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Capítulo 2: Eh, ¿Quieres ser mi hija?

Un año después...

Después de tanto tiempo no sabía como enfrentarse a los acontecimientos que se le venían encima. Su mayor miedo: los pelirrojos, resultó ser su mayor tesoro. Su pequeña pelirroja había llegado a este mundo un 9 de Julio y la había llamado Hazel, le encantaba ese nombre. Durante ese tiempo había pensado en infinitas posibilidades: abortar... Esconderse nueve meses y dejar el bebé en un centro para madres solteras... Decirle al padre de la criatura la verdad. Cada idea era peor que la otra.

Serena se quedó mirando el cielo monótono y gris de Nueva York en primavera, nunca pensó en volver a pisar ese lugar, pero las circunstancias habían cambiado. Ella había crecido en la gran ciudad, rodeada de luces, emoción, la ciudad que nunca duerme. Pero Hazel no conocía nada de aquel ambiente. Intentó no pensar de forma tan pesimista, pero la verdad era que simplemente, no tenía ni idea de lo que iba a pasar con el futuro de su hija.

Sus pensamientos estaban hechos un torbellino. Solía tener una visión clara de su futuro y el de su pequeña. Iba a estudiar en Las Vegas. Iba a hacer pasantías en casas de moda y a lanzar su propia línea con un poco de ayuda de Jonah y Marla. Iban a tener la mejor vida de todas. Todo había marchado tan bien, hasta que Hazel enfermó y los médicos le diagnosticaron Aplasia Medular. El pasado mes había estado lleno de grandes cambios, no buenos, estos fueron cambios malos. Solo esperaba que este viaje a casa, la ayudara a solucionar algunas cosas.

Su teléfono sonó cuando llegó un mensaje de texto de Marla. Supuso que eso era lo único bueno que había salido de todo aquel desastre. No había visto a sus amigos lo suficiente desde que estaba en Las Vegas, Jonah se había mudado otra vez a Nueva York cuando Hazel tenía dos meses. Odiaba verse obligada a volver allí, pero al menos su hija iba a tener más esperanza de vida. La neblina gris afuera se sentía tan constrictiva como el resto de su situación ahora mismo.

Serena deambulaba cerca del Tonic Bar, con Hazel en sus brazos. El lugar lucía básicamente igual a como lo había dejado. No podía decir que extrañaba aquel sitio, si era honesta. Había un montón de cosas que siempre amaría de Nueva York, pero también hubo muchas razones para irse, una de ellas había sido su padre, el cual decidió aparecer después de haberla abandonado hacía veintidós años. Y otra, una razón importante, en realidad. Una razón con unos ojos azules espectaculares y un cabello rojizo que quedaría grabado a fuego en su memoria para el resto de su vida. Una razón con la que tenía una hija muy parecida a él. Pero tenía que contarle la verdad y para eso estaba allí.

Alan permanecía callado, sentado en la barra del bar que a esas horas estaba cerrado. De repente escuchó que alguien lo llamaba desde afuera. Salió al exterior y le pareció ver pasar a una chica vestida de negro con su bebé en brazos que se le hacía muy familiar. Algo se removió en su interior. Estaba cerca de adivinar quien era, lo sentía, pero todavía no era capaz de hacerlo. Entonces, como si el universo le hubiera leído el pensamiento, se giró y observó a la chica, que se había detenido en el umbral de la puerta del bar y lo miraba en silencio. Por nada del mundo hubiera querido verla en aquellas circunstancias: estaba derrotado. Ahora nada de eso parecía importar. Sí, puede que fuera un hombre de éxito, pero desde luego no era feliz, y poco a poco el éxito parecía estar más cerca a escapársele entre las manos.

No se sintió en absoluto feliz de verla, aunque tampoco podía definir cuál era la causa de que su corazón latiera a mil y casi no pudiera respirar: después de un año allí estaba de nuevo ella, Serena. Ahora era toda una mujer. Su cabello castaño ondeaba largo, como siempre, pero más sobrio y sin ningún adorno, al igual que su ropa. Vestía de oscuro y no había en ella ni una pizca de alegría. Se acercó a ella y metió las manos en sus bolsillos.

—Hola, Serena.

