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Capítulo 19


Stitches _ Shawn Mendes

Esa sensación.

Casi en un año de conocerlo, esa sensación volvía a embargarla. Ese sentimiento se apoderada de su ser, quitándole la respiración, haciendo su corazón batiera con fuerza en su pecho de una manera desgarradora. Le sucumbía una marea de sentimientos que no le dejaban en paz, y aparecían de tal manera que confundían todo su ser. ¿Cómo era posible sentirse tan bien en un segundo y al siguiente querer llorar hasta hacerse un ovillo en el fondo de su cama y mecerse como si su madre estuviera allí abrazándole? Lo que más le dolía era estar sola, le desgarraba el pecho desear con tantas ganas estar acompañada, pero a la vez querer ser fuerte y vivirlo sola.

Deseaba con todas sus fuerzas ser como las demás chicas, ya no por ser más bonita ni siquiera por ser más inteligente, al final del camino, aquellas eran cosas irrelevantes, todos terminamos allí bajo tierra, mientras enterraban lo bueno o lo malo que hubiéramos sido. ¿Qué importaba ser bella, tener una inteligencia superior, ser más delgada o tener un millón de amigos y amores si al final todos terminábamos allí? ¿Por qué tanto luchar? ¿Cómo hacerlo si ni siquiera encontrábamos el propósito? ¿Qué había para nosotros más allá? ¿Por qué estábamos aquí? Cuantas veces se hubiera preguntado eso, hubiera deseado ser capaz de responderlo y sentirse segura por un solo segundo en su existencia, pero nada era fácil, mucho menos la vida y había que sentirla, de manera lenta y segura había que atreverse a vivir hasta que fuéramos capaces de volar. Pero, ella solo deseaba ser una chica diferente, para poder ser normal, llorar con alguien sin que eso hiciera se sintiera débil, sin que eso le arrancara de un sopetón la poca dignidad que le quedaba. Ella solo deseaba poder presentarse ante las personas adecuadas y decirles cuan destruida se encontraba, cuantas lagrimas aguantaba a cada segundo para fingir estar bien. Cuanto, cuanto lo deseaba.

Pero no podía ser normal, aunque fuera lo que más quisiera.

Era como si el mundo estuviera en su contra, era como si de repente sus inseguridades, el dolor, la falta de una familia, amores fallidos, amigas falsas, críticas y una inmensa capa de problemas que hubiera creído ignoraba a la perfección, le estuviera hundiendo. Cuanto deseaba seguir, pero mientras más lo intentaba, más sentía se hundía, el mundo le gritaba entre empujones que no merecía nada mejor. Y era muy joven aun, muy indefensa, muy inexperta.

Pero es que, en los peores momentos, los dolores te sumergían, todo caía de una manera tan fuerte que sentías no había una solución. ¿Y si la había? Qué importaba, esta marea de problemas parecía nunca darle un respiro, parecía destinada a vivir así, sin tener un rumbo, sin sentir nada podía solucionar todo lo que le ocurría.

Apretó con tanta fuerza la carta que esta se arrugó y casi rompió. ¿De qué servía tener un cupo en la mejor universidad si no había obtenido la beca? ¿De que servía tener tanto dinero sino podía aprovecharlo hasta que tuviera varios años más? ¿De qué servía enamorarse si todo se trataba de una mentira? Nada servía, estar sola, perder a todos, perder ese cupo porque en el fondo sabía que ese sueño había quedado atrás, no era su sueño, era el de ambos.

La única base que le sostenía eran las escasas fuerzas que le quedaban para respirar profundo, para seguir llorando como si no hubiera un límite. Dolía tanto, dolía sentirse a la deriva cuando tus propias decisiones te arrastraban allí. ¿A quién podía culpar en este capítulo de su vida si ella era la culpable? Quería ser egoísta y alejarse de todos, dejar de hablar, dejar de sentir, dejar que los malos sentimientos que siempre le atacaban se apoderaran de su cuerpo. Quería llorar, cuanto quería llorar, pero se sentía mal, se sentía débil al hacerlo.

