Dos cucharadas por litro
Poner un pie afuera de casa parecía un despropósito, un paso hacia el peligro inminente y de una irresponsabilidad abismal. En la medida de lo posible no había que hacerlo, no había para qué, y por eso Irene se tomó las cosas en serio desde el primer momento. Por eso y porque le acomodaba, porque las interacciones sociales le hacían sudar las manos y respirar agitada. Con gusto armó todo para vivir aislada, haciendo las compras y el trabajo en linea, las pocas conversaciones por mensajes y aprendiendo lo que no sabía para valerse por sí misma. Así partió y así lo mantuvo, por tantos días que ya dejó de anotarlos, armando una rutina que le acomodara y mantuviera su cordura. Se podía, lo sabía, y cada mañana era un agrado saber que no se toparía con nadie, que no vería esas terribles manchas verdes y brillantes que contaminaban todo allá afuera.
Dos cucharadas de cloro por un litro de agua, esa era su proporción adecuada, el protagonista de su rutina diaria. Roció pasando un paño por manillas, interruptores, puertas, superficies y sillas. Limpió adornos, su celular, llaves, computador, audífonos y todo cuanto usara día a día. Mantenía todo ordenado, limpio y desinfectado, cada cosa en su debido lugar y con su debido cuidado, porque si no lo hacía la mente iba y venía en escenarios terribles, en situaciones apocalípticas donde por un descuido algo llegaba de afuera, que al buscar mercadería a conserjería tocase por error su ropa y lo olvidara, y luego tomara una taza, su teléfono y el computador, encendiera la luz, abriera el refrigerador, y en un abrir y cerrar de ojos estaba todo iluminado, contagiado, condenado y terminado. Tenía que evitarlo.
Todo tenía su lugar y momento, parte de una gran rutina que le aseguraba estar tranquila, pero ese día no pudo ignorar el cosquilleo en los brazos al revisar el calendario y saber que tenía que ir por su medicina del asma. Hizo todo lo posible por evitarlo, por que alguien lo trajera, pero las puertas se cerraron de lleno al exigir que fuese ella en persona. Por seguridad, le decían, y ella no lo entendía, pues ese era justamente el riesgo que tenían que evitar. Hizo un barrido a su casa antes de partir, recordando dónde estaba cada cosa, calculando el corto viaje y los pasos a seguir. Tomó mucho aire y salió, soltándolo lento mientras recorría el pasillo, bajaba el ascensor, cruzaba recepción, subió los escalones sin tocar la baranda brillante y contaminada, y cuando salió a la intemperie cerró los ojos por instinto, segura que el brillo verdoso se iría, que era todo una ilusión aunque nunca lo era.
El mundo exterior, inmenso e incontrolable, era una amenaza en cada rincón, pero también lo era su gente y parecía no importarles. Caminó lo más rápido que pudo entre manchas verdes, manteniendo la mayor distancia posible, esperando el semáforo alejada de la esquina mientras los autos pasaban deprisa. Eran más que las otras veces y no lo entendía, como si la costumbre al aislamiento los hiciera temerarios, como si los cambiara y les importara menos, caminando y hablando con toda tranquilidad, lanzando sus enfermedades como si no fuese un problema. «Malditos todos», pensaba, mientras avanzaba a varios pasos de distancia, buscando el espacio para esquivarlos y seguir más rápido por el lado.
Llegó agitada a la farmacia, pero se quedó de piedra en la entrada al ver tanta gente esperando, tantas cosas contaminadas como si nadie hiciera nada. ¿Qué les pasaba a todos? Se quedó en la esquina más alejada que pudo, esperando, contando los segundos, tratando de pensar en otra cosa para no ver todas las manchas en los estantes y casi todos los productos, en las manos del resto, los mesones y las máquinas de Transbank. Tragó saliva cuando alguien se acercó a sacar un shampoo cercano, con el cuerpo listo para salir corriendo si era necesario, y el calvario pareció durar horas hasta que finalmente fue su turno, en un trámite rápido y tan sencillo que hacía que todo perdiera sentido. Pagó con el dinero justo para no manejar vuelto, recibió la caja y boleta con un guante de látex que botó más adelante, y con pasitos rápidos salió empujando la puerta con el hombro para iniciar el tortuoso camino de vuelta.
