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Capítulo dos

Dorang-Sae era un pueblo de lo más monótono y aburrido en el que nunca pasaba nada. Sus vecinos se podrían haber muerto de aburrimiento si no hubiese sido por las peleas de las dos niñas más adoradas del lugar. 

Jinsol era siempre perfecta y educada, Jungeun una niña revoltosa como cualquiera otra, pero, cuando se juntaban esas das en algún evento o celebración, inevitablemente ocurría algo; de hecho, siempre que estaban cerca, estallaba una guerra. Tanto era así que los vecinos hacían apuestas con sus trastadas.

Incluso en el bar de Sana, el lugar más concurrido del pueblo.

Por la mañana, este local era el típico bar de ambiente hogareño repleto de mesas familiares con sus inmaculados manteles blancos adornados con flores frescas y sus ricos menús del día que tentaban a todos los transeúntes al ser anunciados en la pizarra de la entrada. Pero por la noche, con su gran barra y sus famosos combinados, se convertía en un espacio sólo apto para mayores.

Lo que nunca cambiaba de este singular establecimiento era la gigantesca pizarra con los tantos de cada niña. Todas las semanas se apostaba sobre quién sería la primera en hacerle una trastada a la otra, y mensualmente se apostaba sobre cuál de las dos era la vencedora.

En ese momento, Sana, una mujer japonesa de mediana edad, un poco rolliza pero con una preciosa sonrisa y una maravillosa melena de pelo negro, dueña, camarera y a veces también cocinera del local, repasaba la pizarra en voz alta para valorar quién ganaría ese mes.

—Bien, veamos: Jungeun tiene cinco tantos y Jinsol, seis... ¡Por lo que este mes va por delante la angelical chiquilla!— exclamó Sana llena de euforia, porque le encantaba esa niña.

—¡No puede ser, Sana, revísalo otra vez! Yo creo que van empatados.— protestó Sunoo, el tendero local que siempre apostaba por el empate y que regularmente se llevaba el bote.

—¡Esta vez no vas a ganar, Sunoo!— gritó otro de los presentes.

—¡Sí, en esta ocasión la cría Jinsol lleva ventaja!— señaló un admirador de Doña Perfecta, que así era como la conocían.

—De eso nada, seguro que la Salvaje hace algo antes de terminar el mes.— apuntó un tercero aludiendo a Jungeun por su apodo.

—Sí, todo está demasiado silencioso y tranquilo últimamente.— opinó Sunoo, con el que todos estuvieron de acuerdo.

—Bueno, repasemos las trastadas mensuales.— continuó Sana.— En la celebración de la fundación del pueblo, Jungeun acabó dentro de la tarta y Jinsol dentro de la fuente de la plaza.

—Sí.— admitieron todos sonrientes al recordar las jugarretas de esas dos.

—En la boda de Jessica, Jinsol acabó atada con un gran lazo rojo en la mesa de regalos, pero, cuando se desató, no sabemos cómo, consiguió meter a Jungeun en el baúl de la banda de música, y juro por Dios que esa niña estuvo a punto de irse de gira si los hermanos de Jinsol no llegan a darse cuenta de que su amiga no estaba.

—Pobrecita, la castigaron durante mucho tiempo sin salir por eso.— se quejó Taeyang, un anciano pensionista declarado defensor de Jinsol.

—En el cumpleaños de Taehyung.— continuó Sana.— La piñata que rompió Jinsol estaba llena de bichos que le cayeron encima, y Jungeun, al final de la fiesta, acabó sentada encima de la boñiga del poni.

—Hay que admitir que la pequeña Jungeun es imaginativa, ¿cuántas horas le habrá llevado cazar todos esos insectos?— comentó Mnho, el mecánico del lugar.

—En la excursión del colegio, Jnsol se quedó encerrada en el baño de la gasolinera de Jisung.

—Sí, ¡qué pena! Se pasó horas llorando.— apuntó Jisung apenado.

—Sí, pero Jungeun, al terminar la excursión, fue encontrada en el maletero del autobús que había alquilado el colegio.

