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Cincuenta y dos

Los años pasaron lentos, uno tras otro sin parar, marchitando la cabaña, las barandas, el taller, resquebrajando su barba cana y sus cejas pobladas, tomando trozos de su mente sin poder evitarlo, haciendo temblar sin control esas manos tan hábiles de antaño. Vicente miró las casas, el campo y las montañas a lo lejos desde la ventana con esa mirada caída que la edad deja incrustada en el rostro, en cada arruga por cada promesa incumplida. No puede estar de pie por mucho tiempo pues el cuerpo le pesa, ese cuerpo que ya no importa y que poco a poco lo deja. «Ya no se puede», dijo moviendo más la barba que sus labios, con la mirada en el taller roído que conecta con la casa a unos pocos pasos, ahí donde pasó gran parte de su vida, donde aprendió a hacer y pudo proveer, donde se quedaron pegadas sus alegrías en ese escape que ya no tenía.

A veces se perdía y no se acordaba del día, por momentos su mente quedaba en blanco y pasaba largo rato mirando una pantufla o el velador hasta que los escasos recuerdos llegaban, los años extendiendo su agonía, pegado en momentos antiguos cuando todo era alegría y esperanzas, sonrisas e historias, antes que se fuera su esposa y mucho más atrás, cuando esos enormes ojos de miel lo miraban a un costado del mesón del taller, con el mundo lleno de colores y su trabajo como un laboratorio donde surgía la magia. «¿Qué haces ahora?», le preguntaba Clara a cada momento, y con una amplia sonrisa él le explicaba todo sobre escritorios y repisas, libreros y herramientas, aunque sabía que ella quería los trencitos de madera que a veces hacía. Desvió la mirada al suelo pero no fue suficiente, porque en su mente el cuento y esa promesa llegaron junto al temblor de la mandíbula. Por más que lo pensara no podía cambiarlo, pues el soldadito de madera no alcanzó a llegar a tiempo.

Volteó a admirar su pieza, ese lugar que lo ha acompañado casi toda su vida y que sigue pareciendo gigante, como una prisión a la que no logra acostumbrarse. Había cuadros de otros tiempos, con caras sonrientes y trajes elegantes, libros llenos de polvo y adornos que no sabía de dónde sacó, ropa que no se ponía hace años y entre medio el calendario en el muro que siempre lo engañaba, que le mentía porque cambiaba sin que se diera cuenta, que lo sorprendía en las mañanas y lo abrumaba por las noches, y que ahora mostraba esa fecha que por poco olvida. Suspiró tragando saliva, sabiendo que el cumpleaños número setenta no llegaba todos los días, y entonces escuchó los golpes en la puerta que pensó eran algo crujiendo. Clack clack, y Vicente respiró lento, pues ya no había nadie que fuera a verlo. Clack clack clack, y sintió los dedos temblar de nuevo. Clack clack, y decidió acercarse a la puerta con toda la velocidad que le permitieron sus débiles piernas.

Abrió con una mezcla de rabia y miedo, pero no había nadie afuera salvo los árboles y el viento. Estuvo a punto de cerrar y bajó la mirada por inercia, y se la apretó el pecho al ver una figura de madera, de piernas negras, abrigo rojo y botones amarillos, sombrero alto negro y un bigote pronunciado. Entre un latido y el otro su mente recorrió lugares dormidos, y no fueron necesarias palabras para saber qué era, porque a pesar de la pintura gastada y los años pasados reconocía ese soldadito de madera hecho por sus propias manos, perdido hace toda una vida.

El miedo a lo desconocido lo había abandonado hace tiempo, por lo que se agachó con gran esfuerzo para tomarlo con la mano. Era el mismo, no había duda, y sus ojos blancos parecieron reconocerlo al tacto. Simplemente lo supo, o más bien lo recordó, pues en esa fecha cada año volvía a intentarlo. Su cuerpo, cada vez más cansado y arrugado, su visión más opaca y su oído más lejano hacían cada vez más difícil la tarea, pero algo había en esa figura en su mano que le devolvió algo de fuerzas. Se vio en otros años, en otra vida, con más luz y alegría, rodeado de herramientas y el olor de la viruta recién salida. Clara preguntaba qué era cada cosa y él le explicaba, mirando atentamente cada paso del proceso, los colores que usaría, la forma que le daría, pero de un momento a otro ya no estaba y su alma se había secado al soltar esas lágrimas que sólo la soledad confiere. El taller pasó a ser frío, las herramientas armatostes imposibles, la pintura sin color y la vida sin sentido, y con el último ápice de energías siguió el trabajo antes de sucumbir a la locura. No sabía hacerlo, y se notó en las formas disparejas, la pintura corrida y la base chueca, pero los ojos de miel le hicieron seguir a pesar de todo.

