Capítulo 23: 2 de octubre de 2004
El despacho de mi padre era un desorden: recortes de revistas por todos lados, libros en el suelo, cajas por doquier y un montón de plumas desparramadas sobre la superficie de su escritorio. ¿Confianza en un simple sueño? Tal vez, porque el caso era que ni siquiera estaba segura de que papá quisiera verme. Me había dejado guiar por la fecha de una nota insignificante, un mensaje poco coherente que, extrañamente, coincidía con el día exacto de su muerte.
Estar allí me provocaba más miedo del que desearía admitir. No quería saber ni ver nada que... Lo que trato de decir es que no estaba dispuesta a revivir un recuerdo tan terrible como ese, pero al mismo tiempo, era consciente de que mi padre jamás se habría comunicado conmigo a no ser porque se tratara de un asunto importante. No sé cómo ni por qué, pero casi podía apostar que ese sueño había sido real.
—¿Yvonne?
Le coloqué el pestillo a la puerta. Había viajado al pasado y ahora me encontraba en el amanecer de un 7 de agosto de 2003. Asustada, confundida y también algo desorientada; aunque, al fin y al cabo, segura de que no deseaba defraudar a mi padre cuando él más me necesitaba.
—Sé que tal vez pueda escucharse loco, pero por favor dime que fuiste tú quien me dijo que viniera —le supliqué.
—Sí, cariño. —Asintió con una media sonrisa.
Solté un respiro profundo.
—Lo sabía —me felicité con orgullo—, ¡sabía que ese sueño había sido real!
—Tal vez más real de lo que me gustaría.
Clavó la vista en el montón de hojas que sostenía entre manos. Lucía tan preocupado que, en cierta forma, era consciente de que no tenía que cuestionarlo para saber que su llamado había sido urgente.
—¿Cómo lo hiciste, papá? —indagué con incertidumbre.
—¿Qué cosa? —dudó.
—Hablar conmigo a través de un sueño.
—Te lo explicaré más adelante. Por ahora, hay muchas cosas importantes que... —suspiró—. No tengo mucho tiempo, ¿me oyes? Será mejor que me prestes atención.
Me indicó con una seña que tomara asiento frente a su escritorio, aprovechando aquel momento para extender hacia mí un par de documentos.
—Échale un vistazo a esos papeles —sugirió—. Son pruebas de ADN.
Posé la mirada en la primera página:
—"ADN compatible con el 98% de los especímenes analizados" —leí en voz alta—. ¿Qué significa eso?
—¿Puedes ver todas esas especies que aparecen enlistadas en la parte de abajo?
Asentí.
—Entonces, te habrás dado cuenta de que se trata de una comparación entre códigos genéticos —apuntó papá—. Es la prueba más tangible de que existe otra especie que hasta el momento desconocíamos, cuyo ADN coincide con el de casi todas las criaturas mitológicas.
—¿Y qué hay con eso? —No lo entendí a la primera.
—Me refiero a que existe otra especie además de las... —Tomó una bocanada de aire—. De acuerdo, escucha. El tiempo ha llevado a cientos de criaturas mitológicas a la extinción, ¿correcto?
—Correcto.
—¿Cuáles son las únicas dos especies que, durante años, te he repetido que permanecen con vida? —preguntó a modo de recapitulación.
—Hadas y magos —dije con seguridad.
—Y esa respuesta sería correcta si no acabara de enterarme de la existencia de una tercera.
—¿Una tercera? —Abrí los ojos de par en par.
—Los hyzcanos son la única especie mitológica científicamente fabricada. Pertenecen a la era moderna, su aparición ni siquiera data de más allá de los primeros años de la Inquisición.
Hyzcanos... Lukas había mencionado esa palabra.
—¿Y qué son ellos? —curioseé.
Llevándose una mano a la frente, tardó algunos segundos en contestar:
—Ellos no, Yvonne... Nosotros.
«¿Nosotros?»
