Capítulo 8: La confesión.
Un mes después...
Serena respiró hondo antes de abrir la puerta del auto de Cooper Llorca, el abogado que sus amigos habían contratado. Marla ya se había subido al asiento del copiloto. Serena necesitaba un momento para reponerse, o quizás para pellizcarse. ¿Esto estaba pasando realmente? Serena Rice iba camino al juicio que definiría la custodia de su hija y su libertad definitiva. Gracias al abogado le habían otorgado la libertad bajo fianza, solo tenía que esperar el juicio en prisión domiciliaria, que no tuviera antecedentes facilitó el proceso.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la jueza, mirando directamente a Serena.
—Sí, mucho mejor, gracias —respondió.
—Me alegro, prosigamos a comenzar.
La jueza mandó a tomar asiento y Cooper comenzó a explicarle la situación.
—Señoría, mi cliente no es culpable de los hechos que se le amputan. Entienda que en ese tiempo mi cliente no tenía los recursos necesarios para otorgarle rl mejor servicio médico a la pequeña. —Cooper hizo una pequeña pausa para luego proseguir —. Estos son los recibos médicos que verifican que la niña fue atendida en el hospital —concluye, mostrándole a la jueza los documentos.
Ella los mira con cara de pocos amigos y los analiza detenidamente. Cuando ha terminado, se recuesta en su silla, cruza los brazos sobre su pecho, y pasea su mirada sobre Serena.
—Abogado, ¿es consciente usted y su representada de que se le acusa de maltrato infantil? —la voz seria de la jueza hace a Serena pegar un respingo.
A Alan le sudaban las manos, le temblaban las piernas y su lengua parecía hacerse convertida en cemento seco. Mira ansioso a su madre, esperando que emita alguna objeción.
—Lo somos, señoría. Pero si la pequeña en ese momento recibió atención médica, no podemos alegar que haya existido maltrato alguno.
—Justamente, abogado —declara la jueza, después de escuchar a Cooper y de permanecer callada durante unos minutos, que se hacen interminables —. Pero, teniendo en cuenta las circunstancias de este caso, creo que lo mejor para la menor es cerrarlo lo antes posible —añade, antes de quedarse callada nuevamente como si estuviese pensando sus palabras —. Por ello, este juzgado expenderá una solicitud para que el hospital nos verifique estos documentos presentados aquí.
La parte contraria comenzó a gritar incoherencias. Cassidy se levantó con ímpetu de la silla.
—¡Objeción su señoría! —gritó a todo pulmón —. Recuerde que estamos hablando de una menor, a la cual su propia madre dejó enfermar por no tener los recursos necesarios para atender a la niña. Y también recuerde que mi cliente no tenía idea de que tenía una hija, porque ella se lo ocultó.
Señaló a Serena con odio al decir las últimas palabras.
—Baje la voz, abogada —le pidió la jueza a Cassidy —. Todo eso lo tenemos presente. Ahora si no tiene nada más que decir, me gustaría que no me interrumpiera más, es hora de dictar sentencia.
—Muchas gracias, señoría —agradece Cooper.
A Serena no le faltaba nada para echarse a llorar delante de la jueza, pero no lo hizo.
—La acusada de pie, por favor —pide un oficial en la sala.
Serena se levanta, algo nerviosa.
—Este tribunal declara a la acusada... inocente. Queda liberada de todo cargo judicial. La menor quedará al cuidado del hospital hasta su operación y recuperación, ambos padres pueden visitarla, ya luego quedará al cuidado de su madre, Serena Rice.
En la sala se escuchan risas, llantos, y hasta elogios hacia la jueza. Marla da grititos de alegría, Jonah la abraza, Serena besa al abogado y hasta Alan sonríe, porque en el fondo él no quería llegar a esto. No se podía decir lo mismo de Cassidy, no estaba para nada conforme con aquella desición.
Alan se acerca a Serena, necesitaba felicitarla y tal vez, pedirle perdón.
—Felicidades —suelta, algo sonrojado.
Serena se tensa al girarse y ver los ojos de él clavados en los suyos. El dolor que ve en ellos hace que su corazón se encoja.
—Gracias.
Alan se queda callado un momento y cierra los ojos, apretándolos con fuerza.
—¿Podemos hablar en privado? —pregunta él.
—Poder, puedo; pero no tengo claro que quiera —ella hace por irse, pero él la detiene agarrándola de la muñeca.
