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Burbuja temporal

«Oh, mierda». Eso fue lo primero que dije cuando me enteré, y la primera señal que todo sería distinto. Lo dije por distintas razones pero estar con Laura no fue una de ellas, aunque ahora que lo pienso el vivir juntos hace menos de una semana sería crucial en esos días, obligados a quedarnos ahí quién sabe por cuánto tiempo. Nos enteramos viendo la tele juntos y de un momento a otro las actividades planeadas, las comidas preparadas, lo que había en la despensa y la cantidad de desinfectante pasaron a ser de gran importancia.

Porque mi primer pensamiento fue que no era para tanto, que era todo una exageración porque siempre inventan excusas para asustarnos, pero Laura me miró con esa cara que pone cuando está molesta, cuando está buscando las palabras precisas para decirme con sutileza que soy un tarado, y soltó un discurso largo y elocuente sobre los peligros de la enfermedad que rondaba afuera, los casos aquí y allá, los porcentajes de mortalidad y las medidas de seguridad. Tenía razón, por supuesto, pero ya había soltado mis comentarios y preferí quedarme callado.

Ella volvió a su escritorio con sus lápices, bocetos, pinturas y colores, como si nada más importara, y es que las restricciones que venían eran las que ella hacía en su día a día. No la culpo, su trabajo es así y si le acomoda genial, pero yo me quedé en el living parado sin saber qué hacer más que mirar por la ventana, como un imbécil. «¿Entonces no puedo salir?», dije con la incredulidad de quien no entiende nada, como para aclarar lo obvio más que buscando una respuesta.

Recorrí cada rincón para aprenderme la casa, ese lugar que por más de un año fue de Laura y que ahora compartíamos. Aún no había guardado toda mi ropa en los muebles, mis adornos en algún estante ni mis medallas de colegio en algún lado, así que por el momento cada rincón era ajeno, cada detalle me enrostraba que no era mi lugar, así que lo primero que hice fue tratar de cambiar eso. Saqué un cuadro de un gato pintado en acuarela, de trazos más bien pobres desde mi precario conocimiento, y en su lugar puse la foto enmarcada de mi familia cuando era chico, flaco y deportista, y mi madre me abrazaba con más cariño que ahora mientras mi viejo estaba como siempre en la mitad de un pestañeo. En menos de una hora Laura se dio cuenta y partió nuestra primera discusión oficial en cuarentena, porque ese era su primer trabajo de cuando era chica, y era importante porque le recordaba sus inicios y motivaciones, le daban energía para seguir y una larga lista de beneficios que ese gato en acuarela tenía por sobre mi cuadro. «Bueno, entonces lo pongo en otro lado», «no hay más clavos», «pues clavo uno», «¿y si se rompe el muro?», «lo arreglo», «no sabes hacerlo», «aprendo». Ese día aprendí a tapar hoyos con pasta muro y que no cualquier clavo sirve en cualquier muro.

Pero lo que fue el desconcierto inicial cambió con el día, pues el siguiente fue como un reinicio casi en todo sentido. Desperté mirando el techo por largo rato, sin saber qué hacer porque mi trabajo se había suspendido, y al poco tiempo llegó Laura con una bandeja con huevos revueltos y café recién hecho. «¿Es mi cumpleaños?», pregunté casi sin pensar. «No, es nuestro primer día encerrados» Me miró como en los primeros días, como si las malas caras anteriores no existieran, y ese pequeño gesto transformó la velada y las siguientes. Pronto dejamos de lado bandeja, tazas y platos transformándolas en besos y abrazos, en caricias que crecían como si no nos hubiéramos visto en semanas, como conociéndonos de nuevo. Era sábado y teníamos todo el día, y olvidándonos de las horas nos revolcamos y descubrirnos, reímos y nos amamos hasta el cansancio, durmiendo abrazados entre sábanas sudorosas. Éramos dos jóvenes amantes conociendo los placeres de la carne.