—Hay algo raro en el ADN de nuestra familia, cariño. Nuestro código genético no es igual al de ninguna otra especie, pero tiene similitudes con el de todas —me informó con el gesto serio—. Tenemos ADN de hadas, vampiros, sirenas, fénix, elfos, centauros, dragones, grifos, hombres lobo, hipocampos, cíclopes...
—Espera, ¿qué?
—Tener similitudes con los códigos genéticos de tantas especies es la misma peculiaridad que caracteriza a la raza hyzcana, Yvonne. —Me miró fijamente—. Entiendes lo que eso significa, ¿no es cierto?
«Lukas tenía razón»
—Somos... —vacilé—. ¿Hyzcanos?
Papá asintió en respuesta.
—Años creyendo en la misma y tonta farsa —añadió con una risa nerviosa, como si aquel hecho le resultara ridículo por sí mismo—. ¡Años asegurando que pertenecíamos al clan de las hadas cuando ni siquiera manteníamos un contacto directo con ninguna de sus instituciones!
—Pero... —Negué con la cabeza, incrédula—. Eso no puede ser cierto, papá, nosotros nos...
—Lo he investigado en todas partes, cariño —argumentó—. Libros, archivos confidenciales, entrevistas a expertos y artículos especializados; todos los textos parecen coincidir en la misma clasificación de especies.
Entonces, fue como si la realidad me hubiera caído de golpe. Me sentí confundida y desorientada. Todo lo que alguna vez creí parte de mí comenzaba a tornarse en una mentira vil, incluso aquello que tenía por seguro y que nunca pensé que estaría en posición de cambiar. Estaba harta, ¿sabes? En especial porque todas las cosas que antes construían mi mundo parecían estar decididas a abandonarme.
—Pero todas esas explicaciones, las conexiones con el mundo humano y la leyenda de nuestra especie... —enlisté—. ¿Nada de eso es real? —cuestioné enseguida.
Trata de imaginar lo que esto significaba para mí: el más protegido de mis secretos era lo único en lo que todavía confiaba, y que el destino se empeñara tan cruelmente en arrebatármelo... Cielos. Daba la sensación de vacío absoluto.
—La historia es un poco distinta —murmuró.
—¿Qué tanto es un poco?
—Ten en mente la naturaleza del ser humano, Yvonne —me suplicó—. Quieren explicar todo aquello que no entienden y, cuando no pueden hacerlo, entonces buscan la manera de destruirlo. —Sacó otro montón de documentos del fondo de la gaveta principal—. Aniquilan todo intento de comprensión de un mundo que es distinto al suyo, por eso su primera preocupación siempre fue tratar de deshacerse de nosotros.
Abrió la carpeta de golpe y rebuscó entre los archivos con rapidez, como si tuviese memorizado cada uno de los contenidos de aquellas páginas.
—La época de la Inquisición es el momento clave donde todas las historias convergen y... Aguarda, ¡aquí están! —exclamó mientras extraía un par de hojas de esa infinidad de documentos—. Las páginas más importantes de los registros de Adal Kossel.
—¿De quién? —inquirí.
—Quizá lo conozcas por el nombre de Norbert.
Claro, aquel brillante científico a quien papá pasó años enteros atribuyéndole la existencia de nuestra actual generación. Ya te lo había mencionado antes, ¿no? La leyenda que él solía contarnos a Wil y a mí hacía referencia al modo en que un tal "Norbert" había conseguido alterar nuestro ADN para que miembros de nuestra especie pasasen inadvertidos ante los ojos humanos.
—El verdadero nombre de Norbert es Adal Kossel —inferí al instante.
—Exacto —me confirmó, asintiendo con la cabeza—. Miembro del clan de las hadas —especificó—. Era un científico famoso para el mundo mitológico de la Edad Media, tanto que, incluso, contaba con el apoyo de casi todas las especies... Particularmente para cuando las autoridades humanas comenzaron a cazarlas a todas.
—Entonces, ¿sí fue él quien nos hizo parecer humanos? —quise entender.
