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7. Era ella

Un dolor insoportable se instaló en su pecho; sus manos empezaron a temblar al igual que sus piernas. Todo a su alrededor parecía una utopía, una efímera realidad de la que no podía escapar, de la que era un prisionero atado con grilletas pesadas y dolorosas.

La abrazó contra su cuerpo intentando darle calor mientras su mano temblorosa tocaba desesperadamente su rostro.

—Jimena, Jimena —volvió a llamar—. ¡Jimena! —gritó.

Sus padres lo escucharon y corrieron rápidamente hacia donde se encontraba. Lo que tanto temían había pasado.

—Mamá, papá —se apresuró Derek—. Jimena se ha desmayado, no despierta.

Sandro se quedó petrificado sin saber qué hacer, al tiempo que Lara perdió el equilibrio y tembló al igual que su hijo. Cuando logró salir de trance, se acercó a pasos lentos, se arrodilló junto a Jimena y le tomó la mano.

—Mamá hay que llamar al médico —pidió Derek.

La mujer negó con la cabeza mientras sus lágrimas comenzaban a caer.

—Jimena —sollozó—, mi niña.

—Mamá, debemos llamar al médico —insistió el muchacho desesperado.

Sandro consiguió aproximarse hasta ellos y lloró desesperadamente.

—Se fue —deploró con la voz quebrada.

—No, no —proseguía Derek—. Se ha desmayado, es eso, ella no....ella despertará.

—Derek... —gimoteó su madre—. Mis pobres niños. —Lo aferró a sus brazos maternales.

—Ella no... —rompió en llanto sin poder pronunciar más palabras. Recostó su cabeza sobre el hombro de su mamá como lo había hecho de niño cuando se sentía triste.

Todo estará bien. Solía pronunciar ella, pero ahora no podía, no podía decirle aquellas palabras sabiendo lo que vendría. Por ahora necesitaban llorar, no sabían cuándo podrían sosegarse de su dolor. El mayor sufrimiento que podía existir en la tierra había inundado su hogar, su bella flor se había marchitado, había caído inerte sobre el verde pasto dejándolos destrozados, sin fuerzas, sin ganas de vivir.

***

No sabía cuánto había dormido, ni cuanto había pasado. Se levantó a duras penas, totalmente desorientado. Abrió las cortinas de su dormitorio, y se asomó a la ventana, el cielo se iba tornando gris, no sabía si estaba amaneciendo o atardeciendo. Verificó en el reloj de pared colgado en un rincón, 6:30pm. El tormentoso silencio lo sacudía y le ponía la piel de gallina. Salió de su habitación y vio la puerta abierta del dormitorio de Jimena; se adentró en él y lo recorrió con la mirada. La cama estaba tendida y el tocador permanecía ordenado. Sus ojos desviaron su atención al escritorio, una hoja estaba sobre él. Con cuidado la tomó para leerla, en el borde superior decía: "Historia clínica". El resto estaba lleno de datos: Jimena Sosa Vera, edad: 18 años, estatura: 1,68 m, peso: 47 kg, grupo sanguíneo: B+...Todo aquello lo sabía de memoria. Dejó la hoja en su lugar y salió de la habitación. Evidentemente no había nadie en casa, se imaginaba donde podrían estar.

El salón de recepción se encontraba a un par de cuadras de su casa. Caminó por inercia hasta él, y entró con un nudo en la garganta. Las coronas fúnebres le dieron la bienvenida y le abrieron paso a la desolación. Las lámparas lo encaminaron hacia la senda oscura y tormentosa.

Al notar su presencia, todos voltearon a verlo compadeciéndose de él, especialmente sus padres. Había muchos y todos vestidos de negro, salvo sus compañeros de escuela que vestían el uniforme. Emilia, la chica que siempre había molestado a Jimena, se sintió culpable. Todos sabían que era una chica enfermiza pero no se imaginaron que tendría leucemia, y mucho menos que moriría.

Derek enfocó el cajón de color blanco y sintió un frío aire recorrer todo su cuerpo hasta parar en su pecho. Aún no podía asimilarlo, y menos aceptarlo. Caminando hasta el, vio su foto colocada en medio de las flores, mostrando su delicado rostro. Con manos temblorosas la sostuvo y miró por buen tiempo. Los ojos expectantes de los dolientes y acompañantes pasaban desapercibidos para él.

—Lo siento tanto —expresó Lucas, su mejor amigo, mientras posó una mano sobre su hombro.

Ni siquiera consiguió escucharlo, su mirada estaba perdida en aquella foto que él mismo le había tomado hace un tiempo.

Su cabello color miel caía libremente por sus hombros, sus ojos marrones mostraban un sutil brillo de felicidad, y su sonrisa emanaba calidez.

Tragó saliva con fuerza y apretó su mandíbula a punto de adormecerla, le costaba pasar aire a sus pulmones, el dolor que sentía no podía calmarlo con nada, absolutamente nada.

Sus padres lo miraron apenados, no podían hacer nada por él y les causaba impotencia. Habían perdido a su hija, y verlo sufrir de ese modo les partía el alma. Lara se echó a llorar con estruendo.

Al día siguiente por la mañana, se llevaría a cabo el entierro. Realizaron la ceremonia tradicional hasta el cementerio y ubicaron un espacio en medio del campo santo. Era un lugar demasiado hermoso y pulcro para un acto tan triste. Muchas personas llorando la muerte de sus seres queridos, despidiéndose sabiendo que jamás los volverían a ver.

El encargado realizó la despedida acostumbrada y era imposible no llorar, incluso cuando no eran cercanos a la joven, sin embargo, observar el sufrimiento de sus allegados era razón de tristeza.

—Pueden proceder —indicó el hombre vestido de un impecable terno color negro.

Uno a uno lanzaron una flor sobre el ataúd, y finalmente él. Una flor en color rosa; parecía que caía lentamente y alargaba su sufrimiento.

—Adiós pequeña —dijo Sandro.

—Adiós cariño —prosiguió Lara sin dejar de llorar un solo momento.

Uno de los trabajadores tomó la pala y lanzó tierra para cubrir el ataúd. Repentinamente Derek sintió inmensas ganas de llorar, ya no la vería nunca más, nunca más, su amiga, su compañera y su amor. La tierra iba a cubrirla, iba a sofocarla, no podía dejarla sola, ella era una chica miedosa, no podía dejarla allí.

—No. —Negó con la cabeza—. Jimena no —se quebró una vez más y fue hacia el trabajador—. ¡No puedes hacerlo! —lloró con fuerza—, ¡Jimena! ¡Déjenme verla, solo una vez! Por favor.

Su padre corrió hasta él y lo sostuvo de los hombros.

—Tranquilo hijo, por favor —rogó desesperado.

—Papá —dijo con la voz entrecortada—. Yo no puedo, no puedo —se derrumbó en los brazos de su padre a llorar desconsoladamente.

El hombre solo atinó a acariciarle la cabeza. ¿Qué podría decirle? Era solo un jovencito de dieciocho años que apenas empezaba a vivir y era fuertemente golpeado. No podía protegerlo en ese momento, no podía evitarle ese dolor.

Los presentes empezaron a retirarse uno a uno, menos él, él no podía dejarla sola, no podía apartarse de su lado. Sus padres decidieron dejarlo por un momento para despedirse hasta siempre.

Se arrodilló frente al nicho sin dejar de mirar su fotografía, mientras sus lágrimas continuaban cayendo por su mejilla, perdido en sus pensamientos.

Adiós amor, adiós primavera. Sé que no debería llorar porque has dejado de sufrir, pero me es imposible no hacerlo, te has alejado dejándome con un enorme vacío. No sé si seré capaz de volver a sonreír, no sé si podré cumplir mi promesa. Perdóname amor, perdóname... Atesoraré tu recuerdo, jamás te olvidaré, y guardaré en mi memoria tu sonrisa hasta el día en que te vuelva a ver...

***

Ocho años después.

