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Lukas: 18 de septiembre de 2003

—Par de... ¿reinas? —dudó—. Creo que es así como se llama.

—No, Ana, es una tercia de reyes —le aclaré, señalando las tres cartas que había puesto sobre la mesa—. Los reyes siempre tienen la letra K.

—¡Agh, diantres!

—Si son tres es una tercia, si son dos, entonces es un par —expliqué—. Memorizar los valores de las combinaciones de cartas te vendría muy bien porque brinda una comprensión clara acerca de cómo se desarrolla la partida.

—¿Lo ves? —Recargó su barbilla sobre la palma de su mano—. Te dije que era pésima para los juegos de mesa.

—Pero para los deportes eres muy buena.

La escuché soltar una risita débil.

—¿En serio, Lukas? —preguntó—. ¿Crees que meter dos canastas en un juego de baloncesto significa ser buena para los deportes?

—Pues sí (para un primerizo, claro), en especial si se trata de alguien tan torpe como tú.

Me miró desde su lugar con los ojos entrecerrados, por eso me dio la impresión de que quizás... Vale, tal vez acababa de molestarla un poco con eso último.

—¿Qué? —Me encogí de hombros—. ¿Dije algo malo?

—Me llamaste torpe, Lukas.

¿Y eso era mentira acaso?

—Solo estoy diciendo la verdad —argumenté—, cualquiera te dirá lo mismo si se lo preguntas.

—Da igual si es verdad o no —entornó los ojos—, el punto es que ese tipo de cosas nunca deben decirse en voz alta.

—¿Por qué no?

—Porque son groseras.

¿Groseras? ¿Qué había de grosero en el solo hecho de hablar con la verdad?

—Vale, entonces... —Lo pensé por un momento—. ¿Debería pedirte perdón por eso?

—Por la ofensa sí, pero que yo haya perdido en todos los juegos no es culpa tuya —puntualizó con el gesto serio, aunque no pasaron ni unos cuantos segundos antes de que empezara a reírse—. Tal vez es tu consumo exagerado de azúcar lo que, en realidad, te da la ventaja.

Aunque Ana no lo hubiera notado, ella tenía una habilidad especial para transmitir alegría y convertir cualquier frase en un motivo para sonreír.

—¿Crees que es injusto que yo haya ganado?

—No lo creo, lo sé —aseveró—. ¿Con toda esa azúcar en tu sistema? ¡Por favor! Es lo mismo que hacer trampa.

—Entonces tendré que seguir haciendo trampa —apunté—, porque hay un enorme bote de helado en el refrigerador y no pienso resistirme a eso.

Se llevó una mano a la frente.

—Diantres, Lukas, ¡deja ya de comer dulces!

—Ni de chiste. —Negué con la cabeza—. Es más, creo que, de ahora en adelante, siempre acompañaré las cenas con un postre. —Estaba seguro de que haría lo que fuera con tal de no fallarle a Yvonne: prometí que no volvería a saltarme las comidas y eso era exactamente lo que haría—. El consumo de azúcar puede brindar una sensación de bienestar emocional, ¿sabías? En situaciones de estrés o ansiedad, consumir alimentos dulces puede ayudar a reducir la tensión y, aparte de todo, comprar golosinas es de las pocas cosas que mamá sí me permite hacer —dije a modo de resumen—. Tendrías que darme algo muy bueno a cambio si en serio esperas que me atreva a dejar el azúcar.

—¿Todavía tienes problemas con tu mamá? —me cuestionó Ana, bajando un poco el volumen de su voz.

—No son problemas, solo... Ya sabes, es lo mismo de siempre, casi no...

—Sí, sí, casi no le gusta que salgas de casa. —Se cruzó de brazos al mismo tiempo que se dejaba caer sobre el respaldo del asiento—. Ya lo sé.

Preferí centrar mi atención en reunir todos los naipes. Estaban desordenados, y acomodarlos según la secuencia correcta parecía una actividad mucho más interesante que el mero hecho de brindarle alguna contestación.