—Esa niña da miedo cuando se quiere deshacer de alguien. ¡Y pensar que parece un angelito!—señaló Nayeon, la dueña de la tienda de chucherías a quien Jungeun siempre le sacaba un dulce con su bonita sonrisa cuando pasaba junto al local.

—En la función del colegio, cuando Jinsol hacía de hada del bosque, Jungeun la mareó moviéndola de un lado a otro del escenario mientras estaba colgada del techo.

—Sí, recuerdo la función. No sabía si se trataba de un hada o de un cohete, de lo rápido que se movía.— rememoró Giselle, la directora del colegio.

—Y pocos minutos después de que el hada desapareciera, apareció Jungeun haciendo de duende, y en mitad de su frase acabó con un saco de purpurina en la cabeza.

—Se suponía que iba a ser polvo de hadas y que se usaría al final de la función para que los niños lo arrojaran alegremente al público.— suspiró Giselle resignada ante las obras de sus alumnas.

—¡No te preocupes, así nos divertimos más!— exclamaron los reunidos entre carcajadas al recordar la escena.

—Bueno, para acabar, la última trastada conocida de las niñas es la de nuestra maravillosa Doña Perfecta, quien consiguió publicar en el periódico un anuncio en el que regalaba la bicicleta de Jungeun.

—Te juro que he tenido que ver a esa niña casi todos los días en mi despacho en los últimos días. Por culpa de ese anuncio se pelea con todos los idiotas que quieren quedarse con su bici.—apostilló Giselle, molesta aún por la última jugada.

—Bueno.— concluyó Sana.— En resumen, la niña va ganando a la Salvaje y queda poco para que termine el mes, así que ya sabéis: se admiten apuestas de última hora.

Mientras Sana anotaba las apuestas de los presentes, Sunoo se dedicaba a vigilar por si aparecía alguno de los aludidos o sus familiares, ya que podían molestarse por lo que tan solo era una sana diversión.

—¡Que viene la Salvaje! ¡Se dirige hacia aquí!— avisó Sunoo advirtiendo a todos, por lo que la pizarra y las libretas de apuestas fueron escondidas con la máxima celeridad posible en la cocina.

—¿Hay rastro de la otra niña?— preguntó Minho emocionado ante un posible duelo de titanes.

—No, viene solo y trae un montón de papeles en el brazo. Quizá esté vendiendo algo para alguna excursión.

Tras las conclusiones de Sunoo, todos miraron a Giselle a la espera de una respuesta.

—Para nada, el colegio no está organizando ninguna salida después del desastre de la última.

Tras escuchar la respuesta de Giselle, todos permanecieron atentos a la espera de que sonara la campanilla de la puerta que indicaba la entrada de un cliente.

No tardaron en oír cómo Jungeun entraba con paso decidido en el bar y, con sus mejores modales de niña buena, se dirigía a Sana.

—Buenos días, señorita Minatozaki, ¿puedo colocar esta octavilla en su tablón de anuncios? Es algo de suma importancia.

—Sí, por supuesto Jungeun, pon las que tú quieras.

—No se preocupe, con una bastará. Tengo que repartir las demás por todo el pueblo. Gracias, señorita Minatozaki.—se despidió educadamente Jungeun y luego se marchó para proseguir con su tarea.

En cuanto la niña salió por la puerta, todos corrieron dándose empujones y manotazos hasta llegar al tablón de anuncios. Sin parar de reír, Sana sacó la gran pizarra con ruedas de la cocina y apuntó un tanto en la columna de Jungeun. Luego leyó el anuncio en voz alta: «Se regala niña molesta y consentida; por favor, si la ven y les gusta, llévensela, su vecina se lo agradecerá eternamente. No se admite devolución una vez adquirido el producto, aunque éste sea defectuoso. De todas formas, ya se lo advertimos: es molesta y consentida.»

En la parte superior del anuncio aparecía una foto en blanco y negro de Jinsol, posando adorablemente, que había sido pintarrajeada, por lo que ahora la criatura adorable tenía cuernos, cola y bigote.

Sana les enseñó a todos el folleto del pequeño salvaje y declaró en voz alta ante la multitud:

—Tenemos un empate, señoras y señores, por ahora...

