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Capítulo 1

La habitación era pequeña, oscura y apenas amueblada. Una cama de metal oxidado en un rincón, una ventana con barrotes que dejaba entrar solo un rayo de luz mortecina, y una silla desvencijada frente a la puerta. Desde que tenía memoria, esta había sido la primera "zona segura" que su padre le enseñó a reconocer. En casa, los términos comunes de seguridad y confianza no existían. Había aprendido a vivir en un estado de alerta constante, con la certeza de que la vida podía cambiar en un segundo, sin previo aviso. La niña de diez años que solía ser Mónica Rivera había desaparecido hacía tiempo, y en su lugar había una sombra de lo que algún día podría haber sido una niña normal.

Esa noche, su padre la despertó antes del amanecer, como de costumbre. En la penumbra, apenas podía distinguir su silueta, pero reconocía el peso de su mano sobre su hombro, como una orden silenciosa. Con los ojos aún entrecerrados, se sentó en la cama mientras él le susurraba: "Es hora de que te levantes. Hoy aprenderás algo nuevo." Su tono no tenía nada de afecto ni calidez. No hubo "buenos días" ni un leve indicio de sonrisa. Simplemente, un recordatorio de que la infancia para Mónica era un concepto abstracto, una cosa que solo existía en las películas que ella nunca podría ver.

Se vistió rápido, con la ropa vieja y desgastada que su madre le había dejado sobre la silla. Un pantalón oscuro, una camiseta ajustada, y sus zapatillas desgastadas, que le permitían moverse con rapidez y sin hacer ruido. Su madre, una mujer tan fría como su padre, había insistido en que la ropa debía ser funcional, en lugar de bonita o cómoda. "La belleza no tiene lugar en nuestro mundo", solía decirle, y Mónica, acostumbrada a obedecer, nunca discutió.

Esa mañana era especial, aunque ella no sabía por qué. Su padre la condujo por calles que nunca había visto antes, lugares donde el aire olía a basura y el suelo estaba cubierto de sombras y desperdicios. Llegaron a un edificio en ruinas, con las ventanas rotas y las paredes llenas de grafitis. Parecía un lugar abandonado, pero Mónica sabía que nada de lo que su padre hacía era casual. Si estaban ahí, era por una razón.

"Escucha bien, Mónica," le dijo él mientras caminaban hacia el edificio. "Hoy aprenderás lo que significa ser parte de esta familia. Hasta ahora has visto cosas, has escuchado lo que hacemos. Pero hoy, aprenderás lo que realmente significa." Ella asintió en silencio, tragando el nudo que comenzaba a formarse en su garganta. Sabía que no debía mostrar miedo. En su mundo, el miedo era una debilidad, y la debilidad era algo que se castigaba sin piedad.

Entraron al edificio y subieron por unas escaleras de metal que crujían bajo sus pies. El lugar estaba lleno de polvo, y el sonido de sus pasos reverberaba en el silencio. Finalmente, llegaron a un pasillo estrecho, donde una puerta abierta dejaba ver una pequeña habitación. En el centro de la habitación, un hombre estaba atado a una silla, con los ojos vendados y la boca amordazada. Tenía el rostro magullado y marcas de sangre en la camisa.

"Este hombre," dijo su padre, con una frialdad cortante, "intentó traicionar a nuestra familia. Nos robó dinero, creyendo que podría escaparse sin consecuencias. Pero nadie traiciona a los Rivera y sale ileso. Hoy, tú vas a encargarte de él."

Mónica sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Miró al hombre, quien apenas podía levantar la cabeza, y luego a su padre, buscando una señal de que esto era una prueba, de que no tendría que hacerlo realmente. Pero en los ojos de su padre no encontró compasión ni indulgencia. Solo una firme expectativa. Esta era una lección que él esperaba que aprendiera sin cuestionamientos.

"Papá... yo..." comenzó a decir, pero él la interrumpió con un tono cortante.

"Eres una Rivera. Las Riveras no sienten lástima. Las Riveras no dudan. O haces lo que te digo, o lo pagarás tú misma."

Apretó los puños, sintiendo una mezcla de ira y miedo que no sabía cómo manejar. No quería hacerlo. No quería ser esa persona. Pero tampoco quería desobedecer. Sabía las consecuencias que traería eso. Había visto a su madre y a su padre castigar a quienes se atrevían a desafiar sus órdenes, y el dolor que seguía a esa desobediencia era un recuerdo que aún la hacía temblar.

Tomó un cuchillo que su padre le pasó. El frío del metal en su mano le recordó la primera vez que había sostenido un arma. Solo tenía siete años, y su padre le había enseñado a sostenerla con fuerza, a no dejar que temblara. A los siete años, ya había aprendido a controlar el temblor de sus manos, aunque en el fondo, nunca pudo detener el temblor en su alma.