La bola de papel en la cual hubiera terminado las cartas de respuestas de las universidades cayó lejos cuando en un arranque quiso acabar con todo, dejándose caer sobre el piso, como quería hacerlo consigo misma. Deseaba acabar, deseaba todo tuviera un final. Pero, querida Carolina, las cosas no eran tan fáciles, nada y mucho menos equivocarse era cuestión de un solo día.

Y es que a veces nos concentrábamos tanto en los fallos, que éramos incapaces de pensar cuan grandiosos nos hacía levantarnos y seguir, aprender una lección y quizás vivir u olvidar esa lección hasta que una vez más, nos equivocáramos. La vida era equivocarse, para llorar, pero no para vivir de lloros, para lamentarnos, pero seguir, para comprender que todo era tan complicado como nosotros mismos deseábamos lo fuera. Cuán grande era Carolina sin saberlo, cuanto hubiera aprendido sin comprenderlo.

Sacudir el cuchillo no se sentía bien. Aquel objeto pesaba más sobre sus dedos que cualquier otro día, como si en aquel momento tomar la decisión cambiara cada perspectiva de su vida. El cuchillo temblaba en sus dedos, el miedo apoderándose de ellos, mientras ella lo acercaba contando cada centímetro hasta su muñeca. Contra su piel se apoyó despacio, absorbiendo un segundo más esa decisión.

¿Y si era la correcta? ¿Y si decidía seguir? ¿Y si todo era peor a cada instante?

Un dolor que no le dejaba respirar se apoderó de su pecho. Y es que a veces no se podía seguir, no se sentía bien seguir en aquella rueda de la fortuna que lo único que hacía era dar una vuelta tras otra. Quería bajar, quería gritar con todas sus fuerzas, esas pocas que le quedaban y decirle al mundo cuanto lo odiaba. La mayor parte de personas que hubiera conocido hubieran terminado mostrándole las peores partes de su ser, como si ella no mereciera nada bueno jamás.

¿Para qué luchar? ¿para qué seguir si todo era una mierda?

Carolina recordaba a la perfección que su madre siempre decía que las personas cerraban los ojos en los peores o mejores momentos de su vida. En los mejores, era con tranquilidad; y en los peores, cerraban los ojos con tal fuerza que les evitara una lagrima se deslizara por sus mejillas. Y es que solo se podía hallar esa sensación de cerrar los ojos con una intensión más allá de dormir, en los momentos más fuertes, extenuantes, felices o dolorosos.

Dejó el cuchillo en el piso y apoyo la cabeza sobre sus manos unidas que se encontraban en sus rodillas, mientras lloraba con tal fuerza que los gemidos de dolor resonaban mezclándose con la música que fuerte se oía en toda la habitación. Sus ojos apretados, sus sollozos sacudiéndole el pecho con los ojos hinchados y tantas ganas de llorar como de desaparecer. Quiso llorar, quiso ser más fuerte, quiso gritar y ser valiente y en un movimiento el cuchillo se clavó en su muñeca mientras en gemidos de dolor se arrastraba y seguía pasándose este con fuerza sobre sus maltratadas muñecas.

¿Por qué vivir? ¿Por qué seguir?

La vida era una mierda. No valía la pena seguir viviéndola.

***

Si algo le hubiera enseñado su propia experiencia era que la mayor parte de personas que pensaban en suicidarse, no terminaban haciéndolo por miedo. No se trataba de creer que la vida tenía algo mejor para nosotros o que podíamos seguir. En realidad, la mayor parte no lo hubiera hecho solo por temor. Teníamos temor a hacerlo y que no saliera como lo planeábamos, teníamos miedo a ser juzgados después, a que al final nos volviéramos un caso de caridad.

Y el miedo más importante, teníamos miedo a abandonar a las personas que más amábamos. Porque ellos no tenían la culpa.

Sergio le hubiera encontrado, el dolor en sus ojos hubiera sido incontrolable. Verla tendida sobre el frio suelo de su habitación, un charco de sangre a su lado y sus ojos a punto de cerrarse en una mezcla siniestra de paz y dolor había acabado con las pocas fuerzas que le quedaban.