Todo fue cambios desde entonces, con subidas y bajadas de ánimo, conversaciones largas sobre cosas mundanas o preguntas que la dejaban pensativa por tanto tiempo que pensaba que la había perdido. Nos contamos historias de vida y relaciones pasadas, algunas que ya sabíamos y otras nuevas, como si por fin tuviésemos el tiempo de conocer esos detalles tan lejanos de cada uno. De a poco fueron surgiendo detalles que antes pasaban desapercibidos, cosas minúsculas que fueron creciendo y latiendo más fuerte, y lentamente el misterio que era Laura fue más claro, más transparente.

Sabía que era más callada y pensativa que yo, pero no imaginé que tanto, porque si de ella dependía podía estar muchas horas enfrascada en alguna cosa, en sus pinturas o en un libro, cuidando las plantas o en la cocina, y a pesar que no emitía más sonido que un débil tarareo parecía estar conforme consigo misma. «Nada», era lo que siempre decía cuando le preguntaba en qué pensaba, y aunque al principio me preocupaba pasó a ser una normalidad, porque seguro que había una infinidad de cosas allá adentro y no se decidía por ninguna. Yo era más simple y directo, más de hablar estupideces hasta que se me cansara la lengua, y de a poco fui entendiendo que eso le incomodaba, cuando mirada hacia un lado o tensaba ligeramente la mandíbula. Entendí que si quería hablar sin parar tenía a mis amigos de toda la vida, ese grupo de estúpidos que tenía cada uno su propia vida, pero hablar por teléfono o en video se sentía extraño, ¿cómo reemplazaríamos los codazos, patadas en juego y los sonoros brindis que chorreaban el suelo?

También se hizo evidente que conocíamos cosas muy distintas, cuando las calles solitarias nos recibieron al otro día y fuimos a llenar la despensa que habíamos arrasado en unos cuantos días. El aire se sentía extraño, como si hubiesen pasado meses sin tenerlo en la cara, y una sensación de urgencia nos llenaba cada vez que pasaba una tanqueta o algún policía malas pulgas. En el supermercado parecía una carrera contra el tiempo, con cuidado de mantener distancia con otra gente, de alcanzar la última bolsa de harina o salsa de tomate, aunque mi primer impulso era reponer las golosinas y bebidas que se habían acabado. Sí, ahí quedó bastante claro que no sabía la diferencia entre el arroz normal o pregraneado, la leche entera o semidescremada, o si la botella de detergente nos duraría una o dos semanas, pero cuando el milenario conocimiento de Laura escaseaba yo lo suplía en cosas pequeñas, como qué tipo de vino comprar para la carne o la diferencia entre un emmental y un gruyer, o entre un camembert y un brie. Aceitunas verdes o negras, pasas rubias o morenas, fermentados o destilados, esos eran mis fuertes, y a pesar de mis animadas explicaciones ella sólo me miraba confundida, confiando en mi criterio o eso suponía. La cocina, por supuesto, era ese lugar mágico que desconocía, y a pesar de los constantes intentos de Laura no podía evitar echarle mucho o muy poco de condimentos al sartén, que los fideos quedaran pegoteados o que los tiempos de cocción no tuviesen sentido, pues el «ahí vamos viendo» no era una medida estándar como ella y toda su familia estaban acostumbrados a usar. Pero bueno, al menos me encargaba de inmediato de mi desastre.

Fui consciente de lo excesivamente madrugadora que era. No tiene sentido, lo sé, porque no hay caso con levantarse con frío en la mañana y pretender funcionar, pero ella lo lograba en base a disciplina y grandes dosis de café. Mis noches eran fructíferas, pudiendo ver películas, programas basura, leyendo revistas o conversando estupideces con amigos, pero su reloj interno funcionaba con precisión suiza pues apagaba sus sistemas antes de media noche todos los días, y ahí estaba, fresca cada mañana con sus pinceles, en su mat de yoga o garabateando en sus cuadernos. Al menos acordamos desde el primer momento dejar que el otro durmiera. Pero lo primero que veía al despertar eran las montañas de platos y tazas en veladores, mesas, sillas y estantes, en todos lados menos el lavaplatos, muchos con restos fríos y pegoteados, con migas y servilletas, y así mismo el baño con pelos en la tina y el lavamanos, pasta de dientes, cremas y desodorantes sin tapar, basureros llenos y más cosas esparcidas de las que pensaba que teníamos. Ya era costumbre tomar todo y lavar, sacar la basura, ordenar un poco antes de desayunar, y aunque soltaba el aire más fuerte cuando tomaba tazas vacías cerca de ella parecía no captar la indirecta. Ahora era nuestra casa, sí, así que si íbamos a dividir labores parece que esa era la mía.