Salió a paso lento al taller con el aire calándose en sus huesos, cubriéndose con sus propios brazos cansados, y cuando giró la manilla todo crujió como madera vieja, él inclusive. Cruzó el umbral y se vio saliendo a paso firme, con los dientes apretados y el mismo soldadito en la mano. Poco a poco las imágenes se hicieron más claras, él avanzando por las calles desoladas, cruzando los muros de piedra hacia aquel lugar abierto y solitario, con placas de cemento y flores secas en frascos de vidrio. Se vio avanzando con la cabeza gacha, aguantando la explosión de sentimientos, y cuando llegó al lugar que buscaba se le deshizo el alma. Ahí estaba Clara, la luz de su vida, y no había palabras ni actos que lo cambiaran, sólo el recuerdo de la promesa no cumplida en su mano. Lo miró y apenas distinguió sus formas, lo vio destartalado, mal pintado, con astillas y sin gracia alguna, y agitó la cabeza hacia los lados sabiendo que no era lo que esperaba, lo que ella merecía. Dio media vuelta y volvió arrastrando los pies, dejando el soldadito junto a la entrada del cementerio, volviendo a la oscuridad de su casa y su vida. Ahora, de vuelta en su mano, lo dejó sobre la mesa del taller y volvió a casa sin mirar atrás por miedo a enfrentarse a esos recuerdos.

Quiso olvidar y dormir, pero la edad le había quitado el placer de un sueño profundo, y en medio de la noche pensamientos turbulentos lo despertaron. Fue por un vaso de leche tibia mientras las primeras luces del alba surgían detrás de los árboles, y después del primer sorbo el silencio del mundo se cortó de nuevo por el mismo sonido en la madera, ahora un poco más firme. Sin saber qué hacer ni a quién acudir dejó el vaso a un lado y arrastró los pies hacia la puerta. «¿Por qué?», se preguntó sin encontrar respuesta, y al abrir se quedó de piedra al ver dos soldaditos de madera sobre el mullido limpiapies.

Esta vez pasaron segundos eternos sin saber qué hacer, y al tomarlos sintió una brisa moverle el pelo como si el pasado lo golpeara. Los pocos pasos que lo separaban del taller los hizo en otro tiempo, más cálido y ligero, lijando y enfocando la vista para que quedara simétrico, sin salirse de los bordes y probando pintar los iris azules. Tenían distinto peso e historia, con intentos de detalles y figuras nuevas, pero para ambos el resultado fue el mismo, en navidad y su cumpleaños, llegando frente a la placa de cemento mientras sus dudas crecían. No era suficiente, se dijo las dos veces antes de dar la vuelta y dejarlos junto a la entrada, odiándose y prometiendo hacerlo mejor para que valiera la pena. Cansado cruzó el umbral del taller y los dejó en la mesa, pero al volver la leche estaba fría y perdió todo efecto tranquilizador.

Hizo su mayor esfuerzo por ignorar esos recuerdos que surgieron desde un rincón inaccesible de su mente, pero cuando creyó dejarlo ir el mundo volvió a llamar su atención. Clack clak clack, sonó afuera, y entendiendo el qué antes del cómo fue a la puerta de nuevo, ya vestido y abrigado para la frescura del invierno. Dos soldaditos más recorrieron el camino al taller, dos recuerdos distintos y mezclados en épocas distintas pero consecutivas, con el mismo inicio y final aunque más cansancio sobre sus hombros que poco a poco perdían vitalidad. Un sombrero más pulcro con una figura dorada en el centro que en el último trazo se corrió, el otro con bigotes más definidos que le tomaron horas de ensayo y error, con astillas en los brazos y un bastoncito dorado en la mano demasiado delgado, que antes de llegar a su destino se rompió. Antes de dejarlo en la mesa polvorienta juntó las cejas al mirarlo, pues tenía el bastón parchado con cinta y una capa de pintura mal puesta encima.