A veces éramos egoístas, a veces no pensábamos en lo mucho que una acción de nuestra parte podía afectar a quienes más amábamos. Y esa escena, había cambiado algo dentro de él. Sergio nunca volvería ser la misma persona, nunca volvería a ver la muerte de la misma forma que antes.

Deseábamos lo que más daño nos hacía.

La hubiera encontrado allí, mientras buscaba le ayudara con su madre, quien hubiera tenido una amenaza de aborto. Dividirse entre ambas hubiera sido terrorífico, ver como los enfermeros levantaban a una pálida y débil Carolina de respiración lenta del piso y escuchar los lloros de su madre desde la sala, le hubiera impuesto una marca que no deseaba para nadie. Luego, sostener los mundos de ambas, aun siendo incapaz de sostener el suyo, había sido asfixiante.

Y de verdad, deseaba volar lejos, muy lejos.

Quizás su lugar en el mundo, allí donde pudiera encontrarse, estuviera muy lejos de tanto dolor, problemas y tristezas. No se podía pretender ayudar al mundo entero, cuando la misma persona se encontraba destruida, hundida y exhausta.

El sujetó su mano con fuerza, mientras la besaba. La mayor parte del tiempo, las últimas dos semanas después del incidente, la mantenían sedada con pocos momentos de claridad donde la obligaban entre gritos a ver a su psicóloga. Ella no quería estar bien, no quería mejorar, estaba empecinada en que la vida la odiaba y nada nunca saldría bien. Sergio quería decirle que pequeños lapsos de la vida nos brindaban protección, que no tenía que vivir ese dolor sola y que la felicidad la estaría esperando a pocos metros de allí, pero cada vez que se enfrentaba a decir esas palabras, un nudo en la garganta no le dejaba pronunciarlas. Era una mentira. No se podía asegurar algo en lo cual no se creía. Así que, el solo tomaba su mano y le hablaba mientras dormía.

Era un apoyo físico, quizás el único que le quedaba mientras sus demás amigos se hundían en sus propios problemas. Josh intentaba seguir como si nada hubiera pasado, ignorando el hecho de que su madre ya no estaba, pero alejándose de todos, alejándose de sus amigos. Fabián, por su parte, apenas podía seguir sin dejar entrever cuan paranoico le hubiera puesto la muerte de la madre de Josh, ¿Cómo se sentiría si Martina terminaba en el mismo lugar? ¿Si la muerte la atacaba un día cualquiera? Se hubiera llenado de esperanza al creer que la muerte no quería llevársela, pero no podía estar seguro de ello. Al final era lo único que cada uno de nosotros teníamos. Un lugar cualquiera en un día preciso a una hora exacta todos teníamos una cita con la muerte y nadie podía huir de ella.

—Yo te amo, como no tienes idea —musitó Sergio con voz quebrada, besándole los dedos, mientras ignoraba su otra muñeca—. Te amo con todas las fuerzas de mi corazón, niñita caprichosa, y desearía ser lo suficientemente fuerte para llevar esta carga por los dos. Pero, ambos sabemos que no puedo, debes luchar esta batalla sola, nadie puede hacerlo por ti. —Tragó con fuerza, apoyando su frente contra su mano, mientras dejaba sus lágrimas se derramarán—. Algunas batallas se viven en la soledad, porque si después terminas haciéndolo por alguien más, no vas a comprender el sentido de haberte enfrentado a tus peores miedos. No puedes seguir viviendo por Federico, por Josh, por Fabián o por mí, debes hacerlo por la persona más importante, por ti.

Cerró los ojos, deseando que le escuchara. De tantas maneras, hubiera intentado ayudarle, que ya no sabía qué hacer.

—Eres lo mejor del mundo mundial, Carolina, solo necesitas darte cuenta de ello.

Había pronunciado aquello con tanto dolor que al salir aquellas palabras se levantó con lágrimas corriendo como riachuelos por sus mejillas, mientras besaba una última vez su frente y básicamente corría fuera de la habitación. Dolía intentar ayudar a alguien que no quería ser ayudado, destruirse a sí mismo, para querer completar sus piezas, esas mismas que ella no deseaba.

