01
Sábado 13 de marzo del 2010
Otro sábado por la noche que mis dos mejores amigas prefieren salir con sus casi novios y yo me quedo resignada al televisor y a mi celular inmóvil. Nada que ver en cientos de canales y un móvil en pantalla gris, reflejando solo mi carpeta de buzón de entrada, tan polvoriento como la zona de mi placar con ropa de cuando era niña.
En la computadora portátil que tenía en las piernas, la cual me estaba quemando un poco (debí haberme puesto una almohada para prevenirlo), estaba aún allí la foto de perfil en la pantalla, con mis dos amigas. Fran con sus rizos castaños oscuros, ojos grandes y sonrisa prominente, Gabi con su pelo lacio en contraste con el de Fran aunque casi del mismo color, pecas y cachetes regordetes por su medicación con corticoides, los cuales daban un aspecto de niñita potenciada al usar aparatos fijos en todos dientes. Aún así ambas eran bellas y con pretendientes que les daban su atención cada fin de semana. Yo, en el medio de ambas, con mis brazos al rededor de ellas, sonriendo por alguna cosa boba que había soltado segundos antes de que la cámara digital captase el momento. Mis dientes totalmente expuestos, blancos y alineados perfectamente como me gustaban. Mi nariz pequeña como un "porotito" como solía decir mi padre, y mis ojos completamente cerrados, debido al músculo orbicular, que provoca que encojamos los ojos, dibujando las líneas de la sonrisa en los rabillos de los ojos. Al menos eso decía uno de los libros de medicina de papá. Algo en la foto me daba paz y felicidad cada vez que la veía. Lo único que me incomodaba al verla era mi cabello algo desordenado al lado de mis amigas. Ellas solían estar siempre perfectamente peinadas, mientras que yo parecía un leoncito bebé. Hacia lo que podía con mis ex risos, los cuales ahora eran ondas que pocas veces eran controladas.
Tomé mis llaves; exactamente las mías, ya que tenían un papelito plastificado en blanco y negro que decía "Lai", y salí por la puerta de madera que daba a vestíbulo, luego usé el juego de dos llaves doradas alargadas para abrir la puerta que daba a la calle. Cerré y me encaminé al mercado Chino a unas cuadras. El camino era todo derecho, lo suficientemente cerca como para ir y volver en menos de quince minutos.
Ingresé con un saludo simple a la cajera, en la única caja habilitada de las dos. Me escabullí detrás del primer pasillo a observar aburrida las góndolas hasta hallar mis cereales favoritos sin azúcar, los cuales Fran decía que era la merienda más aburrida del mundo, a lo que yo respondía que la comida no debía contarle chistes. Ya lo habíamos hablado muchas veces; las suficientes para que cuando yo sacaba el yogur líquido de vainilla y lo vaciaba en mi tazón de Harry Potter y el príncipe mestizo, nos lanzábamos miraditas en las que repetíamos la conversación en silencio. Un silencio que ya traducía hasta mi padre, si descansaba sus ojos de leer el diario.
Me dirigí a otra de las góndolas más a la derecha, al pasillo de productos de limpieza para buscar el aerosol limpiador de muebles que era mi droga personal. Por supuesto que Fran también tenía que decir sobre eso, pero intenté no recordarla en ese instante, bloqueando la mente y continuando con la lista mental de compras por aburrimiento.
Un par de guantes de goma nuevos no vendrían mal, talle s y color amarillo. Nada de esos guantes rosados de ama de casa frustrada.
Un paquete de algodón para retirar el esmalte de uñas, también un nuevo esmalte no haría daño. O dos. Uno verde musgo y otro azul marino, para reponer los que olvidé en la casa de Gabi la semana pasada, cuando comimos pizzas mirando una película alquilada en dvd. Por supuesto que yo había llevado una bebida sin azúcar y unas cuantas bananas de postre. La pizza era deliciosa, no me iba a prohibir tampoco tanto, el problema no era el peso, las calorías las quemaba en las clases de natación cada dos días. El horroroso y peculiar miedo que me acechaban de niña era tener caries. Tomaba siempre bebidas sin azúcar, o simplemente agua para proteger mi rostro a las visitas temerarias de la dentista amiga de mamá. A pesar de conocerla de niña, desde casi bebe por cierto, le tenía demasiadas ideas negativas a sus herramientas de trabajo. Su último tratamiento de caries, el primero y último en mi vida, había sido determinante y una gran lección.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras volvía a la realidad. Agarré impulsivamente casi todo lo que ví de productos de limpieza y caminé hasta la caja para abonar.