JINSOL

Mi vida había sido tranquila y maravillosa hasta que esa niña detestable se mudó a la casa de al lado y trastornó mi mundo. Nunca me habían castigado hasta que conocí a Jungeun. Nunca me había comportado mal, nunca había hecho ninguna travesura, nunca había fastidiado a nadie, ni había tenido pensamientos malvados.

Ahora me pasaba la mayor parte del tiempo planeando cómo devolverle a esa burra sus fastidiosas bromas, porque, aunque seguía siendo la niñita perfecta, en el fondo me negaba a dejarme ganar por una cría estúpida.

Desde hacía tres años Jungeun no me dejaba en paz; aprovechaba cada oportunidad que tenía de fastidiarme, por lo que yo decidí hacer lo mismo y nuestra guerra parecía no tener fin. Por suerte, con sus estupideces me había ayudado a añadir puntos en mi lista.

Definitivamente, quería un hombre que se pareciera lo menos posible a esa rana asquerosa de Kim Jungeun. Sí, rana, porque, desde el momento en el que vi el dibujo de una niña sin talento garabateado en mi lista, decidí que ése sería su nuevo apodo: la Rana.

Este mes me había molestado más que nunca. Sería porque pronto se iría al campamento de verano y estaríamos varios meses sin vernos, pero, como todos los años, cuando ella volvía de nuevo a casa de su abuela, la paz en mi mundo terminaba y comenzaba el caos.

Pero esta vez no se marcharía de nuevo de rositas como el año pasado; en esta ocasión sería yo la última en reír. Todavía recordaba indignada cómo me había fastidiado la acampada en el jardín.

Esa tarde había instalado mi tienda de campaña y mi saco junto con el de mis compañeras exploradoras en la parte trasera de la casa. Mi madre les había prohibido a Chan y Taehyung salir al jardín, y la vecina estaba castigada en su habitación; aunque tenía su ventana hacia donde nosotras estábamos, en la lejanía y desde una segunda planta no podía hacer nada contra mí, o eso al menos era lo que yo pensaba.

La tarde dio paso a la noche. Después de los juegos de búsqueda de tesoros, nos dedicamos a cantar canciones alrededor de una fogata que mamá Haseul nos había ayudado a encender. Por desgracia, entre canción y canción podíamos oír los desvaríos de una niña que no tenía otra cosa que hacer que mortificarnos.

—¡Por favor, sacrificad de una maldita vez a ese animal moribundo que está sufriendo!— gritó Jungeun por la ventana, señalándonos.

—¡No somos ningún animal moribundo, somos un grupo de exploradoras y todas nosotras estamos en el coro del colegio!— le contesté indignada.

—Ahora lo entiendo.— contestó Jungeun pensativa.

—¿El qué?— pregunté confusa cayendo en su trampa.

—El por qué el profesor de música es sordo, seguro que fue después de oírte cantar.— me acusó vilmente entre las carcajadas de mis amigas.

—¡El señor Hwang no es sordo y tú no tienes oído musical! ¡Si no quieres que le diga a tu abuela que nos estás molestando y añada un mes más a tu castigo, métete en tu habitación y no asomes más tu fea cara por la ventana!

—¡Está bien! ¡Está bien, pececita!— convino Jungeun mientras levantaba sus manos mostrando su rendición.— Te prometo no volver a asomar mi cara por la ventana, pero tú deja de cantar, que mañana tengo examen de historia.— pidió Jungeun, molesta por su derrota.

—No te prometo nada.— contesté feliz regodeándome en mi victoria.

Lo podía haber dejado así, pero, como siempre que estaba al lado de esa niña me salía la vena malvada, azucé a mis compañeras a cantar sin descanso y a pleno pulmón todo nuestro repertorio de canciones de campamento. Y cuando lo finalizábamos, comenzábamos de nuevo.

En nuestros breves descansos, oíamos cómo Jungeun gritaba que nos calláramos pues intentaba dormir, pero nosotras seguíamos con lo nuestro hasta que ocurrió lo inevitable: ella, como siempre hacía, respondió a mis provocaciones.

Estábamos todas cantando felizmente a la luz de la luna cuando una de mis amigas, Shuhua, me indicó que algo se movía en la ventana de la vecina.