Navidad y su cumpleaños, aquellas fueron las fechas, y sus recuerdos fueron creciendo cada vez que la puerta sonaba y los soldaditos aparecían sin ninguna explicación. Clack clack clack, decía la puerta, y el camino al taller iluminaba su mente. Clack clak clack, y se vio en momentos más tranquilos, notando las primeras canas y con pinturas nuevas. Clack clack clack, llegó con la barba de paja teñida, con bocas mostrando los dientes y el nudo en el estómago cuando su esposa enfermó. Clack clack clack, con cordones dorados, cejas disparejas, la palanca para la boca muy delgada junto al último entierro que haría pasar el resto del tiempo en absoluto silencio. Varios días pasaron, momentos extraños pero la mayoría oscuros, siempre llegando y notando la necesidad de un cambio, un detalle que resaltaba, una parte mal pulida, siempre dejándolos en la entrada y olvidándolos hasta entonces. Su cuerpo dejó de ser ágil, su respiración tan profunda, su apetito se hizo insípido y sus manos comenzaron a temblar de a poco, pero los ojos de miel siempre llegaban en un momento y alimentaban la poca vida que tenía, intentándolo una vez más.

Cuando puso el último en la mesa contó varias veces. Eran cincuenta y un soldaditos y veintiseis años de recuerdos, miedos y promesas no cumplidas.

«¿Qué quieren?», preguntó al fin al ejército de figuras de madera y ropas de distintos colores, con sombreros, coronas, barbas, armas y botas, pero ninguno respondió. Los miró largo rato, como solo quienes han vivido años en soledad pueden hacer, y no recibió más que recuerdos que terminaban doliendo con el destino de cada uno, con esa placa de cemento sin una flor siquiera. Afirmado en la mesa sus manos temblaron, sus piernas flaquearon y la incertidumbre reinó, y cuando las primeras gotas de lluvia azotaron el techo miró alrededor buscando algo que no encontraba. Al fondo estaban los viejos tarros y herramientas, y al pasarle el dedo a un desgastado cincel sintió una corriente de energía que lo traspasó como un golpe de frío al abrir una ventana.

Dio media vuelta y vio la silla mecedora, el trono donde Clara se sentaba mientras él cortaba y lijaba, pintaba y ensamblaba, donde le preguntaba qué hacía y a quién se lo vendía, hasta que él cedía y le daba alguna tarea menor que la hacía bajar de un salto que le iluminaba el rostro, y a él el alma. Era su cumpleaños, recordó, y una fuerza indescriptible juntó las piezas de su pasado con las posibilidades a su alrededor, comprendiendo lo que las silenciosas figuras le pedían con su presencia.

«¿Para qué?», les dijo apretando los puños lo mejor que pudo, yendo de uno al otro. Sabía lo que pasaba, lo había vivido con cada uno, y cada vez era más difícil, cada vez soñaba más alto y caía más profundo, cada vez estaba más lejos y sufría por su propia incompetencia. Los soldaditos lo miraban con sus ojos de madera, sus bigotes y sus cejas, como si los años les hubiesen dado vida y decidieran enfrentarlo, volver voluntariamente a donde habían sido creados y unirse para un objetivo oculto que lentamente iba identificando, pero que no tenía otro resultado más que le mismo de siempre, llenando tal vez un espacio más en la mesa con otro intento fallido.

Tomó uno de los más antiguo buscando consuelo, esperando que le mostrara tiempos cuando era más fuerte, cuando aún creía que podría hacerlo, pero un trueno lejano hizo que diera un paso atrás por acto reflejo, y por un instante el soldadito en su mano se sintió distinto, como si otras manos lo hubiesen cargado. Se afirmó en la mesa y lo miró fijamente, y en ese momento su mente se transformó en un suspiro que viajó por las nubes y el tiempo, como si flotara ajeno al mundo con el poder de controlarlo, llegando fuera de la ventana de una habitación colorida. Adentro estaba el soldadito, entre juguetes variados y un niño pequeño en medio que balbuceaba mientras los tomaba y movía. Seguro inventó historias con héroes y villanos, con magia y monstruos como sólo viven en la mente de un niño, y el soldadito parecía brillar de alegría, esperando el momento para entrar a escena y desempeñar su papel. Tenía la misma pintura corrida y un brazo más largo que el otro pero al niño no le importaba. Era suyo y era querido, un compañero de aventuras siempre dispuesto a darlo todo, lo más que podría pedir cualquier niño con una imaginación infinita.

Entonces su mente volvió al taller con la respiración agitada, dejando al soldadito en su lugar con la mano temblorosa y más cuidado del habitual. No fue necesario tomar los otros para saber sus historias, porque de pronto se fijó en cada detalle que tenían producto de su mal pulso, de su falta de paciencia, su incapacidad para ajustar dos piezas al mismo nivel o hacer círculos del mismo diámetro, y dejaron de ser figuras defectuosas para notar que brillaban con luz propia, que todos eran distintos y únicos, y que eso valía más que su persistencia.