Se acercó al hombre, quien seguía inmóvil en la silla, sin saber lo que ocurría. Respiró hondo, intentando mantener la compostura, mientras las palabras de su padre resonaban en su mente: "Las Riveras no sienten lástima." Alzó el cuchillo, y con un último vistazo hacia su padre, lo hundió en el costado del hombre.

El gemido sofocado del hombre y el chasquido del cuchillo al atravesar carne y músculo le retumbaron en los oídos. Era un sonido que nunca olvidaría, un eco que la perseguiría en sus sueños durante años. Sin embargo, se obligó a no soltar el cuchillo hasta que su padre le indicara, hasta que sintiera su mano en su hombro, un peso de aprobación que le decía que había hecho lo que debía.

Cuando terminó, retrocedió unos pasos, con el cuchillo aún en la mano y la vista fija en el suelo. No quería mirar el rostro de su víctima, ni tampoco el de su padre. Pero él, satisfecho, le dio una palmada en la espalda, como un maestro satisfecho con su estudiante. "Muy bien, Mónica. Hoy te has ganado tu lugar en la familia. Recuerda este momento, porque de ahora en adelante, esta es la vida que te espera."

De regreso a casa, la oscuridad de la noche parecía más densa que nunca. Mónica iba en silencio, con el sabor metálico de la culpa atascado en la garganta. En algún rincón de su mente, una voz pequeña y débil le decía que lo que había hecho estaba mal, que había cruzado una línea que no debía cruzarse. Pero otra parte de ella, la parte que había sido moldeada por su padre, sentía una extraña mezcla de orgullo y resignación. Había pasado la prueba. Era una Rivera. Había hecho lo que se esperaba de ella.

Esa noche, mientras se acostaba en su cama y miraba el techo oscuro de su habitación, Mónica recordó el rostro de su víctima. Era un rostro al que intentaría olvidar, pero que inevitablemente volvería a aparecer en sus sueños, una sombra que la acompañaría para siempre. Sabía que, a partir de ese día, ya no había vuelta atrás. Su infancia había terminado oficialmente. Desde ese momento, era una cazadora, una sombra en la noche.

Los años siguientes no fueron diferentes. Sus padres continuaron enseñándole a perfeccionar sus habilidades, a robar, a manipular y, cuando era necesario, a matar. En poco tiempo, su nombre empezó a sonar en círculos criminales, aunque siempre protegido por el misterio. Se convirtió en una figura temida y respetada, alguien a quien los demás criminales buscaban como aliada y temían como enemiga.

Sin embargo, en el fondo, siempre existía esa pequeña parte de ella, el vestigio de la niña que alguna vez había soñado con una vida diferente. Cada vez que apuñalaba a alguien, cada vez que disparaba un arma o robaba algo, esa niña se hundía un poco más en la oscuridad, pero nunca desaparecía por completo. Era como una llama débil que se resistía a apagarse, un recordatorio de que alguna vez había sido más que "El Fénix."

Pero Mónica pronto aprendió a reprimir esos sentimientos, a ignorar la culpa y a enterrar los recuerdos de su infancia. Se obligó a olvidar que alguna vez quiso escapar de esa vida, que alguna vez soñó con algo distinto. Porque en su mundo, el arrepentimiento era una debilidad, y las debilidades eran una invitación al fracaso.

Los rumores sobre ella comenzaron a expandirse. Con el tiempo, la policía escuchó su nombre, aunque no tenían un rostro que acompañara a la leyenda. Para las autoridades, Mónica Rivera era solo un mito, una figura difusa en las sombras que siempre escapaba antes de que pudieran atraparla. Los criminales, en cambio, sabían que era real, una cazadora implacable y mortal que no dejaba huellas.

Mientras las calles de San Juan la temían, Mónica aceptaba cada vez más su rol en ese mundo oscuro. En sus misiones, se movía como una sombra, rápida y letal, siguiendo siempre el mismo patrón: estudiar a su presa, trazar su camino, y en el momento preciso, atacar. Sabía que cada encuentro la acercaba más a su destino final, donde su vida de criminal la llevaría, y donde finalmente podría dejar atrás el peso de su infancia.

Pero lo que Mónica no sabía era que un encuentro cambiaría el curso de su vida. Un encuentro que la llevaría a un amor que nunca pensó que podría tener, un amor que pondría en peligro todo lo que había construido y desenterraría los secretos que había enterrado tan profundamente en su alma.

Esa historia comenzaría pronto. Pero por ahora, Mónica se limitó a ser quien siempre había sido: una cazadora, la más temida de todas, atrapada en un mundo donde la única regla era sobrevivir.

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