Nosotras continuamos cantando mientras observábamos cómo las ventanas se abrían. Ya estaba preparada para responder a aquella estúpida niña con uno de mis desaires, cuando observamos con atención que no era una cabeza lo que asomaba por la ventana, sino un trasero desnudo. Algunas de nosotras seguimos cantando, otras, como mi amiga Yeji, quedaron demasiado traumatizadas como para pronunciar palabra alguna.

Pero eso no fue todo: además de hacernos un calvo, a mitad de nuestra alegre canción fuimos interrumpidas por un sonoro estruendo procedente de las posaderas de la chica.

Todas quedamos mudas de repente, el culo desapareció y desde el interior de la casa oí cómo la vecina exclamaba:

—¡Al fin silencio! Pero eso no quedó así.

A la mañana siguiente le llevé unas deliciosas galletas como disculpa. Por supuesto inventé que las galletas se las había preparado mi mamá, ya que sabía que no probaría nada que yo hiciera, y con razón.

La muy bruta se las zampó todas en un instante tal como yo esperaba, y gracias a mí y al laxante, no volvió a asomar su culo por la ventana, pues ésta estaba demasiado ocupada, sin poder moverse del inodoro.

Después de eso anoté en mi lista:

«4. Que sea educado en todo momento. (No parecerse a la cerda de la vecina)», especifiqué.

Otra de las trastadas del verano había comenzado una tarde cuando, paseando con mis hermanos y mi hermosa bicicleta nueva, unos niños horrorosos se metieron conmigo y me intentaron robar la bici.

Jungeun apareció de repente; aunque en un principio parecía defenderme, luego me percaté de que no podía estar más equivocada acerca de cuáles eran sus intenciones.

—¡Eh, nadie se puede meter con ella! ¡Solo yo!— gritó interponiéndose entre el matón que me empujaba y yo.

—¡Tú no te metas! Su bici es nueva y la queremos, es demasiado buena para ella.— gruñó uno de los niños.

—¿Cómo de buena? —preguntó Jungeun, más interesada en mi bici que en ayudarme.

—Tiene veintiuna velocidades, ruedas tubulares, faros, suspensión hidráulica, frenos de disco y cuadro de aluminio.— recitó uno de los ladronzuelos.

—¡Menuda bici! —exclamó Jungeun mientras silbaba y la miraba con deseo.— ¿Cómo la has conseguido, pececita?— me preguntó interesada.

—Saqué muy buenas notas.— le contesté orgullosa sin olvidarme de señalar que ella no lo hacía.

—¿Y cómo es que no le pediste a tu madre una bicicleta de paseo rosa con un bonita cestita?

—Lo pensé, pero quería la bicicleta perfecta, aquella que tú nunca podrías tener.— respondí muy digna.

—Sin duda, pececita, es la mejor que he visto, pero eso de que yo nunca podré tener una igual está por ver.

Tras decir esto, la muy idiota me arrebató mi bici roja y salió corriendo del lugar a toda velocidad montado en ella.

Los tres matones se quedaron con la boca abierta, y yo corrí histérica detrás de ella durante un rato, gritándole que parara. Finalmente, cansada de perseguir a la imbécil de la vecina, le tiré los zapatos a la cabeza.

Creo que uno de ellos le dio, porque por unos momentos perdió el equilibrio y se tambaleó, pero luego rápidamente volvió a coger velocidad y desapareció de mi vista.

Me volví enfadada y furiosa hacia mis hermanos.

—¡Volvemos a casa!— ordené airada.

Los matones, al verme sin ningún objeto preciado para ellos, desaparecieron, y yo regresé a casa andando con lentitud, llorosa y descalza, detrás de mis hermanos.

Cuando llegué a mi casa, en mi jardín trasero estaba mi perfecta bicicleta, pero ya no era tan perfecta como antes. La Rana había colocado por todos lados pegatinas de calaveras y monstruos, de esos adhesivos irritantes que no se pueden quitar.

Ese día puse en mi lista:

«5. Que me defienda de todos los matones del mundo (incluida mi vecina).»

Una semana después, la niña desagradable apodada por mí la Rana, tenía una bicicleta idéntica a la mía, y yo, amablemente, le devolví el favor adornándola con pegatinas de las que no se pueden quitar, en este caso de haditas, unicornios y princesas. Me gasté la paga en ellas, pero mereció la pena al ver la cara horrorizada de la chica.

