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Aída suspiró pasándose una mano por su cabello largo azabache, mientras miraba la ventana. Se encontraba destrozada, sus manos temblaban y ella aún seguía preguntándose cómo podía seguir destinada al sufrimiento, aquel que le escocía hasta los huesos y le hacía vivir enclaustrada a lo que una vez fue.

Rafael, su esposo, conversaba ajeno a aquella soledad con su psiquiatra, quien negaba acabando con sus propias posibilidades. Aída estaba viva, pero el costo de aquella vida debería cargarla Rafael hasta el final de sus días.

"Está viva, pero ya hace mucho que no se siente como tal" pensó Rafael, mirándole de reojo. Sin duda, aquella mujer, con el paso de los días dejaba de parecerse a su esposa y más a un bulto de huesos y pieles que se quejaba entre lloriqueos desconsolados a cada instante. Cuando tuvo las fuerzas de volver a dirigirse al psiquiatra, aquel ceño fruncido le detuvo.

Aun le amaba, no podía dejarla sola, no podía recluirla en ningún lugar.

— No podemos hacer nada —musitó Rodolfo, su psiquiatra, tomándose la frente—. Ella necesita ayuda que se sale de nuestras manos.

Rafael cerró sus ojos marrones asumiendo sus palabras. No podía abandonarla, no cuando era el amor de su vida. Sería capaz de incluso pedir ayuda a sus padres, si era necesario, pensó, pero nunca la abandonaría como lo habían hecho todos.

—La única ayuda que necesita es el amor —musitó mirando a su gran amigo, aunque Rodolfo no lo entendiera, Rafael no pronunciaba aquellas palabras para él. Las pronunciaba porque necesitaba creerlas—. Mientras sea capaz de darle el suficiente amor, ella estará bien...

Sus palabras cargadas de la más necesitada esperanza.

— ¡Ella no es tu madre! —Gritó Rodolfo mirando a su amigo—. No puedes ayudarla, no es tu ayuda la que necesita.

— Mientras le dé el suficiente amor ella estará bien —musitó aquel esposo con sus ojos marrones cristalizándose. Cuanto dolía pronunciar aquellas palabras y aún más creerlas.

Cuando estaba por musitar sus siguientes palabras, su pequeña hija Carolina bajó temerosa las escaleras de madera, apoyándose con temor en el borde de aquellas. Un miedo le escalaba los huesos, como quien miraba a su temor más grande intentando enfrentarlo.

Ante su presencia, él desvió la mirada cabreado, atendiendo una vez más a su amigo, quien con su mirada llena de desilusión parecía querer fulminarlo. Los sentimientos nos pertenecían hasta el momento en que dejábamos se adueñaran de nosotros mismos, de nuestras decisiones, de nuestras acciones. Y lamentablemente, Rafael nunca hubiera aprendido a dominar el dolor, la desilusión o la culpa.

— Ella solo debe entender que merecemos el amor que nos dan —musitó percatándose de que la pequeña se acercaba.

Se leía miedo y dolor en su mirada, bajo los mismos ojos marrones que compartía con su padre. Cuantas similitudes y cuanto dolor parecían llenar esos mismos ojos. La pequeña aterrada estaba a punto de musitar algo cuando Rafael la detuvo.

— No, pulgarcita —musitó rápido, con afán, con desprecio, sin siquiera mirarle a los ojos. En cambio, Rafael solo apretó sus dientes y abandonó la habitación con presura, como si le costara perseguir el hilo de su antigua conversación con Carolina en la misma sala.

Aquel no podía evitar aquella sensación que le oprimía el pecho y le dictaba que la culpa de todo la tenía la pequeña. Rafael caminó rápido hasta las escaleras, donde se encontraba su despacho y se perdió en medio de sensaciones, sentimientos malintencionados que pronto se hubieran adueñado de su ser.

— Seguro irá a beber, como si eso ayudará en algo —musitó Rodolfo negando con la cabeza y acercándose a la altura de la pequeña, tratando de sonreír a esa hermosa niña de cabello naranja rizado alborotado y ojos marrones.

Cuando se miraba de cerca, la pequeña Carolina era la viva imagen de Rafael. Tanto, que Rodolfo no pudo evitar pensar como no se podría amar a una pequeña tan tierna como ella y con tanto dolor en el corazón, que apagaba el brillo de sus ojos.

— Tú no tienes la culpa —musitó Rodolfo señalando el camino de su amigo—, de nada de esto.

La pequeña, incapaz de creer en sus palabras dirigió sus grandes ojos marrones hacia él, demasiado fríos para tan corta edad. Y es que no se trataba de tiempo para medir la escala del dolor, sino de culpas y tristezas.

— No —musitó melancólica con un deje de culpas cubriendo la habitación—. Merecemos el amor que nos dan.

Con sus ojos tristes y el corazón envalentonado, Carolina, aquella pequeña de ojos marrones miró hacia su madre y luego arriba, al final de las escaleras. La inescrutable tristeza que cubría su corazón era una tan grande que mecía sus pies intentado alejar cuanto dolor y culpa sostenían su pequeño mundo, uno donde ya no existían las princesas, las muñecas o los dibujos animados.

¿Qué había hecho mal? ¿Por qué todo era su culpa? ¿Acaso ella era el mal? Pensó, intentando alejar aquellas lagrimas que le anegaban los ojos y le hundían la sonrisa.

Porque si las personas merecían el amor que les daban, ella parecía destinada a no recibir absolutamente nada. 

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