—Es raro, ¿no? —pensó Ana en voz alta—. Que tía Isabel sea tan estricta es muy extraño.

—¿Vas a seguir con eso?

—Solo piénsalo, ¿vale? —insistió—. Mi padre y tu madre siempre se quejaron del modo en que abuelo Hugo los trató, fue justo por eso que tía Isabel decidió mudarse a Alemania. ¿No te parece raro que, ahora, ella haga lo mismo contigo?

—Estará cobrando venganza.

Con esa broma solo quería restarle algo de relevancia al asunto, pero fue Ana quien continuó hablando como si su estabilidad mental en serio dependiera de encontrar una explicación:

—No tiene sentido... Ella odiaba que abuelo Hugo no la dejara salir, ¡mi papá siempre lo dice!

Me encogí de hombros, pues ni siquiera yo tenía una respuesta para eso.

Digamos que sí había llegado a preguntarme por qué muchas de sus reglas eran tan estrictas, tal vez más veces de las que puedo recordar... No importa mucho dado que, de cualquier forma, estaba harto de tratar de hallar explicaciones. Las cosas eran así y punto. Mamá lo había repetido hasta el cansancio y papá estaba de acuerdo con ella. La misma frase cada vez que él tenía el tiempo para visitarnos: "No necesitas de nadie más, Lukas. Es mejor quedarse en casa".

Aun así, había aprendido que vivir con cada una de sus reglas no resultaba tan terrible después de todo, pues, al final, tampoco me causaba tanto conflicto seguirlas. ¿"No puedes salir después del colegio"? Vamos, no era tan difícil. ¿"No debes traer amigos a casa"? Me daba igual, nunca he sido bueno para hacer amigos. ¿"Nunca cruces los límites de las zonas residenciales"? Podía soportarlo. Al menos por ahora.

—¿Sigues yendo a la escuela? —continuó interrogándome Ana.

—Claro que sí —resoplé—, tampoco es como que no me permita salir de mi habitación.

—No me sorprendería que comenzara a prohibírtelo—murmuró al mismo tiempo que negaba con la cabeza—. En poco tiempo, también te dirá que todos tus compañeros del colegio son una mala influencia.

—Da lo mismo.

—¿Por qué?

—Porque ni siquiera hablo con nadie —puntualicé—. No es divertido.

Lo cierto era que evitaba hablar con otros cada vez que podía.

—¿Que no es divertido, Lukas? —Soltó una débil carcajada—. ¿No tienes amigos y eso no te molesta?

—Nada de nada. —Moví la cabeza de un lado a otro.

—Oh, vamos, ¿lo dices en serio?

—Completamente —aseguré con firmeza—. Me siento más cómodo en mi propio espacio y con actividades solitarias.

—¿Y qué hay de la chica que conocí la última vez?

Le dediqué un ceño fruncido.

—¿Qué chica?

—La niña del cabello negro que siempre usa vestidos —especificó, mas aquella descripción no me fue útil en absoluto.

—¿Niña del cabello negro que siempre usa vestidos?

—Elena.

Me reí. No mirarla con una sonrisa fue imposible porque, ¿quién demonios era Elena?

—¿Elena? —inquirí.

—Olvídalo, así no se llamaba. —Creo que me vio con algo de molestia antes de indicarme con una mano que le diera un momento para pensarlo mejor—. Empezaba con E.

—Ni idea —repuse.

—¿No era Emilia?

Esa última pista me ayudó a adivinar el nombre que trataba de recordar:

—¿Emma?

—¡Sí! —exclamó—. ¡Gracias, primo, era justo la respuesta que estaba buscando!

Su grito fue tan escandaloso que, incluso, me vi en la necesidad de cubrirme los oídos en cuanto alzó los brazos en señal de victoria.

—¡Agh, Ana! —me quejé—. Tampoco tienes que hacer tanto ruido.

—Como sea, hablo de Emma.