—Dame solo cinco minutos, por favor. Sé que no tengo derecho a pedírtelo, pero me gustaría hablar contigo.
—Está bien, pero solo unos minutos —concede finalmente.
Él sonríe, con la seguridad de quien sabía ganada la batalla antes de lucharla. Serena pone los ojos en blanco y abandona la sala, escuchando sus pasos detrás de ella.
Unos minutos más tarde, ambos caminan por el paseo de la costa, muy cerca del tribunal. En cuanto Serena pisa el agua y siente la suave y fría sensación de la arena colándose en sus zapatos, cierra los ojos durante unos instantes, e inspira profundamente dejando que la brisa del mar le acariciara la cara, y disfrutando de ese olor a sal que tanto le gustaba. Las preocupaciones de todos esos días atrás parecían desvanecerse por un instante. Abre los ojos y observa a Alan mirándola con una expresión extraña que es incapaz de descifrar.
—La costa me relaja —explica, sin que Alan haya preguntado.
Él asiente con la cabeza y, sin añadir nada, comienza a caminar. Finalmente, suelta un suspiro y la mira.
—Siento haberme portado como un idiota. No sabía lo que estaba haciendo.
—Puede ser —admite ella —. ¿Recuerdas el osito rosa que llevaba Hazel en la mano? —pregunta Serena sin dejar de mirarlo.
—Sí, mi madre y yo insistimos en quitárselo, pero no pudimos lograrlo, no se separa de él —explicó, recordando el terrible momento en que intentaron semejante idiotez.
—Se lo regalaste tú. —Sus palabras dejaron a Alan confundido.
—¿Cómo dices? —preguntó, sin ocultar su sorpresa.
—El osito rosa, se lo regalé yo cuando tenía seis meses, pero le dije que había sido un regalo de su padre. Dormía con él todas las noches.
—No es que no me importe lo que le pase a la niña. No soy un monstruo tan terrible como crees —intentó justificarse.
—No creo que seas un monstruo —le contradijo enseguida.
—Sí lo crees, y lo entiendo. He arruinado tu vida y de paso la de mi hija, por idiota. Pero en ese tiempo perdí a mi mejor amigo y a tí.
Su revelación la dejó helada. Sus ojos son un libro abierto de sus emociones; la felicidad con la que la miraba la asusta. Son tan azules como el océano, pero ahira que se está acercando lentamente hacia ella con gran determinación reflejada en ellos; sueltan tanto calor que bien podrían estar hechos de fuego. Serena traga saliva cuando Alan llega a donde está. Su cuerpo está a tan solo un par de centímetros del suyo.
—Tengo que hacer algo, necesito hacer algo que llevo deseando desde el día en que apareciste de nuevo en la puerta del bar —dice él despacio, haciendo incapié en cada palabra.
Serena, incapaz de decir nada y mucho menos de mover un solo músculo, lo mira con una mezcla de miedo, anticipación y deseo, mucho deseo. Alan posa sus manos sobre sus mejillas, sus pulgares acarician suavemente su piel, y sin dejar de mirarla, se acerca lentamente y posa su boca sobre la de ella. En el momento en que sus labios se rozan, una corriente eléctrica hace temblar a Serena. Es un beso firme pero dulce a la vez. Ella suelta el bolso, que cae al suelo, y sus dedos se enredan en su pelo. Él, animado por el gesto, aumenta un poco la presión de sus labios sobre los de ella. Él muerde ligeramente su labio inferior y ella jadea pegándose más a su cuerpo. Sus lenguas luchan, juegan, se buscan mientras ambos se devoran cada vez más. Continúan besándose cada vez con más fuerza y deseo, como si llevaran toda la vida esperándose, hasta que Alan para y posa su frente en la de ella. Con sus ojos cerrados y todavía jadeando, murmura:
—Si todavía tienes que irte, es mejor que lo hagas ahora.
Serena asiente, intentando recuperar la respiración. Todavía no puede creer lo que acaba de pasar.
—Es mejor que lo haga ahora —musita.
Alan asiente, suspira y se separa de ella para dejarla irse. Serena escapa lo más rápido posible.
Al día siguiente cuando Serena se despertó, ya eran casi las ocho de la mañana. Se duchó, se lavó el cabello, y se vistió a toda velocidad. Corrió a su habitación para ponerse un vestido corto, de mangas cortas, con flores rojas y amarillas. Se había pasado todo el día desconcentrada y nerviosa pesando en las palabras de Alan. Estaba muerta de miedo, pero también deseosa que llegara el momento de volver a verlo. A media tarde, Marla y Jonah se habían pasado por la cafetería donde Serena había encontrado trabajo.
—¿Se puede saber qué demonios te pasa hoy? —preguntó Marla, mirándola con el ceño fruncido.
—¿Por qué se supone que tiene que pasarme algo? —respondió a la defensiva.
—Estás echando el café encima de la barra en vez de en la taza. ¿Te llega o quieres que siga?
Le tuvo que contar lo del beso con Alan. Su amiga podía llegar a ser muy persuasiva.
— ¡Por fin! ¡Ya era hora de que pasara algo entre ustedes! —Marla levantó la voz, y aplaudía sonriendo y guiñándole un ojo a Serena.
— ¡Marla! —exclamó Serena, poniéndose todavía más nerviosa de lo que ya estaba gracias a la bruta de su amiga.
—Tengo razón y lo sabes.
Serena baja la mirada, no le gustaba que la presionaran con temas relacionados al corazón. No se sentía cómoda y Marla lo sabía. Su amiga se acerca más a ella, sentándose en el borde de la mesa y pone su mano encima de la suya.
—Mírame —le pide. Ella lo hace, y cuando sus miradas se encuentran, observa en sus ojos todo el cariño incondicional que siente por ella—. No pretendo juzgarte ni ser metida en lo que no me importa. Si te digo todo esto es porque en todos los años que llevo a tu lado, nunca te había visto mirar a nadie como he visto que miras a Alan; nunca te había visto alterarte tanto por un hombre, y vale que el pelirrojo se las busca, pero aún así veo que te gusta.
Las lágrimas inundan los ojos de Serena y resbalan por sus mejillas. Marla las seca y continúa hablando:
—Si de verdad Alan te gusta tanto como yo creo y veo, es hora de que olvides tus venganzas, tus rencores y todo ese odio que dices sentir por los pelirrojos. Entiendo que tu padre es un pelirrojo hijo de puta, entiendo que tu infancia te ha marcado, entiendo que Hazel está de por medio, incluso entiendo que Alan no te la ha puesto fácil, pero… deberías de intentarlo. Sobre todo por Hazel.
—Lo sé —admite con un hilo de voz diminuto —. Admito que la ida de mi padre sembró en mí ese odio hacia los pelirrojos, también admito que me gusta Alan, pero entiende que es difícil para mí olvidar todo lo que me ha hecho vivir estos últimos dos meses.
—Cuando hay amor, esas cosas se perdonan, Serena.
Asiente de nuevo, sabiendo que otra vez su amiga tiene razón, y ambas se abrazan.
—Y ahora, lo más importante que venía a decirte —le dice —. No sé si lo sepas, pero Jonah me dijo que Alan había nacido con algo llamado… —Marla hace una pequeña pausa, tratando de recordar el nombre exacto —, ¡ah sí! intersexual. A lo mejor eso tiene algo que ver con la enfermedad de Hazel.
Serena no sabía que significaba esa palabra, por lo que sacó del bolsillo de su delantal su teléfono móvil y buscó la palabra en internet. San Google debía saber que era.
¿Qué significaba aquello? ¿Qué Alan había nacido hombre y mujer? Pero como… cuando ella se había acostado con él no recordaba haber visto nada fuera de lo normal. Rápidamente Serena llamó a la pediatra de Hazel para informarse mejor, estaba convencida de que aquello tenía algo que ver con la condición de la niña.
Marla la miraba de forma rara. En ningún momento emitió palabra alguna, solo la miraba hablar por teléfono.
Ocho minutos después Serena estaba más calmada, ya que la doctora le había dicho que lo de Alan no tenía nada que ver con la Aplasia Medular que padecía Hazel. No obstante aquello ella no se lo podía guardar por dentro, llamaría a Alan y se lo restregaría en su cara.
En cuanto Serena terminó su turno en Macy’s Coffee, se presentó en la casa de Alan. Con decisión llamó a la puerta. No era tan tarde, apenas las ocho y media; quizás ya no estaría en casa, igual debería haberle avisado de que iba a ir a visitarlo con Hazel. Las cosas habían cambiado un poco desde el juicio.
— ¡Ya voy! —Escuchó la voz aguda de Alan y sonrió feliz de escucharlo.
—Hola —la saluda, lanzándose sobre Hazel en cuanto abre la puerta. Hazel se echa a sus brazos y él la levanta.
—Hola, me alegro de que estés en casa.
Serena entró en el apartamento, se sentó en el sofá y arrojó el bolso con las cosas de Hazel en la mesita de centro. Una vez cómoda, decidió que ya era hora de contarle lo que sabía a Alan. Quizás fuera algo cruel, pero quizás Alan no lo sabía.
—Tengo algo que contarte, pero no sé cómo decírtelo —confesó Serena, angustiada.
—Por Dios, Serena, pensé que ya no habría más secretos entre nosotros.
—Es que esto no se trata de un secreto mío. Resulta que me acabo de enterar por Marla y Jonah que naciste con cierta condición bastante peculiar —explicó.
— ¿De qué hablas? —preguntó él extrañado.
—Alan, naciste intersexual —soltó sin más.
— ¿Qué es eso?
Serena no quería terminar de contarle aquello, tenía la sensación de estar decepcionándolo, pero se sentía incapaz de hacer otra cosa, después de todo ya había empezado a hablar.
—Naciste hombre y mujer, pero supongo que tus padres te habrán operado de pequeño.
Alan se quedó de piedra. ¿Qué significaba eso? Seguro Serena estaba delirando, o peor aún, inventándose aquello para hacerle daño, seguro buscaba venganza por todo el daño que él le había hecho.
— ¿Cómo? —preguntó él aturdido.
Serena no tuvo tiempo de explicar nada más, cuando intentó volver a hablar. Alan ya había dejado a Hazel en el suelo y había salido corriendo del apartamento.
Alan estaba confundido, no sabía cómo actuar, lo único que tenía claro era que su madre y su padre tenían mucho que explicar.
En milésimas de segundos llegó a la puerta de la mansión de sus padres, sin ser consciente de cómo se había subido en su coche y mucho menos de cómo había conducido hasta allá. No le importaba. Lo único importante es que él quería saber la verdad, su verdad. Se agarra a la manilla, apoya la frente en ella y cierra sus ojos con fuerza. Su cabeza le decía que huyera, que se escondiera debajo de una piedra y se alejara todo lo posible de todo aquello.
—Mamá, ábreme la puerta. —No se lo estaba pidiendo, ni tampoco suplicándolo.
Su voz dura sonaba molesta a través de la puerta del dormitorio de sus padres. Cassidy se había encerrado allí. Que su esposo decidiera marcharse la había sumido en una profunda depresión. En esos días había comprobado que, a veces, cuando se trataba de Alan, su cabeza reaccionaba de manera distinta. Y cuando quiso darse cuenta, la puerta estaba abierta de par en par. Y los ojos de su hijo clavados en los suyos.
Sin pedir permiso ni desviar su mirada de la suya, Alan avanza entrando en el dormitorio a la vez que su madre retrocede; no puede apartar los ojos de ella. El cuerpo de Cassidy está en tensión pero, aun así, la presencia de su hijo es como un bálsamo reparador. Por primera vez en horas, Cassidy consigue respirar sin que el aire le queme sus pulmones. De un portazo, Alan cierra tras de sí.
—Explícame algo… ¿es cierto? —indagó Alan, ladeando su cabeza hacia el lado derecho.
— ¿A qué te refieres? —preguntó su madre secándose dos lágrimas traicioneras que todavía corrían por sus mejillas. Su hijo no sabía que su padre se había marchado de la casa.
— ¿Quién soy? Niña, niño, hombre, mujer ¡Responde, maldita sea! —empezó calmado para luego ir subiendo el tono de voz.
—Alan. Cariño…
—No soy tu cariño, Cassidy. Quiero la verdad.
—Naciste intersexual. Es una condición que desarrollan algunos bebés que nacen con ambos sexos. Pero a ti te operaron de pequeño. Eres un hombre, hecho y derecho.
— ¿Por qué nunca me lo contaron? Tenía derecho a saberlo —dijo Alan dolido.
—Eso no es algo que se pueda contar tan fácilmente.
— ¿Y mi padre lo sabía?
—No. Nunca se lo dije.
Alan estaba nervioso, sus emociones eran una montaña rusa de sentimientos que él no sabía cómo controlar. Tenía ganas de salir corriendo y no hablarle a su madre más nunca en su vida, pero no podía hacer eso. Porque en el fondo él también tenía un secreto que no había contado. Quizás ya era hora de sacarlo a la luz.
—Perdóname, hijo —masculló Cassidy bajito.
—Mamá, yo maté a mi hermano.
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