—Hola, Alan... Lo siento mucho —él no sabía a qué se debían sus palabras. ¿Por qué le pedía perdón?

Ella apretó al bebé fuerte contra sí y aguantó con todas sus fuerzas las lágrimas que amenazaban con derramarse. Había averiguado su nombre con Jonah.

—Yo... supongo que te sorprenderá verme aquí, pero es que... tengo algo que contarte.

Él frunció el ceño y miró a la niña, supuso que era niña por la ropa color rosa que llevaba puesta.

—¿Qué quieres? —indagó con voz fría.

—Es que... —Serena dio un paso atrás —, Hazel es tu hija.

Alan miró de nuevo a la pequeña, tenía el cabello rojo casi naranja, así como el suyo, y los ojos verdes azulados como los suyos también. No entendía de quién estaba hablando. Alan sintió un dolor en el pecho. No estaba preparado para preguntar nada, pero lo hizo.

—¿Qué dices? ¿Quién es esa tal Hazel? —indagó, ya molesto.

—Tu hija, Alan —señaló la bebé con la mandíbula.

Alan miró a los lados. La calle estaba desierta, gracias a Dios. No supo resistir más la sensación de agobio.

—Necesito aire —le dijo, y se alejó.

Serena se le acercó por detrás y se detuvo a su lado.

—Escucha, yo reconozco que deberías haberlo sabido mucho antes pero...

—¡No, escucha tú! —le gritó él —. Te busqué durante mucho tiempo, y ahora me sales con esta. ¿Quién me asegura que esa niña es mi hija? ¿Eh? ¡Dímelo! —estaba furioso.

Ella se calló de repente. Vaya, aquello... seguro que aquello no lo esperaba. La niña comenzó a llorar sin consuelo, se había asustado con los gritos de Alan.

—La estás asustando —le recriminó Serena mientras acurrucaba a Hazel para calmarla.

Alan la miró con el ceño algo fruncido, intentando deducir por su expresión cuál era la verdadera intención de Serena. Hazel no paraba de llorar y gritar, estaba nerviosa. Serena sintió ganas de ahorcar con sus propias manos a Alan, pero se contuvo cuando la niña empezó a desvanecerse entre sus brazos.

—¡¡Hazel, mi amor!! ¿Qué tienes? —Serena la abrazaba mientras intentaba que la niña reaccionara.

—¿Qué le pasa? —preguntó Alan.

—¡¡Por favor, ayuda!! ¡¡Qué alguien llame a una ambulancia —pedía ella a gritos.

Alan se había quedado petrificado, si era cierto que esa niña era su hija, ahora mismo su vida estaba en riesgo, y todo por su culpa. Por suerte reaccionó a tiempo para llevar la niña al hospital más cercano.

Los pronósticos para Hazel no eran buenos, su médula estaba totalmente colapsada y hubo que ponerle varias transfusiones. Al cabo de varias horas, la doctora salió a hablar con ellos.

—La pequeña ya se encuentra estable, pero deben mantener sumo cuidando con ella, ahora está muy delicada —anunció la pediatra.

—Sí, doctora ¿Podré llevarla a casa? —preguntó Serena preocupada.

—Por supuesto.

Serena cerró los ojos. Quizás el dolor y el cansancio le hicieron sentirse así; abrumada. Se giró para encarar a Alan, dispuesta a cantarle las cuarenta.

—Todo esto es tu culpa—le reprochó.

—Lo siento —él agachó la cabeza, arrepentido de todo lo que había dicho.

—Sabes algo, tu hija necesita una sola cosa de tí. Créeme, que si no estuviera enferma, jamás ibas a saber de su existencia —sentenció Serena enojada.

—¿Enferma? —preguntó Alan —. ¿Qué le pasa?

—Hazel padece Aplasia Medular. Necesita un donante de médula urgente y solo puede ser su padre, o sea tú. Yo no soy compatible —le explicó ella, algo más calmada.

Alan parecía pensarlo, jamás creyó tener una hija, pero tenía que reconocer que esa pequeña pelirroja era clavadita a él. Y ahora, justo ahora, resultaba que lo que más necesitaba era a ella, alguien a quien aferrarse.

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