—¿Y qué hay con ella? —quise entender.

—¿No era tu amiga?

Ja, ni de chiste.

—No —sentencié—. Eso jamás.

—Creí que te llevabas bien con ella. —Se encogió de hombros—. La defendiste en su primer día de clases, ¿no? La ayudaste a levantar sus cuadernos después de que un grupo de niñas la empujara por las escaleras.

—Espera —me di prisa en intervenir—, ¿cómo sabes eso?

—Ella me lo contó, esa vez que nos encontramos aquí en la casa.

—Lo hice porque sus libros estorbaban en el pasillo —me tomé la molestia de aclarar—. Sabes que odio llegar tarde a las clases.

Emma nunca debió inscribirse en ese instituto. Era un colegio para personas de las residencias, un lugar donde los chicos se preocupaban por presumir del dinero de sus padres y las chicas por comprar ropa de marca. Era claro que Emma no encajaba allí, pero aún sabiendo eso, mamá insistió en pagarle la colegiatura completa. Yo le dije que sería una mala idea, incluso se burlaban de los estudiantes de intercambio por el simple hecho de pertenecer a otras escuelas. Era fácil imaginar que Emma lo pasaría tres o cuatro veces peor.

—Y no te cae bien porque...

—Es fastidiosa —decreté. Desde aquella vez que levanté sus cuadernos del suelo, no hacía más que seguirme a todas partes—. Me molesta que siempre haga lo mismo que las otras niñas de la clase. La tratan mal y, todavía con eso, las obedece. Además, la autenticidad y la capacidad de tomar decisiones basadas en las propias preferencias es un valor fundamental. A veces uno puede sentirse frustrado cuando ve a otros niños seguir las normas sociales o actuar de manera incongruente solo con el objetivo de encajar con...

—Basta ya, ¿quieres? Tal vez es tímida y solo quiere tener amigas. —Esa no era una excusa. Yo también lo era y, aun así, no malgastaba mi tiempo tratando de quedar bien con todo el mundo—. No lo sé, Lukas, ni siquiera creo que eso tenga un punto de importancia.

—¿Qué no tiene importancia? —cuestioné, sin poder creer lo que escuchaba—. Debes estar demente.

—Tú eres el demente, diría yo. —Se cruzó de brazos—. ¿Qué te cuesta pensar como todos los demás y ya está?

—No puedo hacerlo.

—Inténtalo, al menos una...

—¡Ya me voy, corazón, volveré junto con tu padre en unas horas! —interrumpió la voz de mamá, gritando desde el primer piso. Que papá viniera tantas veces durante el mes era, sin exagerar, todo un milagro. Pero eso no cancelaba el hecho de que sus visitas involucraran días enteros de incomodidad y silencio. Daba igual cómo pasaran las cosas, de todas formas, siempre terminaba haciéndonos a un lado—. ¡Yvonne no tardará en llegar, no vayas a dejarla esperando!

—¡No lo haré, mamá! —respondí—. ¡Prometo que le abriré la puerta!

—¿Quién es Yvonne? —preguntó Ana enseguida. Como siempre, tratando de entrometerse en todo asunto.

—Nadie, solo es... —Preferí reformular esa frase—: Puedo cuidarme solo, pero mamá quiso que viniera para que hablara conmigo.

—¿Para que hablara con...? —se rio—. Déjame ver si entendí: ella viene hasta aquí, ¿únicamente para estar contigo?

Asentí, aunque eso solo bastó para que continuara fulminándome con la mirada.

—¿Por qué necesitas tú una niñera? —quiso saber.

—No es una niñera —dejé en orden los naipes sobre la mesa para levantarme del asiento—, está reemplazando a su mamá. Margarethe es psicóloga y mis papás creyeron que hablar con ella sería bueno para mí.

—¿Y qué le pasó a su mamá?

—No lo sé —me encogí de hombros—, pero parecía más enferma cada vez que venía.