—Kossel creía que el problema se solucionaría poniendo en marcha dos diferentes proyectos: primero, cambiando la apariencia inhumana de todas las criaturas y, segundo, creando un ejército dedicado a la protección del mundo mitológico.
—¿Un ejército?
Volvió a señalarme aquellas pruebas de ADN que me había hecho sujetar entre manos.
—Utilizó los códigos genéticos de cientos de especies para crear criaturas inmunes a los ataques humanos —explicó, solo para después insinuar—: Criaturas que fueran resistentes, que pudieran camuflarse y que aparentaran una fachada sencillamente humana... ¿No te suena familiar, acaso?
Tragué saliva de manera audible. Por supuesto que era consciente del modo en que esas peculiaridades coincidían por entero con las de nuestra familia.
—Hyzcanos —farfullé en voz baja, clavando la mirada en aquellas plantillas de comparaciones genéticas.
De pronto, todas esas incongruencias en la información comenzaron a volverse coherentes. Las piezas rellenaban los huecos a la perfección, incluso las investigaciones de Lukas parecieron cobrar todo el sentido del mundo: fuerza, flexibilidad y rapidez (aquellas cualidades que se habían expresado en algunos de mis antiguos parientes y que mi compañero se había empeñado en probar en mí) eran características que pertenecían a otras especies mitológicas. En algún punto de la historia, uno que otro hyzcano debió de haber manifestado "habilidades especiales" a raíz de todas esas combinaciones genéticas inestables.
—¿Hay algo más en ese archivo que haya llamado tu atención, Yvonne?
«Por desgracia, sí»
La única especie que no podía sacarme de la cabeza era también la única que no se encontraba registrada entre los recuadros de esas páginas.
—La comunidad mágica... —contesté entre balbuceos—. No hay magos en la lista de especímenes compatibles.
—¿Y tienes alguna idea del porqué? —insistió en que reflexionara en ello.
—Los magos fueron los primeros en ser vistos como una amenaza para el mundo humano —me forcé a hacer memoria—. Que su cultura comenzara a expandirse detonó asimismo la Inquisición... ¿Tiene algo que ver con eso?
—En gran parte, sí —respondió—. Pero sus descuidos no solo fueron el motivo principal de todas esas cacerías, sino que, además, se esfumaron cuando el mundo mitológico más los necesitaba.
—¿A qué te refieres?
—Los magos eran los únicos cuya innata apariencia humana los beneficiaba en más de un sentido... Eran un grupo poderoso —constató—. Mas, pudiendo evitar todas esas extinciones, optaron por escapar cobardemente de la escena antes que contribuir con la causa. —Mi mirada se cruzó con la suya—. Como mínimo obtuvimos una lección a cambio: sus valores individualistas no son mucho de fiar.
Bajé la cabeza casi al instante. Una indirecta con tintes demasiado directos.
—Por eso Adal Kossel pensó en crear a la raza hyzcana —me apresuré a agregar, quizás porque lo único que deseaba era dejar ese tema de lado—. Él sabía que necesitaban el apoyo de una especie que pudiera camuflarse ante los ojos humanos.
—Se suponía que la especie hyzcana sería el escudo de todas las demás, pero las expediciones de humanos cazadores fueran más rápidas de lo anticipado —se lamentó—. Kossel no estuvo en posibilidades de terminar el proyecto; por fortuna, alcanzó a formular un antídoto de cambio de forma para hadas antes de ser asesinado. Para el resto de las especies y criaturas... —Negó con la cabeza—. Digamos que con apariencias tan diferentes a las humanas, no fueron muy difíciles de rastrear y cazar.
—Las tres especies que se adaptaron a la figura humana fueron las únicas que sobrevivieron —concluí—. Hadas, magos e hyzcanos.
—Todavía hay un detalle importante que hace falta aclarar, por cierto. —Volvió a señalarme aquellos archivos—. ¿Sabes por qué tenemos nosotros las versiones originales de estos registros?
