Duck hunt
Allan tragó saliva internándose en el espeso bosque, mirando a todos lados con miedo que algún animal salvaje se cruzara en su camino, a caerse en un hoyo y doblarse el tobillo, o que llegaran a un punto y se perdieran para siempre. Diego, su hermano menor, iba adelante con paso firme como si no le importara.
—¿Cuánto más falta?
—Ya casi llegamos, gallina.
Le hizo un gesto para que se callara y avanzara lento, levantando las botas con cuidado y bajándolas con más aún, para no pisar alguna rama rota que alertara a todo el bosque de su presencia. Allan lo sabía pero siempre lo olvidaba, y a pesar de ser el mayor es primera vez que salía con las primeras luces de la mañana a cazar. Esa puerta siempre estuvo cerrada, junto a todas las actividades padre-hijo como hablar de la vida, ayudar en el trabajo o recibir cariño.
—Ya deja de temblar —le dijo en un susurro.
—Perdón.
No podía controlarlo, y es que nunca había andado con un rifle en brazos y el sólo tacto ya era terrible de sentir. Apenas sabía lo básico por historias que escuchaba, pero la sola idea de apuntar y disparar le aterrorizaba, más aún a las pobres aves. Es algo que, de tener más luces arriba, habría calificado de salvaje y barbárico. Matar animales era algo terrible, no quería saber nada al respecto, y no lo haría nunca si no lo estuviesen obligando a ello.
—Bien, este es un buen lugar. Desde aquí se ve más campo y tenemos más opciones. Vamos, apunta y dispara.
—¿Así nada más?
—¿Qué, quieres un abrazo antes?, claro que sí.
Lo invadió la impaciencia, con el pecho subiendo y bajando con fuerza, las manos sudando y la mandíbula castañeando. No había nadie que lo salvara, nada que le permitiera evitarlo, y el ceño fruncido de Diego sólo lo empeoraba. No quería, no era justo, pero sin opción alzó el arma afirmando el cañón con la zurda y acercándose la mira cerrando un ojo. Esperó hasta que a lo lejos una pequeña bandada surcó el cielo, y cuando creyó tenerlos en la mira cerro los ojos, pidiendo perdón, apretando el gatillo y recibiendo un golpe hacia atrás que por poco lo bota, dejándolo con el corazón en la mano.
—Ja, ¡ni de cerca! —rió Diego como con el mejor de los chistes.
Allan sintió frío en todo el cuerpo con los ojos muy abiertos, perplejo ante sus propios actos, con el temblor aún más intenso y un dolor de cabeza en aumento. Miró sus manos y el arma, el cielo sin aves, el bosque y a Diego, que aún reía a costa suya. Pero por un segundo sintió algo distinto adentro, demasiado pequeño y profundo como para identificarlo, pero que se asemejó a algo cálido que le impidió salir huyendo.
Diego se acercó riendo y le hizo una clase rápida, enrostrándole todos los errores que había cometido y tratándolo de inútil en el camino. La postura, la mira, el momento indicado, todo lo había hecho mal, pero le daría otra oportunidad antes de llamarlo un maldito inútil. No le importaba serlo, no sabía para qué lo obligaban si claramente no era bueno, aunque tal vez era sólo para humillarlo y recalcarle lo tonto que era.
Después de unas instrucciones más le dijo que probara de nuevo antes que se les fuera el día, y entonces Allan respiró profundo tratando de seguir los consejos. ¿Era confianza lo que sentía?, no, seguro era otra cosa. Se paró más firme, tomó el rifle con más seguridad, y mantuvo la vista fija en el cielo sin apurar la situación. Esperó y esperó, hasta que escuchó aleteos a lo lejos, y a los pocos segundos divisó el grupo de aves que surcaban el cielo como punta de flecha. Trató como bien pudo de calmarse y esperar, de concentrarse y no pensar demasiado, de dejar las dudas de lado, y cuando aparecieron en la mira aguantó la respiración y soltó, apretando el gatillo con un estruendo.
—¡Bien! —escuchó de inmediato de su hermano, viendo cómo el grupo se dispersaba y que faltaba uno en el cielo.
Se quedó de piedra sin saber qué hacer, con los ojos muy abiertos y el corazón bombeando con fuerza, mientras Diego se internaba en el bosque, en dirección a donde había caído.
Entonces una sensación cálida comenzó a llenarle el pecho mientras el corazón se calmaba. Sentía las manos más firmes, que la mandíbula ya no temblaba, mientras adentro distintas emociones se iban abriendo camino a grandes saltos. Allan, que todos abucheaban y miraban en menos, que tan poca confianza tenía hasta en las cosas más pequeñas, sentía como si una barrera hubiese sido cruzada o una puerta abierta, y de ella saliera algo nuevo, una confianza totalmente nueva. A lo lejos escuchó las hojas moverse sabiendo que era su hermano, y de pronto sintió los nudillos más tensos, apretando.
A veces hay cosa que se bloquean, que se encierran y se olvidan porque no son necesarias, pero otras veces se esconden sentimientos que no debieran sentirse o cosas que se temen, emociones que es mejor dejar atrás, cosas que de realizarse no se saben sus consecuencias, y de pronto Allan sintió que esa puerta se abría, dejando salir de golpe todas ellas. Fue como si un enorme peso se le cayera de encima y se transformara en energía, en una comprensión suprema, en la certeza que la vida podía ser distinta y sólo faltaba ese primer paso. Una suave claridad le inundó la mente, como nunca antes.
Entonces, cuando Diego estuvo a punto de llegar a su lado, apuntó.
—Je, un decente segundo intento, aunque no le diste de lle... hey, ¡hey!, quita eso.
Diego paró en seco al ver que Allan lo seguía con la mira.
—¿Qué te pasa, maldito inútil?, ¿no ves que eso es peligroso?, ¡baja eso ahora!
Pero Allan no la bajó. Pudo ver entonces todos esos años de peleas y discusiones, de gritos y maldiciones, con sus hermanos menores a su cuidado sin hacerle caso, los padres diciéndole que era un inútil y él sin poder contradecirles. Toda una vida de insultos y palabrotas volvía como una cascada a su mente, pero esta vez no le hacían bajar la vista sino que mantenerla, con un calor surgiendo en el pecho y esa metálica certeza entre las manos. Era eso que siempre le había faltado, lo que inconscientemente siempre había esperado, la respuesta a sus preguntas, el resultado de una vida como la suya al alcance de la mano.
—Allan, baja eso por la cresta. ¡Eres un maldito inútil que no entiende el peligro de esa cosa! Bájala, ¡bájala!
Pero en vez de bajarla disparó, como en cámara lenta, sintiendo cómo aquellas cosas llegaban a él, cómo todo cobraba sentido mientras esa puerta se abría de par en par.
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