Uno de sus dedos se movió, intentando encontrar a alguien, pero ya no había nada.

Estaba completamente sola.

Estaba completamente rota.

Y ahora, solo dependía de sí misma, hallar el objetivo por el cual seguir viviendo o morir en el intento.

***

—¿Estarás bien? —preguntó ese tierno muchacho de ojos verdes brillantes cubiertos por unas grandes bolsas a la chica de cabello naranja cuyos ojos marrones tristes sucumbían a la melancolía y al dolor a cada instante.

Carolina solo asintió. Luego, el chico caminó lejos por el pasillo del enorme hospital, con la chica sentada sobre una mullida y fría silla, con el frio de la sala y el olor a detergente calándole hasta los huesos.

Su mente se perdía entre pensamientos, sucesos que nunca hubiera pensado. Su mejor amigo yéndose esa misma tarde para el exterior, sin un solo adiós de su parte; su tía, perdiendo a su bebe de la tristeza; Fabián y Martina que se habían ido hacia una semana, despidiéndose apenas de su cuerpo dormido, en busca de una cura milagrosa de un charlatán europeo. Y ahora, lo intuía, Sergio también se iría, no sabía a donde, como o cuando, pero terminaría haciéndolo, ya tan solo la idea le oprimía el corazón. Pero, lamentablemente, no se puede obligar a una persona a quedarse a nuestro lado, a vivir de lastima y mucho menos a amar. Esas debían ser cosas naturales, tanto como la soledad, que tarde o temprano sucumbía a nuestro camino.

Y es que en este mundo nada era indispensable. Nada ni nadie.

Aun recordaba la sensación recorriéndole el cuerpo, aun sentía su corazón latiéndole de prisa, las manos temblorosas y un sentimiento de culpa que le oprimía el pecho. Y es que todo salía mal, todo se salía de control, porque ella no era suficiente, para que nadie se quedara, para merecer una beca, para merecer amor. Era su culpa que él no estuviera allí, ese pensamiento le hundía el pecho como si a cada segundo fuera más real.

Todo era su culpa. Absurdamente todo.

Cuando alzó la vista se encontró esos ojos negros preocupados que sin premeditarlo hubiera sentido desde hacía varios segundos. Esos ojos negros que le miraban con dolor, con preocupación y un deje de culpa restándole el brillo común. Sus zapatos de tacón resonaron sobre la cerámica blanca y en un segundo, ella la abrazó con fuerza, mientras la chiquilla se derrumbaba entre lloros y dolores.

Claudia, su psicóloga, le abrazó con fuerza y sosteniéndole de los hombros le ayudó a sentarse mientras dejaba se desahogará entre gimoteos. Cada día cuando se veían era así, la culpa residía en esos pequeños y bonitos ojos marrones llenos de tanta tristeza y dolor.

—¿Te encuentras mejor? —susurró la mujer sobre su oído mientras le abrazaba como una madre, protegiéndole del dolor, dándole abrigo y calor.

—¡Mama, se...!

La mujer ni siquiera se movió y dijo un par de palabras a su hijo, mientras Carolina se quedaba estoica en los brazos de Claudia. Esa voz, ella era su madre. Nunca olvidaría esa voz que en tantas noches bajo las estrellas hubiera escuchado, la misma que hubiera pronunciado tantas palabras que hubiera creído ciegamente. Esa voz estaba grabada en su mente, ni siquiera el ruidoso sonido del pasillo podría haber hecho que ella no la reconociera.

Era una voz que hubiera creído amar.

La misma que le hubiera lastimado más que un cuchillo.

Ella se volvió despacio, alejándose de Claudia, asombrada. En movimientos lentos logró levantarse evitando mirar al dueño de aquella voz, esa amarga sensación que le hubiera traspasado el cuerpo al oírle. Cerró los ojos dos segundos, antes de preguntar.

—¿Mamá? —preguntó a Claudia, incapaz de mirar a ese ser que hubiera destruido sus ilusiones, sus sueños, su vida.