—Son parte de los libros que recogiste de casa de la abuela cuando...
«Cuando ella murió»
Aquel día estaba grabado en mi memoria con soldaduras de hierro y tinta negra: recordaba el modo en que papá había regresado a casa suplicando por nuestro perdón, la forma en que había descrito a detalle cada uno de sus errores y la manera en que bajaba la mirada al confesar su deseo insistente por traer de vuelta a la abuela. Esa misma noche, papá no solo trajo a casa el medallón que ahora colgaba de mi cuello, sino también un montón de libros y documentos que, en aquel instante, no parecieron tener ninguna relevancia para mí.
—Había dos cosas en la caja fuerte de mis padres: un medallón y una libreta de registros —dijo con la mirada perdida—. Al principio, me pareció fácil creer que no tenían nada en común... Luego descubrí que pertenecían a un mismo dueño.
—Adal Kossel —asumí por deducción—. El medallón... ¿Era originalmente suyo?
—No solo era suyo —extendió para mí una de aquellas páginas, una hoja repleta de esquemas ilustrados que, más allá de simples dibujos y descripciones gráficas, se trataba de una maqueta prototípica del medallón—, él lo creó.
Aquello no tenía ningún sentido para mí, es decir, ¿cómo era posible que un simple miembro del clan de las hadas hubiese tenido la capacidad de crear un artefacto mágico tan poderoso como el medallón? Y no solo eso, sino que me parecía algo absurdo que no hubiese podido completar sus experimentos aún teniendo a la mano la capacidad de manipular el tiempo.
—No lo entiendo, papá. —Me llevé una mano a la frente—. Siempre pensé que el medallón era mucho más poderoso que un hada.
—Quizá cometí un error, Yvonne —se disculpó—. No creo que "crear" sea la palabra correcta, aunque "diseñar" tal vez sí lo sea.
Volvió a buscar otra página de entre aquel montón de documentos. Se trataba de una carta a caligrafía, algo parecido a un cuadro de resumen que cualquier clase de científico habría hecho para destacar los puntos más importantes de su investigación.
—El antiguo compañero de Kossel era un viejo y poderoso hechicero, un tal —acercó el papel a su rostro para encontrar el nombre que buscaba— Heinrich Beker.
«Beker... ¿Por qué ese apellido me parece tan conocido?»
—Huyó junto con todos los demás magos, pero ambos terminaron el primer prototipo del medallón antes de que las circunstancias se tornaran en desastre —añadió a su explicación—. Fue Beker quien le dio vida al proyecto más ambicioso de Kossel.
Mis ojos se posaron por inercia sobre el rubí.
—Para haber creado el medallón, supongo que Beker debió tratarse de un hechicero muy poderoso —pensé en voz alta.
—Demasiado poderoso —corrigió papá—. Se necesita de una acumulación abismal de magia negra para crear algo tan complejo como esto.
—Pero si Adal Kossel ya contaba con el medallón para ese entonces, ¿por qué no pensó en utilizarlo para detener las cacerías?
—Un inventor siempre es consciente de lo peligrosa que puede ser su propia creación —musitó.
—¿Peligrosa?
—"El uso del medallón debe limitarse, exclusivamente, a propósitos de la perspectiva a futuro: organización de pruebas y ensayos, cumplimiento de plazos límite, optimización de procesos, obtención de resultados, recreación de experimentos fallidos y gestión del tiempo en beneficio de la ciencia " —leyó, una vez más echándome un vistazo por encima de las hojas—. Kossel estaba seguro de que utilizarlo para beneficio propio sería algo estúp... Lo que trato de decir es que no estaba convencido de que cambiar el pasado fuera un acto prudente.
Entorné los ojos.
Fue estúpido ponerme a jugar con el tiempo. Lo sé y lo acepto, por todos los cielos, ¡tampoco era como que debiera mirarme de ese modo!
