jajaja, sí, tienes razón, pero ya conoces el dicho, "no pain, no gain"» Ya en ruta los primeros rayos del sol se asoman entre las montañas, pero aparte de eso no vuela una mosca. El ronroneo de mi transmisión es todo lo que corta el ambiente, es el bálsamo que le da vida a este camino, soy yo haciendo vibrar este mundo durmiente y recordándoles que sí, seré el primero en llegar. Sólo yo y nadie más.
«Sí, lo estuve, pero la vida quiso otra cosa, ella… Ehem, disculpa… Lo importante es que este desafío me permite poner a prueba mis capacidades y recordarme que nada es imposible»
Según el cartel los centros de ski me esperan nevados con la radiación UV en nivel extremo, pero eso sólo le da más sabor a la aventura, más dificultades que superar. Mi máquina está lista, calibrada, aceitada y ajustada a mí, y cuando dan inicio las curvas paso el punto de no retorno, donde sólo queda llegar a esa meta con la que soñamos por tanto tiempo, para ver esas postales y sentir el frío helado en la cara, el pecho hinchado y mi corazón invencible.
«Qué bueno que preguntas. Mira, yo creo que hay dos tipos de personas: las que se quedan pensando si deberían hacerlo, si está bien, si vale la pena levantarse, y las que sacan las sábanas de inmediato, se levantan y van a cumplir sus sueños. A esta altura debe estar claro cuál soy yo» Exhalo más fuerte, forzando cada pedaleada, exigiéndole a mis piernas que hagan su trabajo, que justifiquen los sacrificios, y subo con la brisa en la cara que me ayuda, me anima y recuerda por qué debo seguir. Atrás quedan las dudas, abajo la ciudad que no entiendo, y mientras sigo subiendo comprendo que este es mi lugar, que acá es donde siempre debí haber estado, en la ruta, el desafío y la victoria, porque allá arriba ella me espera, en alguna parte.
Cruzo la curva cuarenta y sigo de inmediato a la derecha, con el golpe de frío en la cara como si cruzara un portal invisible a otro mundo, y los campos se abren con su manto blanco, su tranquilidad y abundancia. Una pequeña bajada para seguir subiendo, con el frío haciéndose notar en mi garganta y prometiendo que todo el esfuerzo valdrá la pena. Más le vale.
«Y ahí es cuando uno se replantea el viaje completo, cuando allá a lo lejos se ven esos enormes edificios, en la cumbre de la montaña más alta, rodeados de blanco. Sí, muy lejos, se ven pequeños y eso lo hace más terrible, porque te das cuenta lo mucho que falta en distancia y altitud. Más de alguno mira eso y se le acaban las energías, se les seca la garganta al saber cuánto falta todavía» Llegan más curvas y ascensos, los edificios se pierden a lo lejos y quedan sólo las montañas, la naturaleza inmaculada a lo lejos, uno que otro animal pasando y aves planeando bien alto. Se siente como recorrer un sendero en un lugar sagrado.
«Sí, sí, obvio que cansa, no por nada pocos llegan acá. Se necesita mucha resistencia para estar tantas horas pedaleando, subiendo y aguantando, bastante fortaleza mental para seguir, enfocado en el objetivo y el goce de la bajada. Y claro, estar un poco loco para intentarlo»
Las curvas siguen y siguen, el ritmo a veces baja y respiro profundo para volver a la carga. Vamos, malditas piernas, vamos que para eso entrenamos tanto, madrugamos y nos preparamos, nos cuidamos y dejamos tantas cosas de lado, para eso escapamos de la realidad y lo dejamos todo en las pistas. Vamos, que si paramos todo habrá sido en vano, vamos, carajo. El corazón palpita con fuerza mientras las piernas parecen papilla, la mente le exige al cuerpo que siga, y cuando el cartel marca la curva dieciocho y el kilómetro trece se me aprieta el pecho, porque el final de la ruta está al frente, con toda su hermosura.
«Imagina la sensación de llegar a ese objetivo que esperaste por tanto tiempo, que habías visto en fotos tantas veces pero aún no experimentabas realmente, que quisiste compartir pero no alcanzaste a hacerlo. ¿Cómo no sentirse así?»
Cruzo los edificios con el pecho apretado, tratando de respirar profundo para recomponerme. Está lleno de buses con turistas bajándose con una sonrisa, comentando a viva voz, de seguro quejándose del dolor de nalgas por tanto rato sentados, preparados para una tarde de relajo jugando en la nieve, esquiando y comiendo, para que después los bajen con toda comodidad de vuelta a la ciudad. Maldición, cuánto los odio.
Pero el aire puro y los cóndores volando tan cerca calman los nervios de cualquiera, mientras cierro los ojos para que este lugar me purifique, sintiendo las piernas al borde del calambre. El placer de pararse frente a estas montañas nevadas debiese ser sólo para los ganadores, quienes lo dimos todo para llegar aquí con sudor, dolor y lágrimas. Lo merezco, y al ver todo más pequeño soy el rey del mundo, porque no hay lugar donde no pueda llegar, después de todos los sacrificios se pudo lograr.
