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Capítulo 3.

A little too much _ Shawn Mendes

Como si la depresión hablara por su gran boca a través de ella, como si el dolor nublara nuestras mentes... como si sintiéramos no merecer el amor. No se trataba de una simple interacción con los demás, no se trataba de una mente débil, de un corazón con pocas fuerzas de luchar.

No, no se trataba de ello en lo más mínimo, el horizonte turbio se cernía sobre su vida, uno en el cual no podía escoger. Porque de eso se trataba, la depresión no era algo que decidieras, nadie podría sentirse capaz de levantarse todos los días y llorar, nadie, nadie podría hacerlo.

Como un dolor taladrante en su pecho su mera existencia le hundía en la más profunda tristeza, que no lograba huirle en más que breves instantes, instantes que no bastaban, no bastaban para suplir la eterna agonía en la que su destrozada alma se encontraba.

Odiaba que la juzgaran, que los dedos apuntaran a su paso, que los que no criticaran, le miraran con lastima, odiaba eso, lo odiaba rotundamente. Efímera, así era su vida y los pequeños lapsos que podía llamar felicidad, instantes tan pequeños y vacíos como sus débiles intentos de parecer indiferente a su dolor por el bienestar de sus seres amados.

Somos un complejo conjunto de imágenes que desde diferentes perspectivas podemos cambiar, sin embargo, esa imagen se nutre o fragmenta de los diferentes acontecimientos que cobijan nuestro ser, y con dolor los suyos eran destructivos y cubiertos de soledad.

Aquel fin de semana lo buscó con la mirada, sus ojos inquietos, sus manos temblorosas mientras las pasaba con parsimonia por su cabello. Unas increíbles ganas de llorar le cubrían, inalcanzables como inevitables, se volvían las maneras de evitar que una lágrima rodara por su mejilla cuando no le encontró por ningún lugar.

Fueron semanas las que esperó, esperó con paciencia su presencia llegara, pero no estaba y no estuvo a pesar de que el tiempo corriera sumiendo su vida en una nueva tristeza. Él le había regresado las ganas de vivir para luego huir dejándole nuevamente vacía.

No había peor dolor que subir hasta el cielo y caer repentinamente hasta el suelo con tus lágrimas lastimeras nutriendo tu ser. Carolina quiso llorar muchas veces, pero esperó, esperó tanto, incluso hasta que el sol se escondía y sus manos temblaban por el frío de la ciudad, esperó, incluso llevándole la contraria a las insistencias de su tía Ana; esperó incluso sabiendo que no volvería; esperó cuando nadie mas lo haría, pero él... no regresó, y su débil intento por vivir se convirtió en una efímera y enfermiza obsesión por un chico que no volvería.

Aquel día que llegó a casa llorando, después de las burlas de sus compañeros en la clase de educación física, su corazón se sintió débil, se sintió una completa basura que no merecía el amor, y algo en el fondo de su corazón le recordó que ella no valía nada, no merecía el amor de un chico tan perfecto, que idiota había sido al creerse merecedora de aquel, que estúpida se había creído capaz de que un chico tan guapo se fijara en ella, que inútil e imbécil, al no saber a donde pertenecía.

Era una gorda asquerosa que no sabía su lugar, las palabras resonaban en su cabeza, y por más que se tapara los oídos con fuerza y tratara de negarlo, ella lo sabía, algo en su corazón claramente se lo decía. No, no merecía nada.

Las palabras que le habían dicho por tantos años habían roto con la barrera entre sus pensamientos verdaderos y los intrusivos y por más que ella luchará contra sí misma, en el fondo algo en su cabeza insistía en recordarle, en decirle tantas veces cuanto fuera necesario que ella era una basura.

Sus lágrimas habían humedecido su cobertor, tanto que se sintió culpable por ser así, una inservible que lo único que merecía era dejar en paz a sus seres queridos. En aquel momento se sintió culpable, ¿quién era ella para hacer sufrir tanto a su tía Ana? ¿Quién se creía para llegar a su casa y arruinar su feliz vida? Ella no valía, como podría hacerse creído con la potestad de arruinar todo a su paso. Porque eso era ella, un desastre, un desastre que incluso él había decidido dejar atrás.

Se odiaba tanto que no había comido bien en días, se castigaba por ser una gorda asquerosa, se castigaba por no ser lo que él hubiese deseado, porque él hubiese huido. Así que no fue raro que al levantarse de la cama de un impulso no supiera como pero terminara en el piso, con sus piernas flaqueando y hundiéndose en sus lágrimas sobre la fina alfombra de su habitación.

Arrastrándose su mano terminó en su cómoda, llevándose consigo todo el cajón que cayó en un fuerte estrépito. Junto a ella, cayó lo que tanto buscaba, una cuchilla que había utilizado varias veces atrás para en medio de lágrimas colmar un poco su dolor.

Nadie podía elegir estar así, sentirse de una manera tan vacía, nadie podía elegir porque si se eligiera nadie se sentiría así. Al igual, que ello, Carolina no deseaba cortarse, no se trataba de dañarse físicamente, se trataba de distraer un poco ese dolor que le concernía ser ella misma.

Extrañaba tanto a sus padres sin embargo, el dolor de no tenerlos había trastornado en muchas medidas la realidad, era como si antes de ellos no hubiesen estado presente aquellas iracundas ganas de morir, aunque en realidad, no se tratara de ello, siempre había deseado morir, pero ahora algo más grande le acompañaba, una tristeza convertida en soledad, un dolor tan hondo que había calado todo lo bueno que había existido en su vida y lo había convertido en lo que parecía eterna tristeza.

Sus manos temblaron cuando sostuvo la cuchilla en sus manos, no se sentía como antes, se sentía doloroso, estúpido y alejado. Estaba ella en su cuarto, sosteniendo aquella cuchilla sobre su muñeca, pero en realidad se sentía como si fuera un narrador omnipresente de su propia vida, siempre se sentía así, como un personaje de su propia vida, no como quien decidía y escribía cada línea.

Estrechó sus ojos y tuvo tantas ganas de llorar y morir que los gritos sobre su cabeza colmaron su paciencia a tal punto que no fue consciente de que alguien le acompañaba en el cuarto hasta que oyó su grito.

— ¡No! —Su primo le miró sorprendido y una lágrima bajó de su mejilla—. Sólo, piénsalo, nada por doloroso que sea, merece la pena... —musitó en voz tan baja que Carolina se levantó lentamente—. Por favor, Caro, no lo hagas, por favor...

Sus ojos gritaban que no lo hiciera a pesar de que sus palabras y acciones fueran lentas y discordes en lo que quería hacer, que era gritarle que no lo hiciera, saltar y quitarle aquella cuchilla de sus manos.

Sergio había estado tan alejado de la realidad de Carolina, que no fue hasta verle, allí tendida sobre el frío suelo, en un intento tan vacío por hacerse daño, que descubrió la gravedad de sus emociones. Y fue en ese momento, que comprendió la frustración que había divagado en los ojos de su madre en los últimos meses. Carolina estaba realmente mal.

—Te entiendo, Caro...

— ¡No, no lo haces! —Gritó ella fuera de sí, sentándose con la espalda apoyada sobre la cama, y las rodillas sobre su pecho, como un niño herido—. Yo... soy una basura que no merece vivir.

El chico no distinguió si había dolor o rencor en su mirada taladrante sobre el piso de madera de su cuarto. Pero, en ese instante sintió empatía con su pequeña prima, aquella que no había sentido en toda su vida a pesar de tratarse de su familia.

— Te entiendo perfectamente, sientes que nadie te quiere, eres el estorbo que todos deben arrastrar, pero tú no quieres eso, tú... sólo quieres ser querida, que alguien te ame...

Carolina sorbió su nariz mientras más lágrimas se arremolinaban en sus ojos.

— Yo no quiero ser amada, Sergo—musitó utilizando el diminutivo que usaba de pequeña. Antes eran Sergo y Carola, ¿qué había pasado con esos niños? ¿Qué había pasado con esa felicidad? ¿En que se había convertido? Sabía perfectamente la respuesta pero quería negarse a comprenderla—. Yo no merezco ser amada, ¿acaso no te das cuenta? Soy un desastre, nadie nunca me querrá.

Sergio se sentó lentamente sobre el piso de madera a cierta distancia de Carolina, sabia que ella necesitaba espacio y que cada movimiento debía ser medido.

— ¿Por qué dices eso? Carolina, eres una chica espectacular, tienes salud, y aunque la muerte de tus padres y tu hermano... — musitó lo último con cuidado en un tono de voz demasiado bajo. Sabía que a pesar del tiempo ella nunca lo decía en voz alta, dudaba que lo pensara, porque ella se empeñaba a pensar que el aún vivía, que solo estaba en un viaje. Se engañaba para ser feliz—...fue inesperada, pero no puedes sumirte en esta tristeza por siempre. —Sintió su mirada en cada palabra, y mientras lo decía no puedo dejar de sentir esa empatía ante el dolor de aquella chiquilla.

Carolina tragó grueso, sabía que a los ojos de cualquier persona ella parecía completa, feliz. Tenía lo que todos deseaban: dinero, pero eso no bastaba, no cuando el corazón no era capaz de reponerse con algo tan basto como aquel endemoniado dinero.
¡Daría todo el dinero que tenía y nunca le había faltado por poder abrazar a sus padres una vez más!

—Soy una basura, no merezco el amor de nadie. Todos se burlan de mí, para todos soy una gorda asquerosa y un desastre y eso es verdad, todo lo que tocó se va —El peso de sus palabras hundía su corazón contra su pecho, quería tanto llorar que se hundió sobre sus piernas ahogando aquellas miserables lágrimas—. Los chicos de mi instituto se burlan y dicen que no tengo padres porque se cansaron de mantenerme, que ellos se fueron por mi culpa... y eso es verdad. Yo no merezco vivir, ellos si, ¿por qué ellos no pudieron haberse quedado? Me... Marlon merecía estar aquí, mi luz...

Su voz fue interrumpida por sus lágrimas y la oscuridad invadió sus ojos cuando los cerró con fuerza para evitar llorar. No le sorprendió aquel brazo sobre su hombro, lo necesitaba tanto que lo único que pudo hacer fue llorar y abrazarlo, llenando su camisa de lágrimas.

— Cuando era pequeño me sentía así, en realidad, siempre me he sentido así. Nunca me hallaba, nunca bastaba mi sola presencia, nunca bastaba para las personas y esto empeoró cuando papá nos abandonó. Quería morir, me sentía tan miserable, pero... —Su voz se cortó mientras suspiraba con fuerza—. Pero luego recordé que esta era mi vida, no podía dejar que los demás decidieran por mí... si lo hacia, no viviría como hubiese querido...

Los sollozos de Carolina aumentaron y en uno de ellos gimoteó.

—Yo... lo siento tanto, Sergo... —Trató de alejarse pero la retuvo y le miró a los ojos, esos ojos marrones tan hermosos que tenía. Estaba para ayudarle, siempre lo estaría.

Ella se hundió nuevamente en su pecho, más lágrimas arremolinándose en su dolor.

—Quiero que sepas que no todo siempre es así. La depresión te hace ver las peores facetas de la vida, pero no siempre será así, y esa es tu mejor decisión. Decide ser feliz, sonríe, preciosa, es mi mejor consejo.

Ella trató de detener su llanto, pero no podía hacerlo, no cuando se encontraban tantas brechas abiertas, cicatrices que en realidad nunca se habían cerrado.

— Y tú vales muchísimo, Carolina, nunca dudes en ello. Pase lo que pase, debes prometerme que vas a recordarlo, a pesar de que no tengas amigos, a pesar de que no tengas padres, a pesar de que un chico no te ame como mereces... debes siempre recordar lo mucho que vales, ¿me lo prometes? —Esperó atento su respuesta, pero en medio de sus sollozos no la halló, ella parecía tan empeñada en sumirse en ese dolor, que no veía solución, se negaba a ver la luz al final del camino por más que se cerniera sobre sus ojos—. Vales mucho para mí, y después de todo, recuerda que siempre me tendrás a mí, mi compañía... soy paquete todo incluido, cariño, siempre estaré cuando lo necesites.

Carolina escuchó cada palabra de Sergo, sin detener su llanto. No podía definir si sus palabras le hacían sentir mejor o llorar más, porque ambos conceptos estaban tan estrechamente unidos que la realidad se cernía ante sus ojos, y ella se negaba a dejar de sufrir.

Estaba tan cómoda en el dolor y acobardada ante la vida, que cada una de las palabras que le habían dicho en su vida se mezclaron en su cabeza. Tenía miedo, tenía miedo a ser juzgada, tenía tanto miedo a seguir viviendo que había preferido hundirse en el fango de dolor y no salir de allí. Y sin embargo, sus palabras afloraron tanto en su ser que las palabras que abandonaron sus labios se tornaron inevitables.

—Lo prometo...

Sergo sonrió y beso su cabeza ante la sorpresa. Ella había sufrido tanto que merecía obtener un poco de felicidad, y si estaba en sus manos, él se la proporcionaría.

—Y si quieres cambiar, yo te ayudaré...



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