—De acuerdo, ¿y cuantos años tiene su hija?

—¿Doce? —dudé—. Tal vez trece, es un poco más...

Se llevó ambas manos al rostro.

—¿Te dejan solo en casa con una niña de tu edad? —Por la forma en que elevó el tono de voz, deduje que estaba sorprendida—. ¡Por Dios!

—¿Qué tiene de malo? —traté de entender su sobresalto—. Yvonne solo viene a hablar conmigo.

—Diantres... —Negó con la cabeza—. ¡A veces no entiendo la lógica de tus padres!

—No importa, ¿vale? En cualquier caso, tengo que ir a abrirle la puerta.

Planeaba cruzar la salida y seguir andando hasta el fondo del pasillo, al menos es lo que hubiera hecho de no ser porque Ana volvió a sacar el tema justo antes de que alcanzara la puerta:

—Tía Isabel dijo que no tardaría en llegar, no que ya había llegado.

—¿Y qué? —respondí—. Voy a esperarla abajo.

—Guau, eso sí que es nuevo, primo —dijo entre murmullos—. Jamás te había visto tan ansioso por algo... o por alguien.

Me miró con una sonrisa en cuanto me giré hacia ella, una sonrisa que parecía tener el único propósito de retarme a contestar.

—Es divertido estar con Yvonne, ¿vale? —utilicé como excusa—. No entiendo cuál es el problema.

—¿Divertido? —enfatizó—. Hace un momento acabas de decir que no hablas con nadie porque no es divertido. —Ana podía ser un desastre en deportes y juegos de mesa, pero para meterse en la vida de otras personas era toda una experta—. Apuesto a que ella te gusta.

—Eso no es verdad —la contradije sin vacilar.

—Claro que lo es.

—Tú escuchaste a mi mamá. —Era obvio, ¿no? Solo bajaba porque ella así me lo había pedido—. Eso de abrir la puerta es una orden.

—Si esa niña no te gustara, entonces ni siquiera tratarías de irte de esta habitación —estipuló.

—Acabo de explicártelo, ¿no? Mis papás creen que es buena idea que yo hable con alguien que...

—Vale, claro —intervino, sin dejarme terminar la oración—, ¿y es que esa tal Yvonne también es psicóloga?

—Pues no, pero...

—Es obvio que ella te gusta, Lukas.

Entonces, por facilidad, preferí quedarme callado. Cerré la boca y clavé la vista en el techo, seguro de que Ana no tardaría en utilizar mi silencio como una manera de confirmar sus sospechas.

—¿Qué pasa, primo? ¿Acaso tengo razón?

La ignoré por completo, en especial cuando empezó a reírse a carcajadas.

—Guau, ni un millón de años te hubiera creído capaz de enamorarte de alguien —añadió entre burlas que parecían imposibles de parar—. Debe ser una chica demasiado rara.

—Déjame en paz, Ana —musité a regañadientes.

—¿Es bonita o qué?

—Voy a dejarte sola si sigues hablando sobre eso —advertí.

—¿O es que tiene un hermoso cabello negro en el que no puedes dejar de pensar?

Me crucé de brazos, no sin haber negado también con la cabeza.

—Estás equivocada —le hice saber.

—No te enojes conmigo, ¿vale? —se mofó—. Solo te estoy molestando.

—Su cabello sí es hermoso, pero no es negro, es de color rojo.

Se giró hacia mí de inmediato y con la boca abierta.

—¿Qué dijiste?

—Nada, solo... dije que su cabello sí es hermoso. —Era la verdad, ¿no?—. La belleza de cada persona puede incluir también el cabello. Es un aspecto que usualmente pasa por alto en cuestión de apreciaciones subjetivas.

Puedo jurar que el silencio que de repente llenó la sala fue algo... incómodo.

—¿De qué diantres estás hablando, Lukas? —cuestionó mi prima mientras parpadeaba varias veces.

—De lo bonito que es su cabello, supongo.

