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Capítulo 9: Desnuda tu alma; o tu médula.

Las lágrimas empezaron a caer de los ojos verdes de Cassidy y a rodar por sus mejillas. Lo que su hijo mayor acababa de decir no podía tener fundamento. Alan abrió los ojos de par en par, pensando que su madre perdería la conciencia allí mismo. Gracias a dios no lo hizo. Alan cerró los ojos con fuerza y puso sus manos sobre los hombros de su madre.

— ¿Por qué dices eso? Tu hermano murió producto al incendio. Tú no tuviste la culpa. —Sostuvo su mano para calmarlo.

—Mamá, ¿recuerdas la antorcha que me regalaron ese año tú y papá por los reyes? —Ella asintió llorosa —. Ese día me pareció gracioso jugar a los piratas con las cortinas, le dije a Bryan que eran las velas del barco. Pero no medí bien las cosas y la antorcha terminó incendiando las cortinas. —explicó Alan con lágrimas al recordar los gritos de su hermano pequeño.

—Dios…

Cassidy se llevó las manos a la boca, sin poder creer nada de lo que Alan decía.

—Le dije a Bryan que se quedara ahí vigilando que el fuego no se extendiera, y salí a buscar el extintor que teníamos en el patio. Pero cuando regresé mi hermano no estaba allí. Lo dejé solo mamá.

Alan agachó su cabeza con tristeza, su hermano ya no estaba por su culpa. Mientras lloraba su madre lo consoló. Había sido un terrible accidente, pero él no tenía la culpa de la muerte de Bryan.

—Alan, mírame. No fue tu culpa.

Las lágrimas resbalaban por la cara de Alan. Cassidy se quedó sin aliento. ¿Cómo enfrentas algo así? Una vida llena de secretos no es para nada saludable. Ya se lo decía su abuelo antes de morir: «dormir para no pensar, callar para no gritar, reír para no llorar y olvidar para no sufrir». Y eso era lo que Alan tenía pensado hacer: olvidar.

Dos horas después de la charla llena de dolor con su madre, Alan cruzó la puerta de su apartamento algo más calmado. No tenía ganas de estar con nadie, quería estar solo, remordiéndose la conciencia en soledad. Pero al entrar vio unas largas piernas y un hermoso cuerpo que tanto recordaba acostado en su sofá.

Serena no había podido irse del lugar por miedo a que alguien entrara en el apartamento, después de todo no tenía las llaves para dejar la puerta bien cerrada. Estaba tan cansada que cuando Hazel se durmió, ella aprovechó para tirarse un ratito en el sofá de tres plazas de color beige. Cuando sintió el golpe de la puerta cerrarse, pegó un respingo que terminó por despertarse. Delante de ella tenía a Alan mirándola fijamente.

Serena podía notar que los ojos del pelirrojo recorren su cuerpo de arriba hacia abajo. Sus pezones se endurecen bajo el calor de su mirada y chocan contra la tela de la camiseta que llevaba puesta. De manera inconsciente, ella tira del bajo de esta intentando que la cubra un poco más, a lo que él responde con una sonrisa hambrienta. La mirada de Alan acaricia cada milímetro del cuerpo de Serena.
En un momento determinado Alan la tomó de la mano para ponerla de pie frente a él. Sus ojos absorben cada parte del cuerpo de ella. Las piernas de Serena tiemblan por una mezcla de miedo, anticipación y deseo, todo lo que impide que logre reaccionar para escapar de allí. Sin desviar su mirada de la suya, Alan levanta la mano derecha y con el dedo índice acaricia el perfil de su cara. Es un toque suave, una caricia delicada, pero hace que Serena se estremezca. Él pasea su dedo hasta posarlo en su labio inferior, y una corriente eléctrica recorre todo el cuerpo de ella. Serena ahoga un gemido y sus ojos se vuelven más oscuros todavía.

Alan coloca una mano en la cintura de Serena, logrando atraerla hacia si con ímpetu, la tiene tan cerca que casi puede notar el movimiento de su respiración agitada. Ahora es todo o nada. Él va tan despacio, que Serena comienza a impacientarse. Porque en su interior sabe que ella también se muere por volver a sentir sus labios en los suyos, necesita que la bese, desea sentir y saborear de nuevo su boca más de lo que nuca ha deseado nada.

Cuando ya prácticamente puede sentir sus labios apoderándose de los suyos y su respiración excitada acariciarle la piel, Serena cierra sus ojos esperando el ansiado momento. Sin embargo, lo único que siente es la profunda voz de Alan susurrando:

—Si quieres besarme, vas a tener que ser tú quien lo haga.

La morena abrió los ojos de golpe y clavó su mirada en esos labios que, aún sin tocar, ya podía sentir; esos labios que se moría por conquistar. Sin pensar, tragó saliva y recorrió la escasa distancia que los separa para posar su temblorosa boca sobre la de Alan. Ahoga un gemido de placer al sentir como se unen, como encajan a la perfección, como si fueran dos piezas del mismo rompecabezas  esperando ser unidas.

Sin hacerse de rogar, Alan intensifica el beso. Serena abre la boca y la lengua de Alan acaricia la suya con urgencia. Sus manos continúan pegadas a su cintura, pero ya no hay espacio entre sus cuerpos. Él está excitado, apretándose contra ella. El cuerpo de Serena ha dejado de luchar, está listo para ser moldeado por las manos del chico, y ella no piensa poner resistencia, lleva tiempo resistiéndose a sus sentimientos.