Pero a pesar que esos detalles iban sumando uno de los dos ponía música y por instinto empezaba a bailar. De mala gana o con todo el ánimo del mundo, desde un comienzo la motivé a moverse conmigo, y si bien costó un poco que agarrara el ritmo con el tiempo vi que no era falta de habilidad sino que de costumbre. Laura me dijo mucho después que ese fue uno de los motivos por los que la conquisté, y usé esa carta muchas veces para aligerar un momento tenso o encender una chispa cuando todo oscurecía. En esas cuatro paredes, en cambio, parecía necesario para evitar la locura, y cualquier ritmo servía con tal de mirarnos distinto, de dejar de lado las diferencias para reencontrarnos. Con el tiempo fue dándose cuenta que también le gustaba, sonreía sin darse cuenta y se atrevía a seguir mis pasos, dar vueltas y probar cosas. Todos esos momentos nos acercaban, nos recordaban por qué seguíamos juntos, ayudando con la ansiedad del encierro que, al menos a mí, me tenia desesperado.

Pero incluso eso con el tiempo pasó a ser rutina, y estar juntos no fue la excepción. De pronto era evidente cuando quedaban pocas cosas y uno de los dos salía a comprar, yo lavaba la loza y ella cocinaba, alguien echaba a lavar y el otro colgaba, preparábamos té y lo tomábamos cada uno por su lado, yo frente a la tele o escuchando música y ella trabajando. Mi aislamiento parecía más severo, porque la tienda se mantuvo cerrada, pero para Laura el cambio más grande era mi presencia constante, pues no solía hacer grandes salidas más que las familiares y algunas con amigas, su trabajo como artista era completamente en linea así que en gran medida su vida era la misma. Yo iba de un lado al otro como gato enjaulado, poniéndome al día con amigos, comentando programas y engordando sin remedio, porque el partido ocasional o la salida a correr se cancelaron desde el primer momento. A pesar de vivir bajo las mismas paredes a veces ni hablábamos, y si eso era bueno o malo no sabría decirlo, simplemente era una rutina forzada que nos consumía. Ya sabíamos nuestras mañas y virtudes, qué podíamos hacer y en qué momento del día, y si no nos sacábamos en cara alguna cosa podía decir que ese era un buen día.

Pero los días siguieron pasando y ya ambos perdimos la cuenta, la rutina era tediosa y el aburrimiento crecía, incluso en ella cuya vida era casi la misma. Habíamos movido muebles para cambiar de aire, cocinamos todo lo que pudimos probando distintas opciones, vimos las películas pendientes hasta que se nos acabaron las ideas, nos amamos de distintas maneras hasta que llegó el punto que dejamos de hacerlo, y sin darnos cuenta esa cocción a fuego lento llegó al punto de ebullición.

«¿Tengo que hacerlo siempre yo?», me dijo un día al ver que era pasado el medio día y no había nada que comer. Lo sabía, era culpa mía, pero qué le iba a hacer. Así partimos con pequeños comentarios, mientras ella tomaba cosas de mala gana y preparaba algo a la rápida. «No te molestes», me dijo cuando fui a sacar cosas de la despensa, sin saber bien qué había desencadenado todo, aunque ya poco importara. «Espero ordenes después», comenté en voz baja, y pareció que la linea imaginaria que armamos fue cruzada a grandes zancadas.

