Capítulo 10: Eres mi chica.
Temprano en la mañana, Alan había ido a la juguetería de 176 Av. para comprarle un osito a Hazel antes de ir a verla al hospital. El oso rosa que la niña solía llevar con ella a todos lados se había extraviado, por mucho que lo buscó no volvió a aparecer. Alan se sentía mal con eso, por tanto decidió reemplazarlo con uno nuevo, uno que si le regalara su padre.
A Hazel parecía que le gustaba su nuevo amigo, porque lo miraba embelesada y en silencio con los ojitos brillantes, sin hacer ni un solo ruido. A Serena también le gustaba. No el regalo en sí, pero si el gesto, el amor con que le dio el regalo a la niña, la paciencia que mostraba con ella.
—Parece que le gusta. Fíjate como lo mira —apuntó Serena.
Alan miró de nuevo a la pequeña, estaba muy entretenido mirando a su madre. Era cierto. La observaba como si la estuviera estudiando con detenimiento para no perder ningún detalle.
—Es una niña muy despierta —dijo.
—Sí, es muy curiosa y muy viva. Lo mira todo con asombro. Las formas, los colores y las texturas, aunque aún no habla nada.
Alan desvió la mirada hacia Serena. Las luces de la habitación de hospital se reflejaban en sus grandes ojos castaños, dándoles una tonalidad caoba. Ya no había en ellos rastro del mosqueo que se había pillado por culpa de Alan. Ahora estaban llenos de fascinación, como los de Hazel. Las dos miraban el osito con la misma mirada. Todo parecía idílico entre ellos, la típica familia feliz americana. Incluso cuando Hazel gorjeó y soltó una risilla inquieta que le derritió el corazón a Alan, le hubiera gustado tanto estar ahí cuando vino a este mundo. Serena suspiró y miró a su hija.
—Hazel, este es papá —le dijo suavemente, la pediatra les había dicho que tenían que hablarle a la niña para darle seguridad y empezara a hablar las palabras básicas.
La niña la miró y su labio superior se curvó en una leve sonrisa. Y de pronto algo nuevo dejó congelado a Alan y feliz a Serena.
—Papa —murmuró Hazel muy bajito, pero los oídos de sus padres lo escucharon perfectamente. Acababa de decir papá por primera vez, bueno, de hablar por primera vez.
— ¡Oh!, ¡Dios mío, Hazel! —Serena se llevó las manos hasta la boca, sus ojos se llenaron de lágrimas en el mismo minuto.
—Papa —volvió a decir la niña más claro.
La cara de Alan era un poema. No sabía se reír o llorar. La primera palabra de su pequeña pelirroja había sido papá. Estaba todo orgulloso. Enseguida se acercó a la pequeña.
—Aquí está papá, mi pequeña —le susurró Alan cerquita, dándole un beso en la mejilla.
—Papa.
—Qué ironía, Alan, llevo meses enseñándole a Hazel a decir Mamá —se quejó Serena, pero estaba feliz.
—Mama —gritó la pequeña de pronto.
Serena se quedó en shock.
— ¡Oh Dios mío! —dijo ella, sosteniendo una enorme sonrisa. —Mamá —le repitió ella para que la niña la imitara.
—Ma… —ella paró y miró a Serena con una sonrisa traviesa, como si quisiera engañarla —. Ma.
Serena aplaudió ansiosa de oírla otra vez. Alan dio una carcajada mientras se apoyaba en una esquina de la cama de hospital, su pierna rozó con la de Serena.
—No puedo creer que ya sea tan grande —dijo ella.
Cuando terminó la visita con la niña, porque no permitían que nadie se quedara, Alan y Serena salieron juntos del hospital. Alan observó a la chica hablar por teléfono con alguien llamado Cirius, los celos lo asaltaron de manera primitiva. Esperó a que colgara para soltar todo su veneno.
— ¿Nuevo novio? —preguntó con burla.
—No te importa, pero te voy a responder de todas formas. No, es mi agente de moda —explicó Serena molesta por la pregunta de Alan.
—Ah, ¿algún día me dejarás ver tus modelitos? —le preguntó.