Bajó la mirada sintiéndose un tonto, sin saber cómo había dejado que el tiempo se le escapara, pero al levantarla notó que su taller estaba lleno de oportunidades, herramientas y colores. No tuvo el valor de poner su debilidad como excusa, porque cada uno de esos soldaditos le recordaba que no importaba.

Sus manos temblaban como lo habían hecho cada vez más fuerte con el paso de los años, y de la misma forma su mente se había ido borrando, dejando una carcasa de quien fue alguna vez, de lo que había hecho y cómo había disfrutado la vida en su momento. Por demasiado tiempo se mantuvo flotando en un mundo sin colores ni formas, sin sonidos de aves ni el olor de la lluvia recién caída, sin poder luchar para que el tiempo dejara de pasar sin pena ni gloria. Ahora, en cambio, todo pareció iluminarse, sus manos se sintieron más firmes, sus sentidos más agudos, y fue consciente del olor a madera y encierro del taller, el sonido de la lluvia en los árboles y el techo, la armonía de herramientas en los muros, las maderas sin usar por años, las pinturas selladas de distintos colores, y su mente por fin se iluminó con la misión a cumplir, con la energía que el tiempo se había esmerado en quitarle. Dejó de sentirse viejo e inútil, un peso muerto para el mundo, y sin pensarlo juntó viejos trozos de madera, acercó pinturas y cinceles, formones y brochas. No necesitó preguntarse qué hacer, con qué formas y colores, pues esos cincuenta y un soldaditos distintos tenían toda la inspiración y amor que necesitaba para seguir lo que su corazón le dictara.

Con manos más firmes lijó y cortó, con ojos más nítidos marcó los puntos de corte, armó los brazos y piernas, los dientes poderosos con su palanca trasera, con la respiración pausada pasó el pequeño pincel de un lado al otro, y dejó que su cuerpo y los soldaditos lo guiaran, que su mano obrara como su vida y experiencia le indicaran, pensando constantemente en la dicha de años pasados, allá atrás en otra vida. Los botones eran risas y largas conversaciones, el sombrero las comidas familiares, el bigote frondoso las historias que solía contarles hasta el cansancio y que sólo unos pocos aguantaban, la barba de paja las preguntas interminables sobre qué hacía, cómo y por qué; y el trajecito eran esos ojos de miel que se mecían atentos a cada uno de sus movimientos, que esperaban toda la vida a que terminara para salir con él a caminar, a contarle sus historias y aventuras, a cantar canciones raras que no entendía, a jugar con los trenecitos y leer cuentos antes de dormir. Los ojos y cejas era esa historia de juguetes y figuras de azúcar contra el temible el rey ratón de siete cabezas, que la hizo soñar con cada cosa que veía; y los últimos detalles eran la promesa que hizo una noche antes de apagarle la luz, ese soldadito perfecto que rompería la nuez Krakatuk que llenó sus sueños y alimentó sus anhelos.

El taller estaba lleno de historias, colores y amor, y con el último retoque en la base cobró vida el soldadito número cincuenta y dos. Los otros parecían rodearlo como en una ceremonia de ascensión, listos para enseñarle el mundo y conferirle su misión, y Vicente dio un paso atrás saliendo de un trance que lo tuvo incontables horas ahí, con fuerzas que hace décadas ya no tenía. Su corazón martilleó con fuerza, dejando ir toda la pena en forma de temblores, con la visión nublada por los años y las lágrimas, con la certeza que sus esfuerzos no serían en vano, que esta vez sí funcionaría.

Se sentó en la silla mecedora que aún funcionaba pero crujía, y mientras la pintura se secaba fue recorriendo la figura con los ojos y el alma. Los botones eran de distinto tamaño, el pelo de un lado más frondoso y los cordones de las botas parecían un enredo de cuerdas sueltas más que algo ordenado. El sombrero tenía un símbolo corrido y las cejas eran muy delgadas, y así fue notando detalles minúsculos que ponían en duda su pureza, que por años hicieron que dudara de sus capacidades, de cumplir a cabalidad esa promesa, pero mientras sus ojos se cerraban por el cansancio fue dejándolos de lado, comprendiendo que cada una de esas cosas le daba vida propia, que eran parte de sus manos y su alma, y mientras su amor se traspasaba al soldadito como ocurrió con todos los otros también lo hicieron sus anhelos, sus recuerdos, y una sonrisa se asomó en sus viejos labios cuando también lo hizo su vida.

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