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Epílogo

Años después, la Fundación Rivera había crecido más de lo que Mónica hubiera imaginado. Ya no era solo una organización en San Juan, sino una red de centros de apoyo en toda la isla, con colaboradores y voluntarios comprometidos a ayudar a aquellos atrapados en la violencia, el abuso y la desesperanza. Cada centro llevaba el mismo propósito: dar una segunda oportunidad a quienes pensaban que no les quedaba ninguna.

Mónica, ahora retirada de la vida pública, había dedicado su tiempo a la gestión y expansión de la fundación, aunque prefería mantenerse en el anonimato. Era una figura legendaria en Puerto Rico, no solo por su pasado, sino por la transformación de su vida y su dedicación a la comunidad. La gente la recordaba con respeto y admiración, y la historia de su redención había inspirado a muchos a buscar ayuda y un nuevo comienzo.

Un día, mientras caminaba por la playa junto a Enrique, contempló el mar y recordó la vida que había dejado atrás. Había recorrido un largo camino desde su infancia llena de sufrimiento, y aunque las cicatrices aún permanecían, ahora veía en ellas una fuerza inquebrantable. Enrique la miraba con el mismo amor y admiración que al principio, y juntos caminaban en silencio, disfrutando de la paz que habían construido juntos.

"¿Alguna vez imaginaste que llegaríamos a esto?" le preguntó Enrique, con una sonrisa tranquila.

Mónica negó con la cabeza, soltando una pequeña risa. "No. Ni en mis sueños más salvajes pensé que tendría una vida como esta. Siempre pensé que estaba destinada a vivir en la oscuridad. Pero tú y todos los que me ayudaron me enseñaron que hay otra forma de vivir."

Él le apretó la mano, y ambos continuaron su paseo, sin prisa, como si el tiempo fuera su aliado y no su enemigo.

A la distancia, una joven se acercaba a ellos. Mónica la reconoció al instante: era Ana, la misma mujer que había llegado a la fundación en uno de sus primeros días de funcionamiento, una joven llena de miedos y marcada por el dolor. Ahora, Ana se veía distinta. Se había convertido en una de las coordinadoras de la fundación y ayudaba a jóvenes que atravesaban situaciones similares.

"Mónica," dijo Ana, sonriendo con gratitud. "Quería darte las gracias nuevamente por todo. Mi vida cambió porque tú creíste en mí."

Mónica sintió una calidez en el corazón, una mezcla de satisfacción y orgullo. Ana era solo una de las muchas personas que habían encontrado esperanza y propósito gracias a la fundación. La historia de Mónica se repetía en cada persona que llegaba en busca de ayuda, y eso era, para ella, el logro más grande de todos.

Cuando Ana se retiró, Mónica y Enrique se quedaron de pie, viendo el atardecer. Mónica comprendió que, aunque su pasado había sido oscuro, su vida había encontrado un propósito mucho mayor de lo que alguna vez imaginó. Había vivido, había luchado, y finalmente, había encontrado la paz.

La Fundación Rivera continuaría creciendo, ayudando a quienes más lo necesitaban. Y aunque la historia de Mónica como la criminal más buscada de Puerto Rico había quedado atrás, su legado de esperanza y redención viviría por siempre en los corazones de aquellos que, gracias a ella, descubrieron que siempre hay una oportunidad para cambiar.

Finalmente, Mónica Rivera encontró la libertad, no solo de su pasado, sino de sus propios miedos, sabiendo que había dejado una huella imborrable en el mundo. Y, de la mano de Enrique, continuó adelante, viviendo la vida que siempre había deseado, con la paz y el amor que había ganado a pulso.

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