—Aguarda —sonrió—. Es que yo solo estaba jugando contigo. Decir que ella te gustaba era una broma nada más.

Oh... Eso explica muchas cosas.

—Pero ahora... —Se cubrió la boca con las manos—. Diablos, ¡no puedo creerlo! —exclamó—. ¡Sí te gusta de verdad!

—Mejor deja ya de bromear —le ordené, molesto—. Esa niña no me gusta.

—Acéptalo, Lukas, ¡esta vez estoy más que segura!

Su insistencia fue tan fastidiosa que no tardé en darle la espalda para apresurarme a cruzar por la puerta.

—¡Tus bromas son iguales o peores que las mías! —la escuché gritar desde lo lejos.

Me siguió hasta las escaleras, corriendo a toda prisa con la intención de interponerse en mi camino.

—¿Puedo conocerla, primo? —me dijo en cuanto estuvo frente a mí.

—¿Por qué? —inquirí.

—Porque estoy segura de que sí te gusta.

—Ni de chiste, Ana.

La moví un poco para continuar bajando por el resto de los escalones.

—Oh, vamos, ¡déjame conocerla! —protestó—. Tengo que aprobarla antes de que sea tu novia, ¿no?

—¿Novia? —Ni siquiera era factible formalizar un noviazgo a mi edad, ¿o sí?

—¿Te has preguntado si a ella le gustas también?

—Si lo que quieres es humillarme...

Ambos nos sobresaltamos con el repentino sonido del timbre. Me volví hacia Ana con rapidez; estaba en el entendido de que uno solo de sus movimientos bastaría para hacerle creer a Yvonne que todo aquello era cierto, de modo que tuve que suplicarle con la mirada a fin de que aceptara quedarse callada.

—Guau, es la primera vez que me miras a los ojos sin que yo tenga que pedírtelo. —A estas alturas, ya ni siquiera estaba seguro de si eso se trataba de una queja real o de una simple broma—. ¡Qué mala suerte, Lukas! Ni de cerca es lo suficientemente persuasivo para hacerme cambiar de opinión.

La vi dirigir sus pasos hacia el pasillo del vestíbulo, cien por cien decidida a intervenir. No pude más que forzarme a mí mismo a seguirla.

—No te atreverías —dije en tono de amenaza.

—¿Es una apuesta? —me retó.

—Ana, escúchame.

—Nop —sentenció.

—¡Ana!

—¡No te oigo!

Me dejé caer de rodillas. Sé que rogar es penoso, pero en momentos tan cruciales como esos, implorar por su silencio parecía la única forma de hacer que parara.

—No me avergüences enfrente de ella —supliqué—, por favor.

—Oye, soy mayor que tú, ¿vale? Sé lo que hago. —No creía que fuera totalmente cierto—. Solo sígueme la corriente y ya está.

¿La corriente? ¿Qué demonios significaba eso?

—Ana, ¡por favor! —insistí.

—Trataré de averiguar si ella está enamorada de ti —justificó con lentitud, buscando la forma de calmarme—. No puede ser tan difícil.

—No creo que yo le guste a ella, ¿me oyes? Venir a la casa es solamente su trabajo. —Incluso era posible que Yvonne estuviera interactuando conmigo solo por obligación, sin un interés genuino en mí como individuo.

Ana continuó caminando por el corredor y, girándose de vuelta, me guiñó un ojo al mismo tiempo que se acercaba a la entrada principal.

—Eso está por verse, primo. Te daré mi dictamen final en cuanto acabe el día.

No supe cómo contestar a eso porque... Vale, conocer aquella respuesta quizás sería interesante. No es que el tema me importara demasiado, pero si Ana estaba en lo cierto y yo le gustaba a esa niña, tal vez no sería tan descabellado pensar en la posibilidad de que ella también me gustara a mí. Hipotéticamente hablando, pues es crucial recordar que cada persona es diferente y que las interpretaciones que hago pueden no reflejar necesariamente la realidad.

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