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Prólogo

¿Hoy es veinticuatro de diciembre? No puedo asimilarlo. Falta un día para Navidad.

Por favor, que alguien me diga que estoy delirando. El tiempo no pudo haber pasado tan rápido.

Miro el calendario una y otra vez, intentando convencerme de que el problema es mío: me estoy quedando ciega y he confundido los números. No es posible que haya desperdiciado otro año de vida.

Me dejo caer en el sofá, aún aturdida. El tiempo se escurre entre tus brazos cuando vives en piloto automático, sobreviviendo día tras día, dejándote llevar por la monotonía.

Sin un propósito.

Sin una chispa.

Sin esperanza.

Todos, tarde o temprano, nos convertimos en víctimas del tiempo, ese villano cruel que, por mucho que le ruegues que se detenga, te mira de reojo y sigue avanzando con paso decidido, sin importar que te quedes atrás.

No te espera. Nunca lo hace. Tiene prisa.

Al tiempo le da exactamente igual si no estás preparado, si no tienes fuerza para seguir caminando, si te lastimaste el tobillo.

Tienes dos opciones:

1. Seguir caminado, con el tobillo y el corazón rotos.

2. Quedarte paralizado como una triste estatua, a la espera de que, algún día, el tiempo se apiade de tu pobre alma.

*Spoiler*: Ese diablillo nunca se apiada de ti.

Ese es nuestro problema con el tiempo. Creemos que se detendrá para nosotros, que no pasa nada si hacemos una pausa, que dejarnos llevar por la corriente sin oponer resistencia no tiene consecuencias.

Yo, como muchas otras personas, había perdido la noción del tiempo.

Había olvidado que, si lo seguía dejando escapar por vivir prisionera del pasado, me convertiría en cenizas.

Quizás la vida solo se trata de caminar. Caminar, caminar, caminar... incluso sin saber a dónde estás yendo.

Cuando le escribí esa carta a Santa Claus y la dejé debajo de mi almohada, impulsada por la melancolía y el dolor de la pérdida, no tenía ni idea de que mi deseo podía cumplirse.

Había dejado de creer en la magia. Era irreal.

Pero nada es imposible si lo deseas con el corazón.

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