Cuando terminé de pagar y guardar el vuelto, ya estaban todas las cosas en la bolsa plástica blanca casi transparente, recordé algo que había olvidado de la lista mental. Le pedí a la chica que la aguardara un momento y salí disparada dentro del mini laberinto de góndolas.
Había olvidado por completo lo que debía llevar la tarde siguiente a la casa de Gabi. Un tarro de dulce de leche, uno especialmente grande para alimentar a la manada de hermanos de Gabi y a los novios de las chicas. Hasta el perro probaba los panqueques con dulce de leche, lo que probablemente era lo que recordaba de ella cada vez que la veía. "Pequeño" era el nombre, pero era gigante. Un Dogo Argentino blanco, con una boca llena de dientes listo para atacar. Atacar la comida del plato si lo descuidaban demasiado. Debía tener cuidado o volverían a romper otro de los platos de porcelana de la madre de Gabi.
Los potes de azúcar quemado con leche eran todos casi del mismo tamaño y precio, pero el favorito de Fran y en tamaño grande se encontraba arriba del todo, en el estante más alto. Probablemente era una de esas trampas para que la gente no lo comprara. Siempre ponían lo más económico abajo para que no se viera y los productos más caros al alcance. Estrategias de ventas básicas que mamá me había explicado de niña, cuando aún íbamos al supermercado juntas en auto los fines de semanas. Ya no sucedía hacía al menos cinco años.
Estiré los brazos y dedos, aún así faltaban unos siete centímetros o más. Me puse de puntitas y aún así no alcanzaba, por unos dos o tres centímetros probablemente.
—¡Maldita sea! —gruñí con furia, molesta conmigo misma por la estatura similar a la de su madre. Si tan solo hubiesen funcionado los genes de papá...
Intenté saltar como cuando lo hacía en las camas saltarinas, sin embargo y penosamente, el pie se me dobló y trastabillé. Un par de leches en polvo cayeron a mi lado. Las observé por un segundo con mala cara, hasta que una bolsa de chocolatada en polvo cayó en mi cara.
Escuché una risa carcajeante proveniente de la izquierda. Había un muchacho muy a gusto con la situación. Llevaba un paquete de papas fritas tamaño grande y una gaseosa negra con etiqueta roja en letras blancas. Ese veneno que todos adoraban.
Me levanté y comencé a acomodar las tres leches en polvo, solo para hacer algo que me sacara la vergüenza.
Una mano pasó por mi campo de visión agarrando el paquete de chocolatada. Lo dejó donde había un hueco entre las otras amontonadas más atrás, pero parecía que se habían desacomodado lo suficiente para no dejar a su ex compañera allí, cayendo nuevamente. Esta vez alcancé a correr el rostro y poner una mano en frente para atraparla.
El muchacho sonrió no sin antes largar otra risita, una distinta y más contenida, pero parecía estar tan divertido como hacía unos segundos.
—Parece que quiere irse con vos.
Levanté una ceja en modo inconsciente mirando al muchacho. Tenía una sonrisa perfecta, blanca y uniforme. Su tez era suave y su cabello perfectamente ubicado, sin llegar al extremo como papá, que usaba un poco de gel para peinar cada mañana antes de ir a trabajar.
Bajé la mirada al paquete azucarado de color marrón con un conejo beige delgado y simpático. Conocía la marca por mi amigas, en casa no había de eso, nadie lo consumía, ni siquiera Olivia, mi hermana menor caprichosa.
Tomé el paquete del piso con recelo con una mano, me levanté con ímpetu, y finalmente empujé con fuerza hasta que quedó fijo en el sitio.