—Y si estaba tan seguro de que era un objeto peligroso, entonces, ¿por qué rayos lo perdió? —refunfuñé.
—No lo perdió, cariño, lo dejó en manos de las únicas personas en quienes confiaba.
Señaló para mí el rótulo que marcaba la esquina superior de la página:
"Propiedad del General Konrad Fellner"
«¿Fellner?»
—¿Nosotros? —dudé, sorprendida—. ¿Por qué nos confiaría algo tan poderoso como su medallón?
—Convirtió a nuestra familia en hyzcanos —subrayó—. Somos su propia creación, por supuesto que confiaba en nosotros.
Eso último me arrebató las palabras de la boca.
—Somos los guardianes del medallón, ¿no te lo había dicho antes?
—Sí... —farfullé—. Cientos de veces.
—Eligió a los Fellner porque se trataba de la única familia con influencia militar que apoyaba y financiaba cada una de sus investigaciones.
—Y si aceptaron formar parte de esos experimentos, ¿por qué motivo confundieron su naturaleza hyzcana con la de un hada? —traté de entender.
—Los Fellner pertenecían antes al clan de las hadas, incluso migraron a Alemania junto con todas ellas. —Se encogió de hombros, como si cometer una equivocación de tal magnitud fuese comprensible—. Kossel nunca les explicó a profundidad los cambios que había hecho en sus códigos genéticos y, además, ya no había modo de diferenciarse físicamente del resto de las hadas: el antídoto que Kossel fabricó derivó en que todos lucieran exactamente iguales.
Escuchándolo de ese modo, tenía pinta de ser un poco más razonable.
—Poseo la convicción de que algunos de ellos no tardaron en separarse del clan después de haber reparado en las discrepancias entre ambas especies —apuntó también—. Pero hubo otros que, desde el principio, huyeron por urgencia a distintos puntos de Alemania y... me parece que jamás tuvieron la oportunidad de notar las diferencias.
—Hyzcanos como nosotros, ¿cierto?
Lanzó un suspiro al aire antes de limitarse a asentir.
—Como nosotros, y como la familia de Charles —complementó con lentitud antes de posar la vista sobre mí—. No debes platicar sobre esto con nadie más, ¿me oyes? Ellos no deben saber sobre mis investigaciones.
—Ellos, ¿quiénes? —pregunté al instante.
—Prométeme que esto quedará entre nosotros dos, ¿de acuerdo?
—Pero ¿qué hay de mamá y de Wil? —insistí—. ¿Y Charles? ¿Ninguno de ellos puede saberlo?
Con pesadumbre, desvió la mirada hacia el montón de papeles.
—En algunos casos sí que sería conveniente, pero... —lo pensó por un momento— en otros, tengo la impresión de que sería todo lo contrario.
—¿Qué rayos significa eso? —me mofé.
—Haremos una cosa, ¿te parece? —Se apresuró a separar los archivos en dos pilares diferentes: en el primero, puso la mayoría de los papeles; en el segundo, colocó solo unos cuantos documentos, incluyendo los esquemas ilustrados del medallón y algunos de los registros de Adal Kossel—. ¿Por qué no les comentas todo aquello que se encuentre dentro de esta carpeta?
Acomodó el primero de aquellos pilares dentro de un portafolio plástico antes de extenderlo hacia mí.
—¿Solo lo que se encuentre en esta carpeta? —busqué corroborar.
—Solo eso —sentenció.
—¿Por qué?
—Es más seguro de este modo —fue lo único que quiso responder.
Confieso que la tomé de sus manos con algo más que simple vacilación.
—Y esta otra carpeta, Yvonne —colocó el segundo pilar de los documentos sobre el interior de un portafolio distinto—, es solamente para ti.
Me aseguré de sujetar ambos ficheros con firmeza, como si se trataran de las pertenencias más importantes que jamás me hubiesen confiado.
—Llévalos contigo —condicionó—. No pueden quedarse aquí en casa.
—¿Por qué no?
