Un día común
Estaba sentada en mi habitación, con la mirada perdida en el horizonte, observando cómo el sol se ponía lentamente. Desde pequeña, siempre había tenido una gran imaginación y la capacidad de encontrar belleza en las cosas más simples de la vida. Pero últimamente, algo había cambiado en mí.
Una sensación de inquietud me invadía cada vez que pensaba en Kevin. Habíamos crecido juntos, compartiendo aventuras, risas y secretos desde hace casi veinte años. Pero últimamente, cada vez que estaba cerca de él, mi corazón se aceleraba, como si se me fuera a salir del pecho y miles de mariposas comenzaban a revolotearan en mi estómago. No sabía exactamente qué era lo que me pasaba, pero la idea de que quizás estuviera enamorada de él me hacía sentir un poco nerviosa. Moví levemente la cabeza para descartar esa idea y me levanté de la cama. Me acerqué a mi librero y tomé un libro de poesía que se llamaba "Ternura" de Gabriela Mistral, una de mis poetas favoritas.
Perdí la noción del tiempo mientras leía, hasta que un rugido en mi estómago me recordó que debía comer. "Supongo que es hora de dejar de leer y ver si la cena está lista", dije para mí misma. Bajé las escaleras y encontré a Teo, mi pequeño hermanito, viendo los Supersónicos en la televisión. Me dirigí a la cocina y encontré a mi madre, quien se veía realmente hermosa hoy. Llevaba unos jeans azules y una polera negra, y su cabello rojizo estaba atado en una coleta alta. Me acerqué a ella y le di un beso en la mejilla derecha.
—¿Necesitas ayuda?—, pregunté amablemente.
—Sí, puedes ayudarme a poner los cubiertos en la mesa—, dijo dulcemente. Hoy he tenido un turno largo en el hospital, pero me alegra mucho estar en casa.
—Claro, mamá, ahora voy—, respondí con una sonrisa. Imagino que atender a los pacientes requiere mucha energía. Me dirigí nuevamente al comedor y comencé a acomodar todo sobre la mesa. De pronto, sentí que alguien tiraba levemente de mi pantalón. Miré hacia abajo y vi a mi hermano con sus brazos estirados, en señal de que quería que lo cargara. Me agaché y lo tomé en mis brazos.
—Te quiero, Kiki—, dijo rodeándome el cuello en un abrazo.
—Yo igual te quiero—, le di un beso en la frente.
—¿Qué te parece si después de cenar te leo un cuento?—, le pregunté. Lo más probable es que dijera que no, debido a que últimamente decía que era un niño grande y que no le gustaban esas cosas.
—Está bien—, respondió con una sonrisa. —Pero solo porque tú tienes los mejores cuentos—.
Y no mentía, pues yo misma había comenzado a escribir cuentos desde que me enteré que mi madre estaba nuevamente embarazada. Sonreí y bajé a mi hermano.
—Niños, a comer—, dijo mi madre desde la cocina. He preparado una deliciosa ensalada de pollo a la parrilla con tomates cherry, pepinos y nueces. ¡Espero que les guste!
¡Suena delicioso, mamá!, exclamé.
—No tienes que gritar, estamos aquí—, le dije a mi madre. —¿Hasta cuándo dejarás de llamarnos niños a ambos?—. Le di la mano a Teo y lo ayudé a sentarse.
Comenzamos a comer la ensalada mientras mi madre y yo conversábamos un poco sobre nuestro día.
—Hija, hoy me toca trabajar nuevamente en la noche—, dijo con una expresión triste reflejada en su rostro. Puedes cuidar a tu hermano.
—Ve a trabajar tranquila—, le sonreí. —Yo me encargo de todo—. Respondí mientras retiraba los platos sucios de la mesa.
Cuando terminamos de cenar, mi madre subió a su habitación y se puso su uniforme de trabajo. Después de unos minutos, bajó y nos dio un beso en la frente a cada uno antes de salir y cerrar la puerta tras ella.
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