—Quizá algún día, cuando te ganes mi confianza… —dijo Serena en un ligero tono de broma.
— ¿Y cuándo seré merecedor de tu confianza? —dijo él.
Serena se encogió de hombros.
—Quién sabe…
Serena sacó las llaves de su auto del bolsillo de su pantalón y siguió su camino hasta el estacionamiento.
—Hasta mañana, Alan Cook —se despidió.
—Hasta mañana, Serena Rice.
Alan había seguido su movimiento con la mirada. Iba a dejarla ir. Sin embargo, cuando Serena pasó delante de él, se le cruzaron los cables y se produjo ese cortocircuito en su cerebro que se daba siempre que la tenía cerca. Sin pensarlo, se apresuró, le rodeó la cintura con el brazo y le dio la vuelta de sopetón, para encararla. El impulso hizo que sus rostros quedaran a unos pocos centímetros el uno del otro. Durante unos segundos compartieron el aliento y la respiración mientras sus miradas se encontraban.
El corazón de Serena empezó a latir muy fuerte, amenazando con salir de su pecho, y las rodillas le temblaron cuando la mano de Alan se posó en la curva de su cintura. Su fragancia le asaltó las fosas nasales, mareándola.
—Joder, me pones tan difícil alejarme de ti… —susurró Alan.
Serena abrió la boca para preguntarle qué quería decir eso, pero Alan aprovechó para besarla. Sus labios se estrellaron contra los de ella. El beso fue tan apasionado, tan alocado, tan lleno de dientes y lengua que Serena se quedó sin aire en los pulmones.
—Alan… —musitó con la voz cargada de deseo, tratando de recuperar el aliento.
—No digas nada, Serena… Por favor, no digas nada…
—Pero me dijiste que…
Alan le sujetó la cara entre sus manos. Serena sintió la yema de sus dedos clavadas en su carne, quemándola en el mismo sitio donde antes la barba de un par de días de Alan le había irritado la piel. Parecía desesperado. Con esa desesperación agónica que tienen los condenados a muerte que son inocentes y que luchan por hacer saber su verdad. Nunca lo había visto así. Tan impaciente, tan a merced del cuerpo y de las apetencias.
—No quiero pensar en nada… En nada que no seas tú —la cortó. La voz salía de sus cuerdas vocales como si fuera terciopelo —. Necesito estar contigo una vez más… necesito estar metido entre tus jodidas piernas… —dijo en tono anhelante, como si fuese algo sin lo que no pudiera seguir viviendo.
No la dejó rechistar. La cogió de la mano y la metió en su auto a toda prisa. Veintidós minutos después habían llegado al apartamento de Alan. Al entrar, la cogió en brazos y la metió en su habitación. Atravesó el umbral y la llevó directamente a la cama.
Se desnudaron con rapidez sin dejar de besarse. Él le quitó la blusa de flores amarillas con la que parecía una muñeca y ella le desabrochó el cinturón y el botón de los pantalones negros desgastados. Les ardía la piel, como si necesitaran el tacto del otro para aliviar esa quemazón que sentían en el cuerpo.
—Dios, Alan… —gimió Serena.
Serena se tumbó encima de la cama con expresión pícara en los ojos y tiró de Alan hacia ella.
—Espera, el preservativo…
Alargó el brazo, abrió el cajón superior de la mesita de noche y rebuscó con la mano hasta encontrar la caja de condones. Cogió uno, rompió sin dilación el paquetito dorado y lo sacó. Mientras se lo colocaba, Serena lo miraba como si fuese darse un festín.
Serena lo recibió con las piernas abiertas, ansiando tenerlo dentro, sentirlo, notarlo abriéndose paso a través de ella misma. Fue un acoplamiento duro y delicioso con el que ambos gimieron. Aquello no podía ser otra cosa que el paraíso.
—Te detesto —añadió Serena en un momento determinado que Alan paró en seco.
Alan agachó la cabeza y acercó los labios al oído de Serena.
—Y sin embargo, te quiero —susurró con voz sexy, empujando de nuevo.
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