Ya no quedaba nada de aquel chico alegre que solía ser antes. La dicha, el gozo, incluso la vida se había enterrado junto a ella. La soledad, el resentimiento y la amargura se habían calado reciamente en sus huesos hasta dejarlo polvo. Sí, había hecho una carrera, estaba prácticamente a cargo de la empresa familiar, era un tipo destacado, pero su vida ya no estaba completa, le faltaba ella... Ningún logro que obtuviese podía hacerle sonreír, nada podía darle ni una pizca de satisfacción. Vivía por costumbre, en una rutina, atrapado con los recuerdos y dolores del pasado. Si tan solo tuviera el valor de... Si tan solo pudiera estar junto a ella. Pero era cobarde, por más que viviera sin sentido no se atrevía a desaparecer, no era capaz de hacerle eso a sus padres, solo por ellos, porque a él, a él no le importaba nada.

Los años habían caído sobre él, de manera provechosa, claro, es decir en su aspecto físico, porque su alma estaba sucumbida. Estaba más atractivo, más robusto, su espalda y hombros habían ensanchado considerablemente, caderas afiladas y piernas esbeltas. Más varonil, más hombre. Llevaba el cabello más corto, mostrando la frente lisa sobre esas cejas gráciles y rectas. Tenía un rostro adorable de facciones suaves, que para nada encajaba con el aura taciturna y pesada que emanaba, a diferencia de antes. Aun así, despertaba emociones positivas en las mujeres, que incluso llegaron a pensar que sus intereses no eran por el sexo femenino, ya que ni siquiera posaba la mirada sobre ellas. Su mundo era el fiel recuerdo que poseía de Jimena. Ninguna terapia había dado resultado, nada podía arrancarla del corazón, nada... Su rutina era: de su departamento a su oficina, y viceversa. Algunas tardes visitaba el terminal de autobuses como su máximo pasatiempo.

—Vicepresidente —dijo Emilia su secretaria y amiga de siempre.

Hace rato que había entrado a su oficina, pero él ni siquiera notó su presencia. Estaba tan absorto en un informe de viaje laboral que reposaba sobre su escritorio.

—Dime Emilia —respondió sin levantar la mirada de los papeles.

Si tan solo se diera el trabajo de mirarla, aunque sea por unos míseros segundos... No había día que no se arreglara para él, que no se tomara su tiempo para maquillarse, perfumarse y ponerse ropa bonita, pero él parecía no captar nada de eso. Había buscado por todos los medios acercarse a él, incluso convirtiéndose en su secretaria, pero nada había funcionado. Era más fácil captar la atención de una estatua que de él.

—Tu auto está listo Derek —señaló apretando la mandíbula.

—Gracias. —Se puso de pie, y al pasar junto a ella le entregó la carpeta—. Nos vemos después.

Ni siquiera en el momento que le entregó los benditos papeles la miró. Decepcionada y hasta desesperada, se mordió los labios. Tragó saliva y captó su atención.

—Derek...

Con la mano en la manija se giró hacia ella.

Esa mirada desinteresada y reflejando afán hasta por los poros la terminó por acobardar. ¿Qué iba a decirle de todos modos? Aferrándose a la tela de su vestido color ladrillo, negó con la cabeza.

—¿Sucede algo Emilia?

—No, nada —contestó forzando una sonrisa.

Derek bajó la mirada y salió de la oficina. Movía la cabeza cada vez que alguien lo saludaba, incluso hablar le era insoportable. Subió a su auto y se aflojó la corbata negra igual que su traje. Pese al tráfico de esa tarde, no tardó en llegar al terrapuerto. Con pasos lentos y desganados se fue adentrando en él, meditabundo, extraño a lo que pasaba a su alrededor. El frío que comenzaba a filtrarse por cada rincón, era ajeno a su cuerpo. Pasó por la dispensadora de café y se llenó un vaso de tecnopor hasta la mitad. Como de costumbre se sentó en la banca de espera. Le dio un sorbo a su café tibio y pasado, y observó sin importancia a la gente que llegaba: turistas extranjeros, personas que volvían al lugar en donde habían nacido y otras que solo visitaban la ciudad. Se había acostumbrado a hacerlo sin razón alguna, incluso se había convertido en una necesidad. Su vista cayó en las personas que encomendaban su equipaje formando una fila, una anciana, luego un par de muchachitos, un joven, una pareja adulta, y... ella. La vio a ella.

Sonrió con amargura y bajó la mirada. Ella había muerto hace años y aún la veía en cada chica... No era la primera vez. Nuevamente levantó su mirada en la misma dirección y... la volvió a ver.

Era ella... Definitivamente se trataba de ella...

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