Capítulo 5: El gran error de Alan.
Serena se asomó a la cuna para ver a su hija, Hazel dormía placidamente. La pequeña ya tenía doce meses. Doce meses de vida y cinco de luchar contra una enfermedad. Dios, le daba tanta pena aquella situación. Serena se inclinó y le dio un beso en la frente. Los ojos se le llenaron de lágrimas de tristeza, una tristeza que le desbordaba el pecho. Ella siempre había temido que una vez que Alan supiera de la existencia de Hazel, este intentara quitarle la custodia de la niña.
Tres días después de que Alan le pidiera la prueba de paternidad, los peores miedos de Serena se hicieron realidad. En la puerta de su apartamento estaba parada una asistente social con una demanda de custodia. Estaba jodida. Jodida de verdad. Serena apretó los dientes con fuerza, casi pudo escuchar como le crujían las mandíbulas de la presión que estaba ejerciendo. No esperaba eso de Alan, pero le hirvió la sangre en las venas. ¿Qué esperaba Alan de aquello?
Serena cerró la puerta tras recibir la maldita citación por la custodia. Se apresuró hacia la alacena de la cocina donde guardaba los cubiertos y cuchillos y rebuscó hasta dar con el cuchillo de cortar carne. Lo agarró y salió camino a la puerta. Marla, que hasta ese momento se mantenía sentada en el sofá viendo la televisión, se percató de las intenciones de Serena, logrando detenerla a tiempo.
—¡¿Qué haces loca?! —gritó Marla mientras la agarraba del brazo.
—¡Ese idiota se atrevió a pedir la custodia de Hazel! —espetó Serena, enseñándole a su amiga el papel de la demanda —. ¡Voy a matarlo!
—No puedes hacer eso, piensa. Si lo matas Hazel morirá sin ese trasplante y tu vas a ir a prisión — trató de convencerla —. ¿Eso es lo qué quieres?
Serena pareció pensarlo.
—¡No sé para qué mierda he venido aquí! —se amonestó Serena —. ¡Tenía que haber esperado la lista de espera!
Con un gesto brusco se dio la vuelta y abrazó a su amiga. No iba a matar a Alan, pero buscaría la manera de acabar con él, de eso estaba convencida.
Oliver Cook daba vueltas en su despacho ante la atenta mirada de su hijo menor. Lo había hecho venir cuando en la mañana revisó el correo y se encontró una citación de custodia de un menor entre tantos papeles. Oliver se preguntaba si Alan había sido capaz de hacer algo como eso.
—¿Lo hiciste? —le preguntó su padre; preocupado por su respuesta.
—¡Por supuesto que no, papá! —exclamó Alan —. ¿Por quién me tomas?
—Entonces ¿de dónde ha salido esta citación? —Oliver agitó el papel en la cara de su hijo.
—No lo sé.
Alan no sabía de dónde había salido, solo tenía claro que él no era capaz de hacerle eso a Serena. Atando cabos sueltos, de repente pensó en las palabras de su madre. Estaba claro quien había presentado la demanda en su nombre. A estas alturas Serena ya debía de haber recibido la citación. Su madre era la causante de todo aquello; y él tendría que pagar los platos rotos.
Oliver se había presentado en casa de Serena dos días después de la charla con Alan. Lo hizo sin avisarle a nadie. Al abrir la puerta, Serena no tenía ni idea de quién era ese hombre vestido de traje de chaqueta negra y sin corbata.
—Hola —lo saludó, tratando de no ser grosera.
—Hola —respondió él en tono neutro, tenía que reconocer que la madre de su nieta era bonita —. Espero no... llegar en mal momento —dijo.
Serena se rascó el cuello. Aún no sabía quién era ese hombre y mucho menos qué quería.
—Soy Oliver Cook —se presentó, extendiéndole la mano para saludarla.
Serena abrió la boca con asombro. Desde luego que el apellido lo conocía. No entendía que hacía ese hombre allí, seguro se había enterado de Hazel y buscaba conocerla. Ella no le correspondió el saludo, no tenía por qué hacerlo, al fin y al cabo su hijo quería quitarle a Hazel.
—¿Qué quiere? —le dijo con grosería.
—Tranquila, solo he venido a brindarle mi ayuda. Soy abogado de familia. —explicó él —. ¿Puedo pasar?
Ella estaba indecisa, pero al final cedió. Después de todo no le costaba nada escuchar lo que había venido a decir.
—Pase —dijo al fin.
Oliver lanzó un rápido vistazo a su alrededor. Desde donde se encontraba podía ver el salón y la cocina. Las paredes eran de un color rosa pálido, la alfombra y las cortinas grises y los muebles estaban desgastados. El entorno era acogedor, pero no habían lujos y mucho menos espacio para criar un hijo.
—Quiero ayudarte. No estoy de acuerdo con quitarte la custodia de la niña —Oliver fue sincero.
Serena tragó saliva, pero apenas podía. Tenía la boca seca. Tuvo la sensación de que el mundo abría una puerta llena de luz y ella entraba allí.
—No entiendo. Usted, el padre de Alan ¿quiere ayudarme? —preguntó nerviosa.
—Sí. Voy a ser tu abogado en el juicio —repuso él, terco.
Serena estaba contenta con aquello; pero no se podía permitir mostrar su alegría. No delante de ese hombre, por el momento. Se repitió que debía mantener la cabeza fría.
—Gracias —fue lo único que dijo.
La siguiente semana pasó sin ningún contratiempo, hasta que Serena se encontró con Alan en el centro comercial. Ella y Hazel habían ido a comprar los regalos de Navidad. Serena trató de evitar que las viera, pero gue en vano; Alan las vio.
—No voy a permitir que te quedes con mi hija —atajó Serena en cuanto Alan se acercó.
—Nuestra hija —la corrigió Alan, enfatizando con intención la palabra «nuestra» —. Se te olvida que también es mía, y que tengo tantos derechos sobre ella como tú. Incluso más —dijo con una suficiencia que a Serena le sentó como si le pisara las tripas —. Me ocultaste que era mi hija, y no creo que eso le haga mucha gracia al juez.
Alan no pretendía decir nada de eso, pero el inminente ataque de palabras de Serena lo había hecho soltar todas aquellas babosadas.
¡¿Qué mierda estaba diciendo?! Serena sintió un repentino pánico.
—¡Eres un hijo de puta! —le gritó.
Hazel miraba a Alan con curiosidad, seguro se preguntaba quién era. La pequeña pelirroja bajó la mirada y algo en Alan le dio desconfianza porque enseguida comenzó a llorar y gritar. Serena ya sabía lo que pasaba cuando su hija lloraba de ese modo; otro viaje al hospital.
—Siempre que te ve comienza a llorar —le recriminó ella tratando de calmarla.
Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos azules de Hazel, al igual que la sangre de su nariz. Serena se apresuró a sacar un clínex del bolso para limpiarla. No tardó tanto para que Hazel perdiera el conocimiento, Serena sabía que esas eran las consecuencias de que la niña se alterada. Esta vez no se inmutó a pedir ayuda, ella misma agarró a su hija, la montó en el auto y salió disparada hacia el hospital. Alan la seguía en su coche.
Casi tres horas de espera, hasta que ven aparecer al médico por la puerta de acceso restringido. Revisa una vez mas los papeles que lleva en la mano, antes de levantar la vista y dirigirla hacia Serena y Alan.
—Ahora mismo se encuentra estable; ha sufrido un fuerte descenso. Lo que sí nos preocupa, es el estado de sus riñones. Debido a su enfermedad, los dos se han visto dañados; ambos riñones sufren traumatismos de nivel dos. Necesita ese trasplante de inmediato.
Serena se lleva las manos a la boca, dejando escapar un jadeo. El médico dirige su mirada hacia ella y la mira con empatía y cierto interés.
—¿Qué quiere decir eso?, ¿cuáles son los riesgos? —pregunta Alan, con voz tensa.
—Hazel adquiriób la aplasia medular producto a una infección por Dengue Hemorrágico. Pero dicha enfermedad también atacó sus riñones, dejándolos dañados. Si Hazel no recibe ese transplante de médula pronto, también necesitará un trasplante de riñón, de lo contrario sufrirá un fallo renal.
—¿Puedo verla? —preguntó Serena con un hilo de voz, intentando contener las lágrimas.
—Lo siento, está bajo los efectos de los calmantes. Es necesario mantenerla sedada y en el hospital hasta la operación.
Serena se despidió del médico dándole las gracias por todo, para ir andando hacia la sala de espera. El frío de la noche se les mete en sus huesos en cuanto salen al salón. Serena llora, dejándose caer en un mueble, sumando más preocupación al rostro de Alan. A él no le hacía nada de gracia aquella situación. Se trataba de su hija y de la mujer que alguna vez amó.
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