Había sorpresa en su mirada, una mezcla entre aquella y la culpa grabada en su semblante. No era un secreto, ella ya lo sabía. Después de varios segundos mirando el piso, ella suspiró con fuerza con los manos temblándole. ¿Qué significaba todo ello? ¿ese era otro de sus secretos? ¿Acaso estaba lleno de ellos? Él era un mentiroso, un embustero, un traidor.

Al alzar su mirada se encontró con esos ojos negros que tantas veces hubiera soñado mientras le sedaban. Soñaba una vez tras otra con esos ojos, su mirada se perdía en el cielo estrellado, en una noche sin luna, sin salida, en un lugar lejano que no conocía y donde solo el miedo residía. La sensación que invadió su pecho por primera vez no fue una de completa emoción, sino una de amargura, de odio que se iba acumulando en su pecho trasformando el temblor en sus manos en un puño fuerte.

¿Cuántas mentiras los separaban la verdad? ¿Cuántas de sus mentiras debía soportar para darse cuenta que no era la única culpable en esa relación fallida?

Miró a Claudia. No era una mujer fría, era extremadamente amorosa y familiar, incluso con sus pacientes. Hubiera tenido infinidad de problemas con ella, pero no hubiera parecido en ningún momento, esa mujer amarga sin sentimientos y dedicada a su trabajo que él hubiera descrito. ¿Otra mentira más? ¿para qué? ¿Para qué tantas mentiras?

Al final del cuento, todo era una mentira.

Federico calló mirándola con sorpresa, pero sin decir una sola palabra. Le recorrió con la mirada, hasta detenerse en la banda que traía en la muñeca y entonces tomó una respiración profunda, intentando medir las acciones que provocaban una sola palabra. Estaba a punto de decir algo, cuando una cansada y débil chiquilla se dio la vuelta, chocando sin querer con un hombre alto y fuerte, de ojos tan azules como el mar y el cabello rubio cayéndole sobre la frente.

—Lo siento mucho —musitó el hombre, vestido de bata y formal.

Ella quería huir, pero una fuerza le retuvo. El hombre le tomaba del brazo, intentando no cayera. Aquel le recorrió con la mirada y su ceño se frunció con fuerza, mientras tomaba una respiración muy profunda.

—Mi nombre es Rodolfo Duran, ¿tú eres?

Rodolfo, Rodolfo, Rodolfo.

Ese nombre, esos ojos, ese modo de fruncir el ceño cuando algo no le gustaba. El rostro cambiado, surcado de arrugas por doquier y la misma sonrisa. Rodolfo Duran, él era el mismísimo Rodolfo Duran.

Una serie de imágenes se trasladaron a su mente siendo tal la conmoción que el hombre le sostuvo con fuerza del brazo para que no cayera. Sus labios se entreabrieron, sus manos comenzaron a temblar, al igual, que sus piernas. Todo tenía sentido, todo había ocurrido mucho antes. Ella solo había sido la pieza de un juego.

—Mi nombre es Carolina, Carolina Sáenz —musitó en un tono de voz muy bajo, alejándose del hombre mientras alternaba la mirada entre ambos, Federico y Rodolfo Duran.

¿Cómo no lo habría pensado antes?

Se alejó antes que el hombre dijera una sola palabra y con las pocas fuerzas que le quedaban caminó sin un rumbo fijo, sin decir nada.

***

Su madre siempre contaba una historia, esa historia era una versión reformada de Rapunzel.

Había una vez una chica que vivía encerrada en una torre, porque el mundo exterior era peligroso y dañino. Vivía junto a su madre, la única persona buena en todo el mundo y a la única que tenía permitido amar. La chica deseaba descubrir que había después de la torre, deseaba descubrir el mundo entero. Pero, tenía miedo, vivía a base de miedos.

Un día esa chica conoció un galante príncipe de ojos del color del mar y hermosa sonrisa, ese príncipe se quedó junto a ella, le hablaba del mundo en horas que se tornaban eternas, hasta que el sol se escondía y el volvía a su castillo. El deseaba que ella conociera el mundo, ella temía porque nadie aparte de su madre era bueno, así que siempre negaba al príncipe su propuesta.