—Cualquiera podría irrumpir en mi despacho y encontrarlos con facilidad.
Y eso, en definitiva, no me hacía sentir menos nerviosa.
—¿Por qué alguien irrumpiría en tu d-despacho? —balbuceé entre tartamudeos.
—Siempre hay que ser precavidos, cariño.
—Pero llevarme tu investigación completa... —Era una "precaución" demasiado exagerada, ¿no es cierto?—. Eso no es ser precavidos, es ser paranoicos.
—Cielos —resopló con ironía—, ¿y quién podría distinguir la diferencia?
—Estoy hablando en serio —advertí.
—Nunca dije lo contrario.
—Estás ocultándome algo, ¿no es así?
Lo conocía, sabía de antemano que esa investigación le daba vida a mi padre. Estaba fascinado por los secretos, la historia, los libros, el periodismo, los misterios y... Entiendes a dónde quiero llegar con todo esto, ¿no? Él jamás se separaría de su trabajo a menos que fuera realmente necesario.
—Ya te dije todo lo que sé —pareció que mentía.
—No me refiero a tus descubrimientos —le espeté con molestia—. Algo está pasando contigo y... solo estás tratando de hacerme creer que todo sigue en orden.
—Perfecto, Yvonne. —Me dedicó un guiño—. Ya estás comenzando a delirar.
—No, no es así, no... —Respiré profundo—. No me digas que estoy delirando, ¿quieres?
—¿Qué más puedo decirte, entonces?
Admito que soy una chica dramática que suele exagerar las circunstancias muy a menudo, pero esto quedaba completamente fuera de ser un simple invento mío. Recordaba esta fecha como el peor día de mi vida, sabía que este era el momento en que las cosas cambiaban para mi familia y... Vamos, la posibilidad de que él no hubiera muerto del modo que yo creía conocer me estaba provocando más angustia de la que, alguna vez, imaginé que podría soportar.
Entonces, el miedo se volvió tan intenso que casi me olvido de mantener los secretos del futuro solo para mí:
—Ha pasado más de un año de donde vengo, ¿recuerdas? Sé cómo termina todo esto, sé lo que pasará contigo y... ¡no estás haciendo más que empeorar las cosas para mí!
—Todo estará bien, cariño. —Otra sonrisa falsa.
—No —negué con la cabeza—, eso no es verdad.
—¿Por qué no puedes confiar en mí?
—¡Porque tú no sabes nada de lo que yo sé!
Un repentino ruido en la cocina me hizo cerrar la boca de golpe.
—Tranquilízate, Yvonne. —Papá me sujetó del brazo en cuanto me vio girar la cabeza hacia la entrada de su despacho—. Mírame, ¿sí?
Me obligué a mí misma a cumplir con su petición, en especial cuando caí en cuenta de que eran las sombras de un par de zapatos las que acababan de posarse detrás de la puerta.
—Piensa que todo estará bien —me susurró—, incluso cuando sepas que no lo estará.
—Eso no me sirve de nada —le reproché, haciendo lo posible por contener las lágrimas.
—Te prometo que lo hará, Yvonne, siempre y cuando estés dispuesta a seguir adelante.
Se inclinó sobre la superficie de su escritorio, colocando una mano en mi mejilla mientras que, con la otra, se aseguraba de sujetar con firmeza el medallón.
—Pero no quiero hacerlo, papá, no quiero dejarte...
—¿Acaso nadie te lo ha explicado todavía, cariño? —Me interrumpió—. Seguir adelante no quiere decir olvidarte de todo lo que quedó atrás, sino tomar esas cosas de la mano y hacer que te acompañen por el resto del camino.
No me dejó pronunciar ninguna otra palabra. En menos de un parpadeo, presionó sin vacilar el botón del reverso de la reliquia: el famoso mecanismo de retorno. Aún siendo consciente del para qué y el cómo funcionaba, continuaba dejándome con la vaga esperanza de que no fuera algo más que el interruptor del "nos veremos muy pronto".
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