Jungkook era un tibio verano en medio del invierno de Seúl.

— No llores, no sigas llorando, por favor —pedía mientras me tomaba por los hombros. 

Su voz luchaba por no quebrarse al igual que él mientras me regalaba una fingida sonrisa.

El vuelo salía a las 7:40 pm, quedaban menos de 30 minutos para estar con él.

— No llores —insistía esta vez abrazándome.

Pero yo no podía fingir que nada pasaba, que mañana me despertaría igual. Porque no, nada sería igual sin él.

— Todo estará bien, lo prometo —dijo ya con la voz rota.

— Nada lo estará —respondí entre sollozos.

Para él quizás sería más fácil. Empezaría una nueva vida, perseguiría sus sueños, conocería a nuevas personas. 

Pero yo... Yo me quedaría aquí, plantada en la ciudad, en Seúl. Donde lo conocí y lo quise, donde nos tomamos de la mano por primera vez frente a Namsan, donde me besó a las orillas del Río Han, donde le vi sonreír en tres navidades cuando abría mis regalos. 

Yo me quedaría plantada con sus recuerdos bailando la rueda alrededor de mí. No podría correr a abrazarlo si tenía pesadillas y ya no tendría que pasar varios días buscando el regalo de nuestro aniversario por las calles de Itaewon. Mucho menos nos escurriríamos en algún café de Hongdae.

Jungkook se iba y me dejaba. Y aquí enterrada en la arena todos nuestros recuerdos se encargarían de terminar de romperme el corazón.

— Todo estará bien —repitió acariciando mi cabello.

Pero yo sabía que eso no ocurriría. 

Así que no insistí y me colmé mis lágrimas mientras escuchaba el altavoz pronunciar el número de su vuelo.