Un día su madre se dio cuenta de que el príncipe visitaba la torre e iracunda, se volvió hasta ella y cortó el extenso cabello con el que se debía escalar para llegar a la cima de la torre. Su madre severa, había hecho añicos lo único que ella tenía de especial y había desaparecido a su galante príncipe. En ese momento, una dulce Rapunzel que hubiera vivido entre mentiras, creyendo palabras y escuchando consejos de quien menos debía se habría dado cuenta de algo importante. Quien siempre hubiera creído que era bueno, en quien siempre hubiera confiado y obedecido sin chistar era la misma mujer que más daño podría haberle hecho.

Porque quienes más amábamos, eran los mismos que más daño terminaban haciéndonos.

La historia era corta, no había mucho que decir más allá que se trataba de un cuento, al cual su madre le hubiera cambiado el final. No obstante, la historia de Carolina era compleja. No lo había entendido hasta ese instante en que cada ficha del pluze hubiera encajado. Federico Duran y Carolina Sáenz hubieran sido criados juntos desde su nacimiento hasta la tierna edad de siete años. Eran diferentes, no bastaba decirlo, y ambos siempre peleaban cuando se encontraban en el mismo lugar. No obstante, Rodolfo siempre interfería y obligaba a su pequeño Federico a quedarse con la solitaria y regordeta Carolina, lo cual volvía loco al niño, que no dudaba ni un solo instante en quejarse de quedarse con la más gorda y tonta niña del mundo.

A la cruel edad de cinco años, ambos hubieran entrado al mismo jardín de niños, como si fueran hermanos vivían encadenados el uno del otro, obligados a quererse cuando ninguno de los dos se soportaba y Federico no dudaba en expresarlo. Allí hubiera comenzado todo, recordaba el instante preciso en que las burlas por su peso le hubieran afectado.

—Federico y Carolina van en el mismo grupo.

—¡No! —gritaba ese mimado niño—. No quiero estar en el mismo grupo que esa gorda asquerosa.

Y así.

—Federico, ¿Por qué te robas mi comida?

—¿Acaso no estas lo suficientemente gorda?

Y así.

—Federico, ayuda a Carolina.

—Yo no ayudo a gordas asquerosas.

Los niños podían llegar a ser crueles.

—¡Eres una gorda asquerosa!

Los niños podían ser hirientes.

—¡La vaca Carolina, tiene cabeza y tiene cola!

Los niños podían ser inocentes.

—Carolina, es una bola de grasa.

Pero, ningún niño debía tratar así a otro.

—Estúpida, bola de grasa, quítate.

Federico hubiera convertido su vida en un desastre cuando a nadie más le importaba como lucia, quien era, si estaba "gorda" como el expresaba con tanto odio. Él había sido el culpable, él era el mismo niño mimado que hubiera hecho añicos la vida de una niña que sabía no tenía los mejores padres, que lloraba a escondidas, que no tenía más amigos que él.

Federico hubiera destruido su vida más veces de las que hubiera podido creer.

Se encontraba sentada en el enorme puente amarillo, en medio de dos barreras con los pies colgándole en el aire y mirando a la nada, mientras el aire frio le golpeaba en la cara. Revivía una y otra vez, todas las palabras que hubieran desencadenado su horrenda vida. Él se hubiera ido dos años más tarde, ileso. Pero, ella había tenido que sufrir hasta hoy en día las represalias de sus hechos, de sus palabras.

Y es que algunas palabras herían más que un puñal.

Antes de que el lograra hablar, ella escuchó sus pasos y por una extraña razón intuyo que era el quien estaba allí. La culpa era una de las sensaciones más fuertes que existía.

—Tengo una pregunta —musitó la chica llena de tantos sentimientos—. ¿Alguna vez siquiera estuviste atraído o quisiste a esa bola de grasa y vaca que tanto odiabas?

Y ella tan solo se volvió y se encontró con esos ojos negros que por tanto hubiera amado y que ahora odiaba con tantas fuerzas. Y es que, como el amor, el odio era uno de los sentimientos más poderosos que existían.

Y cuanto había llegado a odiarlo. 

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