Armand toda la vida había sido muy seguro de sí mismo, durante sus años de existencia el apoyo y el amor de sus padres, la unión de su familia lo habían hecho ser quien es. Este nerviosismo nunca lo había experimentado, sus manos sudaban, su corazón se agitaba en cada paso. Apretó sus manos en puños en medio del lobby del elegante hotel, un recepcionista lo recibió y le indicó la dirección que debía tomar para entrar al restaurante principal.

Al ingresar otro recepcionista lo acompañó hasta el lugar que había reservado varias noches atrás. Se sentó y antes de darle una ojeada a la carta observó a su alrededor, dos hermosos ojos azules y una sonrisa radiante detuvieron no solo su respiración, sino también su pulso.

El joven de su apego lo veía discreto y trataba al mismo tiempo de prestar atención a la dama elegante sentada frente a él.

Se maldijo una y otra vez, la casi hora y media que duró su almuerzo se volvió un infierno indescriptible, entre miradas y sonrisas. Luego de ese tiempo, vio como madre e hijo se despedían, la dama al avanzar no le quitaba la vista y con un gesto amable le saludaba desde lejos.

Estaba tan nervioso, se sentia estupidamente adolescente, veía al joven y no sabía si acercársele o esperar a que este se acercase a él, hasta que uno de los elegantes meseros de aquel lujoso restaurante se acercaba y le daba un recado enviado por el que en la distancia le sonreía. Se dirigió a la mesa que era ocupada por el ojiazul, luego del saludo tomó asiento. La conversación que iniciaron duró dos horas más, fue acompañada de una botella de buen vino. Cada gesto, cada sonrisa, cada mínima información era guardada no solo por el mayor, también el joven estaba muy interesado en conocer al hombre frente a él.

Fue difícil despedirse, fue aún más difícil el verlo irse en medio de su inmenso sequito de seguridad. Llamó a la corporación y se disculpó con su hermano y le informó que se iría directamente a la mansión.