Pero la última trastada sin duda era la peor de todas: había repartido carteles por todo el pueblo donde me regalaba y decía que era defectuosa y, como la muy estúpida no sabía dibujar, había puesto una foto mía y le había pintado cuernos, un rabo y un enorme y espantoso bigote.

Sin embargo, la venganza estaba por llegar y me estaba quedando un retrato perfecto. Después de terminar el dibujo lo escanearía y crearía el cartel adecuado para mi vecina. Haría doscientas copias y lo distribuiría por todo el pueblo...

...

El jefe de policía, Choi Soobin, tenía un día de lo más monótono y aburrido, así que se asomó por la puerta de la pequeña comisaría para observar el tráfico y saludar a los transeúntes.

Le resultó un poco raro ver a Jeong Jinsol aparcar su bicicleta cerca de la puerta y dirigirse hacia él. Miró confuso los adornos de pegatinas de la bici, preguntándose por qué una niña tan educada y distinguida deseaba tener monstruos y calaveras en su bici, asumiendo al fin que eran cosas de críos que él nunca entendería.

Menos mal que él, con treinta años, aún no tenía perspectiva alguna de casarse o formar una familia, todavía le quedaba tiempo para pensar en todas esas cosas...

Sus pensamientos fueron interrumpidos de repente por una dulce voz.

—Señor Choi, tengo que hablar con usted sobre un crimen.

Terence miró sorprendido a la niña y la condujo dentro. Él se sentó detrás de su escritorio y la pequeña en una silla contigua.

—Bien, preciosa, cuéntame todo lo que quieras, aquí nadie te hará daño.— comentó el jefe de policía preocupado por la chiquilla.

—Quiero que detenga a mi vecina por exhibicionismo; sé lo que significa la palabra y he leído por Internet que se puede detener a una persona por alteración del orden público y exhibicionismo.

—¿Quieres que detenga a Kim Jungeun y la meta en la cárcel?— preguntó el jefe de policía algo pasmado.

—No hace falta que vaya a la cárcel, puede simplemente echarla del pueblo.— propuso alegremente la niña segura de haber conseguido su objetivo.

—Bueno, Jinsol, verás: antes de poder denunciarla y de que yo la meta en la cárcel o actúe de algún modo, debes tener pruebas del delito. Exactamente, ¿qué fue lo que hizo Jungeun?

—¡Sacó el culo por la ventana de su habitación y nos lo enseñó a mí y a mis amigas del club de exploradoras!— contó ella indignada.

—Esto... Yo... Lo siento mucho pequeña, pero no puedo meter a nadie en la cárcel por enseñar el culo.— respondió Choi.

—Lo suponía...— suspiró Jinsol resignada.— Entonces, ¿puedo colgar este cartel en su tablón de anuncios?

—Sí, por supuesto. Pero aquí nadie lo verá. Ese tablón sólo lo usamos para los sospechosos que buscamos.

—No importa, tengo más para repartir por todo el pueblo.— comentó Jinsol mientras colocaba el cartel.— Muchas gracias por su tiempo señor Choi, y hasta luego.

Cuando Choi vio marcharse a la niña calle abajo hacia las tiendas del lugar, le picó la curiosidad y se acercó al tablón para ojear lo que anunciaba.

«Se busca», ponía en letras grandes encima del dibujo de un trasero. Debajo de éste, en letras más pequeñas, podía leerse: «Por si tienen dudas, la sospechosa de la caricatura es Kim Jungeun. Se le busca por exhibicionismo y alteración del orden público. Tengan mucho cuidado: es peligrosa, ya que su culo siempre va armado.»

Choi no paró de reír ni un segundo mientras se dirigía hacia el teléfono de su oficina y marcaba un número ya conocido por todos en ese pueblo.

Cuando atendieron su llamada, simplemente dijo entre risas:

—Apuesto nueve mil wons por Jeong Jinsol.

Un nuevo punto se añadió ese día a la lista de Jinsol cuando ésta finalmente llegó a su casa:

«6. Que no lo busque la policía.»

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