Todo lo que al principio pareció gracioso y hasta pintoresco se transformó en un problema. Ella recalcándome que no aportaba, yo recordando las cosas que sí hacía, la limpieza exhaustiva y mis intentos de animarla después de horas trabajando con la espalda curvada. Laura hizo un barrido completo de las responsabilidades que tenía y cómo yo no tenía ninguna, cuando no era mi culpa que mi trabajo estuviera en receso. No importaba, le recordé, porque hacíamos lo que podíamos, y si bien intentaba hacer cosas no era tan fácil como ella creía. Aquí y allá, como en una final de tenis, sin piedad recordando hasta el más mínimo detalle. Que tenía tiempo para cuidarme y hacer ejercicio pero no lo aprovechaba, que ella podía abrirse un poco más para contarme sus problemas, pero no lo hacía, que yo nunca pensaba en ella, que ella dejaba muchas cosas a medias, que podía al menos saludar a los conserjes y yo tener más cuidado y dejar de romper tazas. Todas nuestras diferencias salieron a colación, todas esas cosas que pensamos podíamos manejar, que era cosa de confianza y paciencia, pero el encierro nos demostró que no era suficiente con eso, que por tantos choques los momentos felices se habían diluido entre tanta antipatía.

«No sé qué estaba pensando al venirme acá», solté de pronto, y aquel pensamiento tan escondido salió de la nada, como un suspiro involuntario. Ella se detuvo un momento, como cuando se prepara para decir algo importante, y en vez de palabras soltó un bufido alzando los hombros. «No sé qué estaba pensando al pasarte las llaves», dijo antes de encerrarse en el estudio, dejándome sin respuesta más que el absoluto silencio. Fui a la pequeña terraza a fumarme un cigarro, masticando la rabia.

Fueron dos días de silencio y la interacción justa y necesaria, de buenos días y buenas noches, comidas escuetas y tazas de té acumuladas, de quedarnos en nuestros propios mundos hasta que algo pasara, y ante todo pronóstico ese algo llegó de afuera como en un sueño, pues de pronto avisaron en todos los miedos que se había acabado el confinamiento.

Sin pensarlo dos veces llené un bolso con ropa y otras cosas, saliendo enseguida sin apenas despedirme. El nuevo mundo afuera pasó a ser un caos organizado, con caras raras de gente confundida caminando. Afuera era todo sonrisas, extensos saludos de desconocidos, comentarios a viva voz de la terrible vida en aislamiento, de lo mucho que extrañaban pasear y sacar al perro sin un engorroso permiso especial. De a poco me fui impregnando de la sensación de satisfacción afuera, volviendo a hablar con desconocidos en el paradero, en la micro y el metro, con distintas historias y más de alguna anécdota divertida. Fue extraño sentir el pecho agitado yendo a la casa de mi madre, pero todo pasó a segundo plano con aquel abrazo apretado y continuo que esperé tanto tiempo para darle. Lloramos juntos, prometiendo no perder contacto, y hablamos por horas de lo difícil que había sido, de las aventuras para abastecernos, para hacer rendir la comida, para cambiar algunos hábitos y hacer videollamadas como locos, sólo para ver caras nuevas. Dejé mi bolso en mi antigua pieza y la acompañé a la feria.

Abrazos apretados y golpes en la espalda fueron la tónica con mis amigos, esa junta con gritos y risas estridentes que tanto echaba de menos. Las barbas largas, los deportes que no hubo, las comidas improvisadas, todas esas historias que siempre nos alegraban surgieron juntas, como un vómito incansable de temas pendientes. Pero a pesar de retomar viejas historias y chistes, de comer lo de siempre y el sonoro choque de botellas no podía estar tranquilo, porque tres semanas es lo que habíamos vivido en esa burbuja temporal de cuatro paredes, y cómo habíamos pasado de un punto al otro, como los años que se sintieron, es algo que aún no entiendo. Pienso en Laura en su estudio tratando de trabajar a pesar de todo, en su risa tímida y su mirada penetrante, en sus pausas antes de hablar y sus pasitos sigilosos para no despertarme, en cómo tararea canciones mientras dibuja y cómo se fue soltando en la pista de baile improvisada. Sigo pensando en ella y su desorden, en cómo le afecta menos que a mí lo que pasaba afuera, y cómo escucha atenta todas mis historias a pesar de lo lateras. No puedo dejar de pensar en ella aún con el vaso en la mano, con los chistes y risas a mi alrededor y la comida chatarra a medio comer en el plato. Cresta, ¿en qué nos convertimos allá adentro?

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