Capítulo 1
Cuando mis padres se divorciaron, pasé de ser su única hija a convertirme en una maleta que se podían pasar cada vez que querían. Con mi madre convivía de lunes a viernes, y con mi padre todo el fin de semana.
Su apartamento era muy diferente a la enorme casa donde vivíamos antes todos juntos. Estaba cerca del centro, pero era pequeño con dos dormitorios y una cocina comedor. Compartir cuarto de baño no estaba en mis planes.
Miré la habitación donde dormiría sábado y domingo. Tenía una pequeña cama al lado de la ventana, y un escritorio que ocupaba el poco espacio restante. Se podía pasar con tranquilidad, pero me seguía faltando espacio.
— ¿Qué te parece tu nuevo cuarto?
— Está bien —Dije sentándome en la cama.
Él se arregló las gafas, y con una sonrisa me pasó una bolsa.
— Es un regalo.
— Papá...
Intenté callarlo, pero él insistió.
— No quiero que pienses que estoy comprando tu cariño. Desde que tu madre y yo nos divorciamos, te sentimos alejada de nosotros —parecía triste. —Te queremos, incluso cuando nosotros ya no estamos juntos.
Podía ser, pero extrañaba a mi familia. Los tres unidos.
— ¿Qué es? —pregunté curiosa.
— Es una bola de cristal que compré en Suiza. Sé que te encantan —la cogí con cuidado. Era preciosa, amaba la navidad, y aquellas bolas eran magnificas, extraordinarias. —Esta noche tengo que trabajar, el hospital me ha cambiado el turno.
— No te preocupes —estaba acostumbrada a quedarme sola—. Comeré cualquier cosa, o llamaré a la pizzería de al lado.
Asintió con la cabeza, y casi sonriendo con felicidad cerró la puerta dejándome sola. La maleta cayó a mis pies. El aire fresco se coló por mi ventana e inmediatamente me levanté para cerrarla.
Todo era normal. Las personas caminaban tranquilamente, y los vecinos actuaban con normalidad. Salvo el chico de delante de mi habitación.
No tenía cortinas. Su habitación era enorme. Lentamente se acercó a la ventana, y pasó lo más extraño que podía pasar.
¡Se desnudó!
El chico empezó a desnudarse delante de mis ojos incluso cuando yo lo estaba viendo.
Nerviosa tragué saliva, pero no me aparté de ahí.
Hasta que sus ojos me miraron. Y como una estúpida me escondí.
Cuando mi padre marchó del apartamento, salí de mi habitación para olvidar el pequeño error que vi. Seguramente él pensó que era una acosadora, lunática o desesperada que mataba el tiempo vigilando a sus vecinos.
Cogí una bandeja de comida, y la adentré en el microondas.
¡Ding, dong!
Reí, estaba convencida que mi padre había olvidado las llaves del coche. Casi dando saltos me acerqué a la puerta para abrirle.
— Papá —dije sin mirarle a los ojos—, ¿las llaves...
Callé, porque no era mi padre.
— Hola —saludó—, soy el vecino....
Le cerré la puerta delante de sus narices. El vecino desnudo estaba delante de mi puerta.
¡Socorro!
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