«Qué rico que terminó», le escuchó a una pareja que esperaba en una esquina, y frunció el ceño al pasar entremedio. ¿De qué hablaban?, si todo sigue afuera con los mismos colores intensos, el mismo traspaso de saliva, las mismas superficies impregnadas y peligrosas, ¿acaso no lo veían? Apuró el paso mientras más gente recorría las calles en la calidez del medio día, como si nada pasara y no hubiese peligro en cada esquina, en cada gesto por la cercanía. Sintió su respiración agitarse, sus manos sudar frías, y juntó los brazos al cuerpo mientras ya casi corría. Faltaba cada vez menos pero había obstáculos entre medio, gente en las bancas, paseando perros o conversando en grupos como si nada, todos manchados, contagiados, sentenciados y despreocupados. Tomó los tirantes de la mochila y corrió sin pensarlo, calculando las cuadras que quedaban, los giros necesarios y el tiempo que faltaba.
Cruzó la calle con las luces parpadeando, se pegó al muro para no tocar a la gente en un paradero, esquivó perros olfateando y niños jugando, y faltando un par de casas para el edificio donde vivía sintió un ligero alivio, pero entre las manchas brillantes, la gente y la prisa bajó demasiado rápido la escalera. El pie izquierdo quedó muy a la orilla y el cuerpo se fue hacia adelante, y con los ojos muy abiertos trató de afirmarse de la baranda pero ya era muy tarde, porque la inercia del movimiento la hizo caer desparramada en el piso.
«¿Estás bien, estás bien?», le dijeron gritos cercanos, reconociendo la voz del conserje de turno que estaba a pocos pasos. Todo daba vueltas sintiendo dolor en el hombro y la cara, mientras escuchaba que varios pasos se acercaban. Sintió la boca extraña, se palpó el labio y la mejilla, y cuando vio la mano con restos de su sangre se le apretó el pecho, pues los colores se activaron y brillaron intensos en sus dedos, en sus palmas y en todos lados.
Chilló pero no por el dolor, que parecía no importar ahora, y se miraba las manos contaminadas como si no fueran suyas, pero sin poder alejarlas. Se había sentado en el piso y temblaba mientras el mundo comenzaba a dar vueltas, como en un cortocircuito que le impedía moverse o pensar. Una mano le tomó con suavidad el hombro y activó todas sus alertas, haciendo que se agitara para sacarla y los mirara con pavor. En un par de respiros los vio brillantes y peligrosos, demasiado cerca, sin respiro alguno, y al sentir el sabor de la sangre en la boca se dio cuenta de lo expuesta que estaba.
—Estás sangrando —le dijo una señora que acababa de llegar.
—Estoy bien.
—Voy por un botiquín —el conserje se dio vuelta para volver a su puesto.
—No es necesario, voy...
La señora hizo amago de acercarse con las manos al frente para ayudarla— Pero, mijita, puede haberse...
—¡Estoy bien! —Todos se congelaron ante su grito y la miraron extrañados, mientras Irene se ponía de pie afirmándose en las rodillas, que también brillaban de verde— Estoy... estoy bien.
La barbilla le temblaba sin control, parte miedo, parte rabia pero sobre todo por vergüenza, y antes que la angustia la venciera entró al edificio y pidió el ascensor, todo brillante y asqueroso. Tragó saliva una y otra vez, mientras los pisos subían y su ansiedad aumentaba. Cada segundo que pasaba era la muerte integrándose en su cuerpo, cubriendo sus órganos vitales, su sangre, sus extremidades y su alma, y podría jurar que sentía cómo se iba debilitando, cómo todos los esfuerzos de incontables días se habían ido al carajo. Las puertas se abrieron y salió corriendo sin importarle que la escucharan, jadeando y sangrando, viendo los muros, el piso, las manillas y chapas brillantes y contagiadas.