Miro al cielo y la busco. Ya estoy aquí, ya lo logré, pero si tan sólo estuviese a mi lado sería perfecto. Porque soñamos y planeamos hacerlo juntos, apoyarnos cuando las piernas flaquearan, cuando el hambre y la sed atacaran esperando toda la semana para entrenar. Pero un día en ruta le faltó el aliento y se le aceleró demasiado el pulso, y desde entonces todo se fue yendo al carajo. Seguí porque ella quiso, con su apoyo a la distancia, esperándome en casa para comer y contarle mis andanzas, pero si ese día no hubiese salido, si me hubiese quedado con ella tal vez, tal vez…
Mierda. Agito la cabeza con fuerza para acallar la sensación en el pecho, respirando profundo para calmar mi pulso. No me queda otra que subirme a la bicicleta y comenzar a bajar, porque si me quedo más tiempo comenzaré a recordar.
«Lo que pasa es que los ciclistas no necesitamos estar todo el tiempo allá arriba, o donde sea que esté la meta, porque el objetivo en sí no es el final del camino sino que el recorrido completo. Claro, porque no es que vayamos en piloto automático hasta que llegamos al final, sino que constantemente hay que darse ánimos para seguir. Puedo llegar a descansar un rato, apreciar esa vista, pero ya absorbí todas las otras vueltas, las curvas y paisajes, el cansancio y la altura. Además, el camino aún no termina, porque hay que volver a casa, y esa es otra historia»
La esperada bajada llega, el premio a todo el dolor, el goce después del esfuerzo supremo, el momento de disfrutar a todo pulmón con los sentidos alerta para controlar la velocidad. Pero también la mejor parte es poder verles la cara a esos perdedores que aún van subiendo, que lo siguen intentando en vano porque yo ya voy de vuelta. Pero obviamente sólo les sonrío, saludo o hago un pequeño gesto, que es el reconocimiento entre pares en la jerga ciclista.
Bajando no quedan dudas, no hay otros problemas, no valen los recuerdos sino que sólo el goce del sueño cumplido. Ya llegará el momento de pensar qué viene luego, de sentarse a dialogar y buscar nuevos desafíos, pero ahora quedan sólo estas curvas y la velocidad, la emoción de cruzarlas a buen ritmo, eludir obstáculos y continuar. Esquivo piedrecillas y tierra suelta, las grietas que dejan las cadenas cuando está peor el camino, y en la siguiente curva hay una poza de agua tapada por la sombra de la montaña, inofensiva. Está bien, es sólo agua, pienso tranquilo, pero la velocidad me da poco tiempo de actuar, milisegundos para reaccionar, y justo antes de llegar el brillo me revela la maldita verdad, porque es hielo y no agua.
—No, no, mierdaaaa —como en las películas el momento pasa en cámara lenta, mientras el control de la bicicleta se hace inservible y lo veo todo desde lejos. Las ruedas lisas no tienen opción alguna con la superficie, al ir doblando el control se pierde enseguida y las ruedas patinan en velocidad. Voy bajando, voy cayendo, me deslizo y choco con todo el costado izquierdo en el asfalto, que rompe, rasguña y desgarra, sin posibilidad de separarme de la bici por estar enganchado a ella.
El casco me salva de la contusión y por acto reflejo me muevo. Hecho un ovillo me libero, trato de pararme y camino a duras penas con la bicicleta a cuestas, hasta una orilla. Mierda, mierda. Me afirmo en las rodillas, temblando y apretando los dientes, mientras trato de evaluar daños. Puedo caminar y estirarme, la rodilla sangra y el hombro arde, pero bastó apretar los puños para que el rayo de alerta recorriera todo el brazo hasta la nuca, con esa certeza que duele por todo lo que implica. No puedo doblar la muñeca.
«Bueno, sí, estas cosas pasan. Caerse sirve para levantarse, para endurecer el alma, tú sabes…»
Levanto la bicicleta y la reviso de a poco. Las ruedas están intactas, los pedales y transmisión siguen funcionando, pero las manillas se ven extrañas aunque no sé por qué. Mierda, ¡mierda! Maldita montaña que me escondes los peligros, maldita poza que cortas la inspiración y el goce del premio, malditos reflejos que no actúan a tiempo, maldito todo este lugar que no me permite terminar como corresponde. Aprieto el puño bueno y también los dientes, mirando el suelo sin darle oportunidad a mi mente para que piense cosas, cuando detrás escucho un motor acercarse y frenar.
—¿Estás bien, amigo?, ¿necesitas ayuda? —me dice el conductor de un minibus blanco, lleno de turistas. Qué se ha creído.
—Sí, estoy bien, no te preocupes —respondo forzando una sonrisa, aguantando hasta que el vehículo continúa su descenso con tranquilidad.
No, malditos, no me la van a ganar, no daré el brazo a torcer. Respiro profundo y me subo de nuevo, tragando saliva. La mano izquierda tiembla pero la fuerzo a ponerse en la manilla, y con las dos manos en el manubrio compruebo que se doblaron hacia adentro. ¡Mierda! No importa, aún frena, no importa, me subo y parto, sabiendo que estaré forzando la postura para mantener el freno bajando, que faltan horas para poder llegar a casa y ver qué hacer, pero no puedo parar, descansar y esperar que el cuerpo responda, darle tiempo para que la mente vuele y salgan las emociones guardadas. Vamos, mierda, sigue bajando. No puedo depender de nadie, no puedo parar, porque si lo hago…
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