—Nunca, nunca vuelvas a escaparte de mí —le pide Alan con voz suave, pero con una determinación aplastante.

Como única respuesta, Serena busca sus ojos y lo mira con la vista nublada del deseo, mientras las piernas se le doblan ante una nueva caricia.

—Yo no escapé de ti —se justificó ella.

Alan la miró, ambos sabían que no era momento para esa conversación.

—Serena, fuiste la forma más triste y bonita que tuvo la vida de decirme que no se puede tenerlo todo —susurro Alan.

— ¿Fuiste? —preguntó ella, aturdida por los besos del chico.

—Sí, fuiste. Porque te juro que te quiero, te he querido y te querré más que a nadie, pero ya no voy a intentarlo más —y dicho eso se apartó, dejando a Serena con frío sin sentir su presencia.

Ella no entendía lo que Alan quería decir. ¿Acaso se estaba echando para atrás con Hazel? Pero no preguntó, porque acababa de ser rechazada por el que creía, era el amor de su vida. Ella solo sonrió, como si nunca hubiera llorado por él. Salió del apartamento con su hija en sus brazos con la promesa de jamás pisar ese lugar, ella no lo dijo, pero sobraban las palabras.

Una semana después de la última conversación con Alan, Serena y él no se habían hablado más. Él visitaba a la niña en el hospital, pero cuando Alan llegaba, Serena se iba. Ambos evitaban estar solos en la misma habitación. Cada tarde, cuando Alan iba al hospital y veía la carita de su pequeña, los ojos se le encharcaban y su corazón se aceleraba ante la mera posibilidad de que esta pesadilla pueda tener, quizás, un final feliz.

Aquel 23 de Enero marcaría un antes y un después en la vida de Hazel. En vista de que todos los análisis le habían dado bien, el médico había programado el trasplante lo más rápido posible. Todos, familia y amigos esperaban en la sala del hospital.

— ¿Te encuentras bien? —le preguntó Marla a Serena mientras se dirigían a la cafetería del hospital a por un café.

— ¿Por qué lo dices? —preguntó ella, haciéndose la inocente.

—Estás rara —respondió Marla, sin apartar la vista de su cara, pendiente de cada uno de los gestos de su amiga.

Lo que Marla no sabía era que, aunque Serena estaba nerviosa porque su hija ahora mismo estaba siendo operada, también tenía un secreto que desde el juicio la atormentaba. Su abogado, Cooper Llorca le había dicho después de ganar el juicio que había hecho cualquier cosa por ayudarla, incluso no les cobró un solo céntimo, y cuando ella preguntó el por qué, él le había confesado que Marla era su hija. Aquello tomó a Serena por sorpresa. Ella mejor que nadie conocía la historia de su amiga, de cómo murió su madre y de cómo fue a parar a un orfanato. No podía evitar sentirse feliz por ella, que siempre había añorado un padre, pero también sentía celos, porque su padre, Rene Rice, la había dejado abandona después de criarla hasta los cinco años. Ella nuca le perdonaría eso, jamás. Todos sus traumas con los pelirrojos habían sido por culpa de su padre, por culpa de aquel pelirrojo imbécil que no supo luchar por su hija pequeña. Y ahora estaba intentando buscar su perdón.

Por supuesto que Marla no sabía nada de aquello, Cooper le hizo jurar que guardaría el secreto, y así lo había hecho.

Dos horas después del trasplante, el medico que atendía le caso de Hazel salió a dar las noticias.

—Serena, familia —el doctor Pierce se acerca a ellos por el pasillo, con una gran sonrisa en el rostro.

—Doctor, me alegro de verlo. ¿Cómo salió todo? —preguntó Serena preocupada.

— ¡Fenomenal! Hazel está muy bien, se está recuperando y pronto la tendrán corriendo por todos lados —sonrió Carlos Pierce.

Serena, incapaz de aguantar la emoción, salta a los brazos del médico para abrazarlo, dejando a Carlos sonrojado. Cuando se separan, ambos se miran, el corazón de Carlos parece un potro desbocado dentro de su pecho. Con manos temblorosas, Serena se aparta lo suficiente para no dar una idea errónea a todos los presentes, incluidos la madre de Alan. Ella quiso preguntar también por él, pero no le importaba.

— ¿Cuándo podemos verla? —preguntó Marla.

—Dentro de una hora, ahora está bajo los efectos de la anestesia. —Explicó Carlos.

—Todos preguntan por la pequeña, pero mi hijo a nadie le importa. Y debería de importarles, ya que fue su médula la que salvó a la niña —habló Cassidy.

—Cassidy —le regañó Oliver.

—Señora, su hijo también se encuentra bien. Dentro de poco ya puede volver a levantarse y hacer su vida normal —volvió a explicar Carlos.

Antes de que el médico se marche, Serena lo tomo del brazo para apartarlo de la multitud.

—Carlos, ¿de verdad los dos están bien? —indagó ella.

—De verdad. Jamás te mentiría —y lo dijo con doble intención. Carlos sabía la historia de Serena y Alan, ella misma se lo había contado en esos días que Hazel estuvo hospitalizada. Ambos se habían vuelto muy unidos.

Antes de marcharse, Carlos se acerca a Serena para besar con suavidad su cabeza en un gesto de respeto. Nadie lo notó, todos estaban entretenidos con las buenas noticias. Luego se aleja por el pasillo con una sonrisa en sus labios, ya que era la primera vez en dos meses que Serena permitía que él se acercara. Carlos sabía que lo tenía difícil con ella, el fantasma de cierto pelirrojo siempre iba a interponerse entre ellos.

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