Abrió y sintió el efecto inverso a encandilarse, ya que en su santuario el mundo dejaba de iluminarse y parecía la oscuridad completa, la normalidad que ya no existía en el exterior, ni en ella. Se miró de nuevo las manos y cerró fuerte los ojos, sin saber qué hacer. Dejó caer la cartera y chaqueta, se sacó los zapatos y pantalones, pero cuando intentó quitarse la polera sintió un rayo de dolor por todo el costado izquierdo, terminando en el hombro que recién se dio cuenta que ardía. Se quitó sostenes y calzones, corrió al baño y dio el agua de la ducha, notando cómo la cabeza seguía tambaleándose por el esfuerzo. Sólo entonces giró y se enfrentó a su reflejo al espejo, con los ojos gigantes y la respiración cortada.
Gritó fuerte y agudo, como en las películas cuando viene el asesino con cuchillo en mano. Su cara comenzaba a hincharse, la boca y nariz sangraban, pero eso no importaba porque estaba toda verde brillante, como si fuese radioactiva. La muerte la seguía pero ya era tarde, pues ya la tenía encima, y sólo atinó a abrir la llave del lavamanos para llenarse las manos de jabón. Frotó de todas las formas que había seguido al pie de la letra, al igual que las otras recomendaciones que ahora no servían para nada. Las uñas, pulgares, palmas, falanges, dorsos y muñecas limpias era su ritual de todos los días, de cada momento, ¿pero de qué servía si al primer descuido todo dejaba de tener sentido? La casa en perfecto estado, cada superficie desinfectada, prácticamente todos los aspectos de su vida a la distancia para evitar contacto, y aún así el exterior la atacaba, la enfermedad la perseguía, y de nada servían las manos limpias si el resto del cuerpo seguía igual.
—Mierda, mierda, mierdaaa —ahuecó las manos bajo la llave y se tiró agua a la cara varias veces, llenó las manos de jabón líquido y lo esparció sin pensarlo, restregando, repasando, y las heridas ardieron aumentando el dolor, haciendo crecer la rabia y la culpa por su imprudencia. ¿Por qué había perdido el control? Apretó los dientes pero siguió restregando, jadeando cuando se echó nuevamente agua, pero sabía que no era suficiente, que lo tenía por todos lados, que aunque el brillo se fuera de sus mejillas y dedos lo tenía en su interior. Con los ojos irritados se miró de nuevo al espejo, furiosa con la estúpida al otro lado, y vio entonces el brillo entre los dientes, en las encías y en la lengua. Tomó agua e hizo gárgaras pero no servía, usó enjuague bucal pero no fue suficiente, y entonces escuchó golpes en la puerta con una voz al otro lado, preguntando cómo estaba.
—Fuera, ¡fuera! —le gritó a quien sea que estaba afuera, a ella, al mundo y a la mierda que tenía encima, echándose más agua, cepillándose la lengua, escupiendo y tomando más agua mientras el pecho subía y bajaba con fuerza, con los latidos que martilleaban en la sien y todo dando vueltas.
Basta, basta, eso tenía que parar, tenía que irse y dejarla libre, limpiarla por dentro y por fuera. Los golpes en la puerta siguieron e Irene los ignoró, tomó la mezcla de cloro y agua que tenía a mano y se lo echó en las manos, en los brazos y en la cara. Todo ardió, todo dolió, pero algo le dijo que eso la limpiaría, que la dejaría libre de todo mal, que la purificaría de algún modo, y sabiendo que le faltaba se echó un chorro en la boca. La lengua la rechazó pero ignoró todo espasmo, y tragó sin que le importara nada más. Con el vapor de la ducha llenando el techo se metió bajo el agua caliente, llenándose nuevamente de jabón por todos lados, restregándose con la esponja como si eso ayudara, todavía sintiéndose sucia, una tonta que no merece nada. La cabeza empezó a dar vueltas y el aire comenzó a escasear, la garganta se sintió apretada y el estómago se contrajo, y el vapor hizo que jadeara entre medio, que intentara afirmarse y no pudiera, que perdiera el equilibrio y cayera. Temblaba de pies a cabeza, con los ojos pesados y un mareo incensante, pero su mente buscó explicaciones sin encontrar nada concreto, sin poder concentrarse en nada más que seguir restregando con la esponja hasta que estuviese limpia.
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