—No quiero llevar eso. —Levanté mi mano libre y señalé el petulante producto con letras en marrón claro aún en su sitio. —Quería alcanzar ese tarro de dulce de leche.
—¿Éste? —preguntó él tomando el producto luego de acomodar en su brazo las cosas, para mantener la bolsa de papas y la Coca Cola en su pecho, protegiéndolos de una caída.
Nuestros dedos muy levemente se rozaron entre medio del pase. Los tenia muy cálidos mientras que los míos estaban muy fríos. Él abrió sus ojos por el contacto, probablemente incómodo.
—Perdón. —Me apresuré a disculparme.— Y gracias por esto.
El pote de kilo pesaba un poco en mi mano pequeña, sin embargo la mantuve en el aire por un momento más largo del esperado.
Alguien apareció por detrás del muchacho. Otro chico de casi la misma estatura con cabello rubio y ojos azules expectantes.
—¡Ey! Enri, te creímos perdido por un momento.
El paquete de chocolatada vuelve a caer y lo atrapé por simple reflejo. Si se llegaba a romperse en el piso me lo harán pagar. Casi que lo agarré sin dejar de mirar a los chicos que tenía enfrente, como si tuviese un superpoder arácnido o la velocidad de Flash.
El tal "Enri" se sobresaltó por un momento breve. Luego ladeó la cabeza y sin responderle aún a su amigo abrió algo su boca, como si quisiera decir algo.
Algo en él me resultó familiar, como si lo hubiese conocido antes en otro sitio. Hice un esfuerzo en recordar de donde era que lo ubicaba y las neuronas de la memoria hicieron su trabajo correspondiente. Si lo conocía. Su rostro al menos en unas fotografías en la casa de sus primos paternos.
<< ¿Será Enri el primo de Fiona y Ariel? >>
Capté que el clon Hayden Christensen (el pre dark vader), el amigo de Enri, me curioseaba de arriba abajo. Como satisfecho con su observación detallada, me sonrió, de esa forma que hacen los chicos cuando creen que pueden decir algo inteligente para ser admirados.
—Hola tú —saludó como un Ken arrogante.
Mi ceja con alma huraña se levantó con autonomía propia.
<< ¿Y este de dónde salió? Parece el saludo de Joe en Friends. >>
—¿Quién sos? —preguntó el clon rubio con total despreocupación— ¿Estás de vacaciones con tus padres?
Falta que diga el "niña ve con tus padres que te buscan por algún sitio" pensé molesta.
—No, yo vivo acá —respondí con un tono molesto o de enfado que detecté en mi voz y luego desvié la atención al moreno—. Te conozco.
Eso descongeló al tal "Enri" de su frízer invisible.
—¿Me conoces?
—¿Quién no te conoce? Sos Enri Arcomano, jugador de fútbol en la sub 18.
—Eso aún no está decidido.
—Que no seas terco, ya te lo van a decir en estos días.
Parecía una conversación privada a la cual no debía comentar ni escuchar.
—Bueno, gracias por esto. Nos vemos —dije sin ánimos. Necesitaba huir de allí antes de que la cajera volviese a buscarme molesta y decirme algo en su idioma el cual no entendería.
Pasé el producto lo más rápido que pude y aboné en efectivo dejando unos pesos de propina, lo cual nunca hacía.
Cuando crucé la puerta a la calle escuché que alguien chistaba. Sin darle importancia caminé a paso ligero las tres cuadras hasta llegar a casa.
Ese domingo siguiente me obligaron a pasarle la lengua a una de las cucharas del dulce que había comprado. Sabía a gloria, de momento. Ya en casa toda arropada en la cama, luego de lavarme los dientes hasta hacer sangrar las encías, sonreí pensando en lo que la terapeuta me había dicho de permitirme dulce en mi vida, no siempre, no en exceso, pero algo de amor intenso en el paladar era necesario.
Se me cruzó la idea de poder aventurarme algún día a un amor dulce como el de Gabi y Fran con sus parejas, pero yo no soy tan increíble como ellas. No puedo verme así con alguien, ni soñando...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro